Pues como se ha dicho, Lucila machacaba en silencio, aguardando la ansiada solución, que la maestra no quería soltar sin preámbulos. Sentose Domiciana junto a la mesa que parecía de zapatero, frente al sitio que ocupaba Lucila, y se puso a dividir en pequeñas dosis, medidas con una conchita, ciertas cantidades de polvo de rosa, de iris en polvo, de goma molida, y a guardarlas en papelillos doblados a lo boticario. Luego formó dosis más grandes de nitro, de estoraque, de clavillo y canela, midiendo con cáscaras de nuez, y cuando estaba en lo más empeñado de su trajín rompió el silencio con estas palabras, que resultaron solemnes: «Si quieres salir pronto y bien de esa terrible situación, y salvar a tu hombre y salvarte tú, en tu mano está. El camino es corto, Lucila. No hace falta más que un poco de resolución y… Fuera miedo, fuera escrúpulos. Te vas al convento, pides ver a la Madre; la Madre te recibirá gozosa; te armas de valor, le cuentas tus penas; la Madre te oye como ella sabe oír; tú lloras un poquito, naturalmente: la Madre te consuela, te anima; le dices toda la verdad, todita, Lucila: quién es ese hombre, lo que ha hecho, la crueldad con que es perseguido… y para que no se te quede nada por decir, le cuentas cómo le conociste; haces la pintura de… de… lo guapo que es, del amor que le tienes, y… Hija, como hagas esto, según yo te lo digo, ten a tu Tomín por salvado…».
Lucila estupefacta, suspensa, miraba a su amiga como si dudara de lo que oía. Los morros de Domiciana, al soltar la palabra, le hacían el efecto de una trompeta de son estridente, desgarrador.
VI
– ¡Pero usted se burla, Domiciana! – le dijo al fin Lucila cuando el estupor dio paso a la expresión clara del pensamiento. – ¿En serio me aconseja que le cuente esto a la Madre y le pida su protección?
– Seriamente te lo digo… y tan cierto tendrás su divina protección como este es día. Yo la conozco bien. Por grande que sea la culpa de Tomín, si le pides a la Madre el indulto, lo tendrás… Tus planes de escapatoria son desatinados. Si no vas por el camino que te marco, tú y tu capitán estáis perdidos… Fuera de este camino, no veas más que la muerte… ¡y qué muerte, pobrecilla!
– ¡Ay, Domiciana: de una amiga como usted, que me quiere de veras, no esperaba yo ese consejo! – exclamó Cigüela triste, dolorida.
– ¿Dudas que la Madre pueda sacarte de ese Purgatorio? El poder de la Madre es tal, que con escribir su voluntad en un papelito y mandarlo a donde guisan, hace y deshace los acontecimientos, así en lo grande como en lo chico. Y diciendo ella ‘esto quiero’ no valen para impedirlo todos los Narváez del mundo con sus bufidos de mal genio, ni la caterva de monigotes viles que llaman Ministros, los cuales no son más que refrendadores de lo que manda… quien manda. Ya tú me entiendes. Como la Madre diga: ‘Sobreséase la causa del Sr. Tomín, y désele encima jamón en dulce’, ya puede estar tranquilo tu amigo… Los que hoy le persiguen, le ayudarán a ponerse las botas para que se vaya a su casa, y luego, cuando le vean paseándose libre por la calle, le harán mil carantoñas.
– Creo en el poder de la Madre – dijo Lucila, – creo también que sirve, pero no de balde. Si concede un favor a tal o cual persona, es a cambio de otro favor, o de que la adoren como a los santos. Nadie me lo cuenta, Domiciana; lo he probado por mí misma. Cuando empezó este martirio mío, no sabiendo a quien volverme, fui al convento a pedir protección. La Madre no quiso recibirme. Sor Catalina, que siempre fue conmigo muy cariñosa, me dijo que si quería protección para mí, o para persona que me interesara, debía pedirla de rodillas con todas las señales del arrepentimiento, renegando de mi libertad, dejándome encerrar y corregir con remuchísimo aquel de severidad… Buena cosa querían: cogerme, arrancarme el corazón que tengo, y ponerme otro de papel para que con él sintiera lo que ellas sienten: nada… la muerte… ¡Y por casa un sepulcro, y por ocupación el aburrimiento!… Esto no me conviene, esto no es para mí.
