– Demasiado sutil… – contestó Lucila con graciosa desconfianza.
– ¿No me tienes por buena guardiana?
– No me fío…».
La monja ladina alargaba los morros afectando toda la seriedad del mundo. Mirábala Lucila entre burlona y asustada. En sus labios oscilaba ese mohín del niño, que no sabe si reír porque le entretienen o llorar porque le asustan. Y repitió la frase: «No me fío…». Tras una pausa en la cual Domiciana frunció su tenebroso entrecejo y dio a los morros toda la longitud posible, Cigüela, casi casi compungida, volvió a decir: «No me fío, Domiciana.»
– Pues si soy mujer muerta y corazón disecado, ¿qué temes?
– Por si acaso, Domiciana, por si acaso no fuera usted como yo creo…
– ¿Esta combinación no te peta? Peor para ti… porque no hay otra, Lucila.
– Si para que la Madre me favorezca necesito engañarla, y birlar a la Comunidad, me quedo donde estoy. ¡Pobre Tomín!… Moriremos juntos.
– Sí, sí: a eso vais.
– Ya me dio un vuelco el corazón cuando usted nombró a la Madre. Desde el día en que allí estuve y me despidió Sor Catalina con las despachaderas que usted sabe, no he vuelto a parar mientes en aquella casa. Por la Madre siento respeto; pero nada más que respeto… Cierto que no es una mujer como las naturales… Algo hay en ella que es… de ella nada más; pero nunca he podido quererla…
– Yo sí – dijo Domiciana con firme acento; y la vaguedad de su mirada, perdida y parada como la de los ciegos, indicaba que su mente perseguía las imágenes distantes.
– ¿De veras la quiere? Será porque ha sido buena para usted. ¿Y cree usted en las llagas?
– ¿Cómo he de creer en las llagas, si sé cómo se hacen? Alguna vez ha recurrido a mí para que se las reprodujera cuando se le estaban cicatrizando. Tengo el secreto: la misma monja que reveló a Patrocinio este artificio me lo enseñó a mí, una vieja que murió cuando aún estábamos en el Caballero de Gracia: Sor Aquilina de la Transfiguración, aragonesa ella. Pues sí: sé hacer llagas. Ello es bien fácil. Tengo la clemátide vitalba, que el vulgo llama yerba pordiosera. ¿Quieres probarlo? Verás qué pronto…
– No, gracias. No me llama Dios por ese camino.
– Ni a mí. Por eso jamás me pasó por la cabeza llagarme a mí misma… Las razones que ha tenido Patrocinio para ponerse los estigmas son de un orden superior, y no debemos meternos a decir si hace bien o hace mal… Lo que en ti o en mí, que somos tan poco y no valemos para nada, sería bárbaro, pecaminoso, y hasta sacrílego, en otras personas, llamadas a empresas altas por méritos de su caletre y de su voluntad, puede ser bueno, necesario y hasta indispensable. ¿Qué dices? ¿Que no entiendes esto, bobilla?
– Yo, Domiciana, pienso siempre por derecho: creo que lo que es malo en mí, malo ha de ser en las reinas y emperatrices.
– No estamos conformes. Eres una simplona y no conoces el mundo. Corto tiempo has estado en el Convento, y eso en días en que allí había poco que aprender. Veinte años, los mejores de mi vida, pasé yo en la Comunidad, y en tiempos tales, que entonces fue la casa como un pequeño mundo, dentro del cual el mundo grande de nuestra España estaba como reproducido y encerrado. ¿Me entiendes? Pues yo, por lo que allí he visto, puedo dar fe de las grandes dotes y facultades que el Señor concedió a Patrocinio. No hay mujer como ella. Yo la admiro, por muchas razones; por otras la temo…
– Y por otras la quiere… ha dicho usted que la quiere.
– Y no me vuelvo atrás. Para que te hagas cargo de las razones de este querer mío, así como del admirar y del temer, será preciso que yo te cuente muchas cosas… ¿No te parece que ya hemos trabajado bastante?
– Yo, la verdad, no estoy cansada. Deme otra cosa que majar.
– Antes descansemos y merendemos. Hagamos un alto en nuestros afanes para cobrar fuerzas… No podrás negarme que estás desfallecida… Se te abre la boca y se te caen los párpados. Recógeme todo eso… No: yo lo recogeré mientras tú bajas a la calle, y te traes dos pares de bartolillos de la pastelería de Cosme. Toma los cuartos. Mejor será que traigas media docena: los remojaremos con un rosolí exquisito que me mandaron los de la botillería de la Lechuga, para reparo del estómago en las mañanas y en las tardes frías…».
