Episodios Nacionales: Los apostólicos. Benito Pérez Galdós. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
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hermosa reina fue también cantada por los grandes poetas; que no todo había de ser ruido en las diversas cataratas de versos que celebraron su casamiento, su entrada, su embarazo, sus dos alumbramientos, sus días, sus actos políticos más notables, y en particular el glorioso hecho de la amnistía. D. Juan Bautista Arriaza, que desde el año 8 venía haciendo todos los versos decorativos y de circunstancias, la letra de todos los himnos y las inscripciones de todos los arcos triunfales, echó el resto, como decirse suele, en las fiestas del año 29. Quintana dedicó al feliz enlace de Fernando VII una canción epitalámica que no quiso incluir en las ediciones de sus obras, y otros insignes vates de la época la ensalzaron en aquellas odas resonantes y tiesas, algo parecidas al parche duro y ruidoso de una caja de guerra, y cuya lectura deja en los oídos impresión semejante a la que produciría una banda de tambores en día de parada. Con todo, en la corona poética de esta insigne reina se encuentran altos pensamientos y graciosas imágenes, principalmente en todo aquello que aparece inspirado por la seductora sonrisa, que cuanto más se ve más enamora.

      Entró Cristina en coche acompañada de sus padres los reyes de Nápoles. Al estribo derecho venía el esposo y tío, rigiendo magistralmente su hermoso caballo. Era, según dicen, el primer jinete de su época; verdaderamente nuestro Rey tenía un aspecto tan majestuoso como gallardo cuando montaba en uno de aquellos apopléticos corceles cuya pesadez y arrogancia nos han trasmitido Velázquez y Goya. La alzada del animal, el corpulento busto del monarca, su rico uniforme, su alto sombrero de tres picos, muy parecido, según la absurda moda de la época, a las mitras o tinajones que llevan en su cabeza los bueyes de la arquitectura asiria, daban a la colosal figura no sé qué apariencia babilónica que infundía respeto y algo de supersticioso miedo.

      Pero la arrogancia de la majestad ecuestre, la misma riqueza abigarrada de su traje de gala no disimulaban en Fernando aquella decadencia precoz que le hacía viejo a los cuarenta y cinco años. En su rostro duro y de poco a propósito para ganar simpatías (por lo que se acomodaba perfectamente al carácter) parecía que la nariz se había agrandado, impaciente de juntarse al labio belfo, el que por su parte se estiraba a más no poder, como si quisiera echarse fuera de tal cara. Su color, que era una mezcla enfermiza del verdoso y del amoratado, extendía por sus mejillas como una sombra lúgubre, en la cual lucían mejor sus ojos grandes y negros, por donde en ciertos momentos se asomaban, con el instantáneo fulgor del relámpago, sus alborotadas pasiones.

      Pasaron. Aquel río de morriones, pelucas, sables desnudos, entorchados, pompones y cabezas mil que se movían al compás de la marcha de tanto caballo festoneado y lleno de garambainas; la sucesión de tanto y tanto coche, semejante a canastillas hechas con todos los materiales posibles desde la concha y el marfil hasta el cobre y la madera; el estruendo solemne de la marcha real y todo lo demás que realza estas procesiones tenían tan absorto y embobado al pueblo madrileño, amante de estas cosas como ningún otro pueblo del mundo, que si la Corte hubiera estado pasando y repasando de aquella manera por espacio de tres meses seguidos, no faltarían ni un momento las grandes líneas de gente con la boca abierta a un lado y otro de la carrera.

      Por la multitud de caras bonitas y la variedad de colores que en ellos había, parecían babilónicos jardines los balcones de las casas. En los de la de Bringas que daban a la calle Mayor, estaba D. Benigno con Sola y los chicos, amén de otras familias amigas del rico comerciante, que dio su nombre a los soportales cercanos a Platerías. Quiso la desgraciada suerte de Sola que le tocase salir al mismo balcón donde estaba una señora a quien ciertamente no gustaba de ver en parte alguna, y no porque la dama fuese de mal aspecto, sino por otros motivos muy poderosos. Era de tal manera hermosa que cautivaba los ojos y el corazón de cuantos la miraban. Por singular capricho de la Naturaleza, el tiempo que de ordinario es enemigo y destructor de la hermosura, allí era su cultivador y como su custodio, pues la conservaba fielmente y aun parecía aumentarla cada año. De esta galantería del tiempo unida a los adornos escogidos y a un esmero constante y casi religioso en la persona, resultaba el boccato di cardinale más rico que podría imaginarse. Para mayor gracia, había tenido el buen acuerdo de vestirse de maja, lo mismo que otras muchas damas que en aquel día clásico adoptaron el traje nacional. Llevaba, pues, falda de alepín inglés color de amaranto con abalorios negros, chaquetilla de terciopelo con muchos botoncitos de filigrana de oro, mantilla de casco de tafetán con gran velo de blonda, y peineta de pico de pato, todo puesto con extraordinaria bizarría.