– Pero, Lucila – dijo la otra apoderándose de un argumento que creía de grande eficacia, – ¿tú crees que en este mundo se logran nuestros deseos sin algo de sacrificio? ¿Querías tú que la Madre te salvara al hombre por tu linda cara, dejándote en libertad para seguir ofendiendo a Dios?… Ponte en lo razonable, y no esperes que te saquen de este pantano sin que digas: ‘A cambio de la vida y de la libertad de ese hombre, ahí va la libertad mía, ahí va mi amor; doy también mi vida: a Dios me ofrezco toda entera para que Dios, por mediación de sus ministros… o ministras, devuelva la paz a un desgraciado’. Esto es lo meritorio, esto es lo cristiano.
– Eso… – dijo Lucila desdeñosa, disimulando su enojo con una violenta presión de la mano de mortero sobre la pasta, – eso se lo cuenta usted a quien quiera. Lo cristiano es favorecer al prójimo sin pedirle nada.
– Veo que no tienes pizca de trastienda, Lucila; por eso eres tan desgraciada, y lo serás siempre. Si llevas al convento tus cuitas y las cuitas del caballero de los ojos azules, ¿qué ha de pedirte la Madre a trueque de la salvación del sujeto? Pues nada entre dos platos. Te darán cama y comida; te mandarán que confieses, no una vez, sino muchas. Ningún trabajo te cuesta confesar, ni el confesar a menudo con las penitencias consiguientes es para matar a nadie. Te sometes, te santificas, sufres un poquito, trabajas, rezas. De tu aburrimiento y soledad te consuelas pensando que el caballero está en salvo, que la policía no se mete con él, que le dan el ascenso, y vive bueno y sano, engordando y poniéndose cada día más guapetón.
– Domiciana – dijo Lucila traspasando a su amiga con la mirada, – o es usted una hipócrita y me recomienda la hipocresía, o es la mujer sin corazón, la mujer muerta, que así llamo a las que se han dejado secar y amojamar en los conventos, convirtiéndose en animales disecados como los que están en la Historia Natural. Cuando la conocí a usted en Jesús, la tuve yo por mujer viva; pero ahora me habla como las muertas. No sabe lo que es amor, no tiene idea de él; tiene el corazón hecho cecina, y con la uña me ha desgarrado el mío, que vive y sangra… Domiciana, no sea usted cruel, no me martirice…
– Tontuela, yo seré todo lo marchita que tú quieras; pero sé discurrir y veo las cosas con claridad – replicó Domiciana ansiosa de mortificarla. – Para que te salven al caballero ese, tienes que renunciar a él, ser mujer muerta. ¿Pues qué quieres, niña? ¿Que la religión te saque de este mal paso y encima te dé cabello de ángel y tocino del cielo? No puede ser. Si quieres que él viva, es preciso que tú te amojames… Ya sé yo lo que temes… Aunque desconozco el amor, ¡maldito amor!, he calado lo que piensas. Tú dices: ‘¡Pues estaría bueno que mientras yo me estoy aquí, reza que te reza y secándome y acecinándome, mi Tomín, salvado por mí, ande por esos mundos divirtiéndose con otra!’. ¿Acierto?
– Eso he pensado, sí. No quiero, no, venderme a las monjas por la salvación de Tomín.
– Pues mira tú: hay un medio de conciliarlo todo. Te vas a Jesús… haces tu trato con la Madre; te encierras, te dejas disciplinar y penitenciar todo lo que quieran… siempre con la reserva mental de volver a escaparte cuando estés bien segura de que Tomín está en salvo…
– ¡Hipócrita, más que hipócrita!… ¿Y cuánto duraría esa comedia?
– Poco tiempo… quince días, un mes… ¿No tienes confianza en tu Tomín? ¿Dudas que te guarde fidelidad en plazo tan corto?… Si lo dudas, ponle bajo mi custodia en este tiempo. Yo, como mujer muerta y corazón convertido en bacalao, no debo infundirte celos. Yo seré para él como una madre, como una hermana mayor, y le trataré a la baqueta, no le dejaré respirar, leyéndole a todas horas la cartilla: ‘Eh, caballerito, ándese con tiento, que si antes estuvo condenado a muerte, ahora está condenado a fidelidad y gratitud, bajo mi vigilancia. Para salvarle a usted se puso en