Salió la moza diligente, y en el rato que estuvo fuera, recogió la ex-monja los ingredientes que en la mesa de trabajo había, ordenándolo todo en otro sitio. Después sacó de un estante la botella de rosolí, y dos copas. Al salir Lucila por los bartolillos, había reparado Domiciana en los rojos zapatos puntiagudos que calzaba su amiga, y cuando la vio entrar fijó más en ellos su atención, diciendo: «Has de contarme de dónde sacaste esos chapines tan majos, y luego trataremos de que me los des a cambio de otro calzado, porque te aseguro que me gustan muchísimo, y quiero ponérmelos y usarlos dentro de casa». Contestó Lucila que dispusiese de aquella prenda y de cuanto ella poseía, y acto continuo se sentaron y cada cual la emprendió con un bartolillo, Domiciana como golosa y Lucila como hambrienta.
VII
Sirviendo a su amiga el dulce rosolí, e invitándola a no ser demasiado melindrosa en el beber, la exclaustrada dio principio con desordenado plan y gracioso estilo a sus cuentos monjiles: «Yo entré en el Convento cuando aquel mal hombre y peor Rey Fernando casó con Cristina… no: cuando ya estaban casados, y Cristina encinta de Isabel. Me movió a ser monja una tema de chiquilla tonta y cabezuda, y el odio a mi madrastra, Faustina Baranda, de esa familia de peleteros establecida en la calle Mayor, y cinco años estuve en aquella vida boba sin percatarme del gran desatino que había hecho. Fue mi madrina en la profesión Doña Victorina Sarmiento de Silva, dama de la Infanta Carlota… Pues como te digo, caí de mi burro a poco de tomar el hábito y cuando ya mi locura no tenía remedio. De novicia, vi los primeros milagros de Patrocinio, que en el siglo se llamó Dolores Quiroga y Cacopardo, y las entradas del Demonio en nuestra santa casa… Terribles dudas tuve al principio; pero como ya entonces era yo muy reparona y todo lo observaba, llegando hasta no creer en ningún fantasma que no viese con mis ojos y tocara con mis manos, pronto me convencí de que el diablo intruso y visitante era un fraile de Sigüenza, que entraba por las habitaciones del Vicario y a los tejados se subía, y a los claustros y celdas bajaba. Otra novicia y yo, las dos valientes y decididas, le acechamos una noche, y corriendo tras él y agarrándole por donde pudimos, yo me quedé con un pedazo de rabo en la mano, el cual era como una cuerda forrada en bayeta roja, y mi amiga le arrancó un cuerno, que resultó ser al modo de un gordo chorizo de sarga verde, relleno de pelote… Como se confunden en mi cabeza los recuerdos y no puedo fijar bien el orden de los sucedidos, te diré que antes o después de aquellas visitas infernales recibía nuestra Comunidad en el locutorio las de D. Carlos María Isidro y su mujer Doña Francisca, y con ellas las de innumerables señorones del bando absolutista, que era el de nuestra devoción. En clausura entraban cuando querían un capuchino llamado el Padre Alcaraz, el Padre la Hoz, que a muchas de nosotras confesaba, Fray Cirilo de Alameda y otros del mismo fuste. El Padre Arriaza, que luego nos pusieron de Vicario, no creía en la santidad de Patrocinio, y tuvo con ella y con la Priora no pocos altercados. Nosotras, acechando fuera de la puerta de la celda prioral, oíamos el run run de las voces, y luego veíamos salir a la Priora sofocada, a Patrocinio fresca y sonriente, desafiando al mundo entero con aquella serenidad que nos llenaba de admiración.
Que todas allí éramos carlinas furiosas, no tengo por qué decírtelo. Adorábamos a D. Carlos, y aunque en Patrocinio veíamos actos de la mayor extravagancia, creíamos en ella, por aquel don magnético que tenía y tiene para imponer sus ideas, sus propósitos y hasta sus milagros. Podían ser falsas las llagas, pero las reverenciábamos; podía ser impostora la llagada, pero embargaba los ánimos con la blancura de su rostro y con su voz meliflua, con aquel modito suave de decir las cosas y de hacerlas, con aquel amor verdadero o falso que a todas mostraba, y al cual correspondían nuestros corazones, tan necesitados