      IV

      Cuando Sola se vio junto a ella tuvo que disimular su espanto, viéndose obligada a recibir el saludo de la dama y a devolverlo cortésmente. Después hablaron las dos de lo bonita que estaba la carrera, de la hermosura del tiempo, de los dichos y hechos que se contaban de la reina Cristina y del excesivo número de personas que había en casa de Bringas, las cuales rebosaban por los balcones como guindas en cesta.

      Ocupada la mejor parte de los balcones por las señoras, los hombres poco o casi nada podían ver. Cordero paseaba de largo a largo por la sala, charlando con su amigo D. Francisco Bringas de cosas sustanciosas y muy importantes, como la paz entre Rusia y Turquía, la cuestión de Grecia, que pronto iba a ser reino independiente, y las tristes nuevas que habían llegado de la expedición americana, deshecha y rota en Tampico, con lo que parecía terminada nuestra dominación en aquel continente.

      D. Benigno, que leía diariamente la Gaceta y Diario, estaba al tanto de todo y sobre cada asunto daba juiciosos dictámenes. Los impronunciables nombres de los puntos donde se batían turcos y rusos salían de la boca de nuestro héroe con no poca dificultad, y Bringas, que seguía con grandísimo ahínco el negocio de la nueva Grecia, barajaba los nombres gatunos de los personajes de aquel país, y así no se oía otra cosa que Miaulis, Mauromichalis y también Kalocotroni, Maurocordato y Capodistria.

      Pronto tomó la conversación otro rumbo con la llegada de cierto joven de arrogante presencia, alto de cuerpo, agraciadísimo de rostro, con el pelo en rizos, las mejillas rosadas, el color blanco, los ojos garzos, los ademanes desenvueltos, el vestir elegante. Respondía al nombre de Salustiano Olózaga y era un abogado de veinticuatro años, medio célebre ya por sus brillantes alegatos forenses, y mayormente por la defensa que había hecho ante el Consejo y Cámara de Castilla de un pobre albañil inclusero, condenado a muerte por el robo de dos libras de tocino. La Milicia Nacional, cuando había Milicia, el foro cuando había foro y la política siempre consumían todo el ardor de su existencia.

      Era el campeón juvenil de la idea naciente, y la Providencia habíale dado, entre otras notables prendas, elocuencia, si no brillante, varonil y sobria, con una lógica irresistible.

      Los jóvenes de hoy, alumnos aprovechados del eclecticismo y del justo medio, no comprenderán quizás el entusiasmo y valentía de aquellos muchachos que sintiendo en su mente, por la natural índole de los tiempos, una especie de inspiración sacerdotal, hablaban de los déspotas y de la libertad como hablaría un romano de la primera república. Y no se paraban en barras, y aun deseaban martirios heroicos, y se metían en las conspiraciones más absurdas e inocentes, y osaban decir en pleno foro, delante de los consejeros, cosas que pasman por lo valerosas e intencionadas.

      Desde que entró Salustiano no se habló más de Miaulis ni del bueno de Kalocotroni. Alejados un tanto del salón principal y reforzado el grupo con otras personas, el librero Miyar, el ingeniero Marcoartú y un comerciante de la calle de Postas, llamado Bárcenas, se despacharon todos a su gusto, siendo Olózaga tan hablador y contundente que no se paraba en pelillos y con su lengua que más bien era un hacha iba dejando muy mal parada a lo que todavía no se llamaba la situación.

      D. Benigno que no gustaba de engolfarse mucho en política por los peligros que pudiera traer, dejó a sus amigos para buscar en los balcones la tertulia más grata y segura de las damas. La que vestía de maja se había puesto a bromear con el marqués de Falfán de los Godos, el hombre más mujeriego de aquel tiempo y también el más fino y galante, si bien su persona, hecha ya ruina lastimosa, no le ayudaba nada en lo que él quisiera que le ayudase. A Sola, en tanto, le daba conversación una señora muy impertinente llamada doña Salomé Porreño, y a cada rato ponía los ojos en blanco y echaba suspiros, cual si no tuviera en el mundo otra misión ni empleo que estarse lamentando a todas horas de una cosa perdida. Al lado de ella estaba una joven muy bonita, casada y por añadidura en aquel interesante estado que anuncia