– Válgate Dios por lo enamorada – dijo la ex-monja mirándola con seriedad, en la cual no era difícil sorprender algo de admiración. – Bueno: pues dime ahora cuál es tu plan. ¿Conoces las dificultades de una fuga semejante? Tendréis que salir disfrazados. Y el dinero para esa viajata, que habrá de ser en coche, ¿dónde está? ¿Has creído que yo podré dártelo?
– Sí que podrá… Los gastos no subirán mucho, Domiciana. Le diré mi plan para que se vaya enterando. Lo primero ha de ser comprar un burro… ¿Se ríe? Todo lo tengo muy estudiadito… Un burro necesito, porque nos disfrazaremos de gitanos. La ropa no la tengo; pero sé dónde está y lo que ha de costarme, que es bien poco.
– Realmente, tú no harás mal tipo de gitana; pero él… ¿Es muy guapo?
– Mil veces he dicho a usted que es guapísimo, Domiciana, y nunca se entera.
– ¿Pelinegro?
– Sí… Pero los ojos son azules. Tiene tal hechizo en el mirar – dijo Cigüela con ingenua sinceridad descriptiva, – que no puedo explicar a usted lo que una siente cuando Tomín habla de cosas que llegan al corazón…
– Ya, ya – murmuró Domiciana perdida la mirada en el espacio, en persecución de una imagen ideal, fugitiva. – Ojos azules, color trigueño… como nuestro Señor Jesucristo… Bueno: pues te digo que no haréis Tomín y tú pareja de gitanos, y no resultando el disfraz, corréis peligro de que os sorprendan en el camino y os maten… Conozco la manera de dar a la tez el color agitanado… Para esto se emplea el sándalo rojo, mezclado con vinagre fuerte dos veces destilado, y añadiendo alumbre de roca, molido… Para lo que no hay secreto de alquimia es para trocar en negros los ojos azules… y como saques a tu hombre con ojos azules y vestido de gitano, cátate descubierta y él preso y pasado por las armas».
Desconcertada, Lucila miró a su amiga, como pidiéndole que al rebatir y desechar una solución propusiese otra.
– Más seguro será, tontuela, que le disfraces de amolador – prosiguió la exclaustrada. – ¿No me has dicho que habla francés?
– Sí: lo hablaba de niño, y aún le queda el acento. Su madre era francesa; se apellidaba Chenier. Él dice que por el nombre materno tiene la revolución en la sangre.
– Pues el habla francesa se apareja muy bien con los ojos azules, siempre que el pelo sea rubio. Aquí tengo yo la lejía para teñir de rubio los cabellos – dijo Domiciana mostrándole un frasco que contenía sustancia opaca. – Sé hacerla, y surto a dos señoras morenas que quieren ser rubias. Tomo dos libras de ceniza de sarmientos, media onza de raíz de brionia y otro tanto de azafrán de Indias; le añado una dracma de raíz de lirio, otra de flor de gordolobo, otra de estaquey amarillo; lo cuezo, lo decanto, y ya está. Lavando el pelo de Tomín seis o siete veces, se lo pondrás rubio como el oro; le afeitas para no tener que pintar la barba y bigote, y con esto y un poco de francés chapurrado, ya le tienes de perfecto amolador. Por poco precio, puedes proporcionarte la piedra de asperón y todo el aparato. Toma tu hombre unas lecciones de ese oficio, y salís por esos pueblos, él amolando y tú tocando el chiflo para pregonar la industria…
– Tomín no puede afilar por causa de la herida en la pierna – dijo Cigüela reflexiva, argumentando en contra, pero sin rechazar en absoluto la tesis amolatoria. – Gracias que se tenga en el burro, y que podamos caminar en jornadas cortas. Yo he de ir a pie, arreando… Además, los afiladores son mal mirados en los pueblos, y si diera la gente en, creer que llevamos algunos cuartos, nos haría alguna mala partida… Si él estuviera bueno, y pudiera, de pueblo en pueblo, amolar de verdad, cobrando poco, escaparíamos bien… Desde luego es mejor idea que la de agitanarnos. Pero de seguro habrá un tapadizo más seguro. Búsquelo, invéntelo, usted que discurre tan bien y tiene la cabeza fresca. La mía es un horno, y no saco de ella más que disparates».
Cambió el rostro de Domiciana, recobrando la orgullosa expresión de confianza en sí misma y de sábelo-todo. «Pues solución verdadera y segura no hay más que una, Lucila – le dijo levantándose, – y vas a saberla… Pero como la cosa es larga y tenemos que hablar mucho, bueno será que te quedes aquí toda la tarde… Ya no tienes que correr tras la pitanza, porque asegurada la tienes por mí. En pago de ella y del consejo que voy a darte para tu salvación y la de ese caballero, me ayudarás en mis tareas. Quítate el pañuelo de manta; ponte este delantal, siéntate delante de mí, coge el almirez, y entretente en moler estas dos onzas de almendras amargas, que ya están peladas, y una dosis de alcanfor, que voy a darte bien medida… Has de moler hasta que estén unidas las dos materias y formando una pasta… Yo prepararé un frasco de Leche de rosa, que me han encargado para hoy mismo… Trabajemos aquí las dos, y hablemos. Cuenta te tiene oírme, y más cuenta reflexionar en lo que me oigas».
Hizo Lucila cuanto Domiciana le ordenaba, y calló esperando la solución y consejo, no sin temor y ansiedad grandes, pues siempre que su amiga hablaba en aquella forma, era para proponer actos difíciles, si por un lado saludables, por otro dolorosos. Un rato estuvo la ex-monja trasteando junto a una credencia de la cual sacó botellas y tazas con diferentes líquidos. Después, sin hablar palabra, por tratarse de una mixtura que reclamaba toda su atención, midió diferentes porciones, ya con cucharillas, ya con cazos; coló el aceite de oliva, le añadió gotas de aceite de tártago, y cuando su labor parecía vencida en su parte más delicada, dijo a su amiga: «Esta es la Leche de rosa, que hago con todo escrúpulo y sin omitir gasto, para una señora Marquesa que la emplea como lo mejor que se conoce para la conservación de la tez. Con eso que tú mueles hago el jabón de tocador que llamamos de lady Derby, cosa rica, y por tanto un poquito cara. Te daré lección, si quieres; podrás hacer la Pasta de almendras para blanquear las manos, y el Agua de carne de ternero para calmar los picores de la piel… Con todo esto bien preparado y bien servido a los que saben y pueden pagarlo, se gana dinero, y se combate la ociosidad, que es la madre de todos los vicios…».
Hizo los últimos trasiegos, se lavó las manos, y parándose con los brazos en jarras junto a Lucila, la contempló risueña, y aprobó con monosílabos expresivos su trabajo. La infeliz moza majaba en el almirez con fe y aplicación, acompañando el movimiento de la mano con hociquitos muy monos, sin apartar del fondo del mortero su atención sostenida. «¡Qué bien va eso, Lucila! Cuando lo acabes, te pondré a majar, en distinto mortero, jibiones, ladrillo rojo y palo de Rodas con otros ingredientes, para tamizarlo y hacer Polvo de coral…».
Era Domiciana de mediana estatura, bien dotada de carnes, airosa de cuerpo, desapacible de rostro, descolorida, ojerosa, negros los ojos, la ceja fuerte y casi corrida. Si de media nariz para arriba podría su cara pretender la nota de hermosura, del mismo punto hacia abajo ganaría fácilmente el premio de fealdad por la nariz un tanto aplastada y la conformación morruda de la boca, de labio gordo tirando a belfo. No era fácil designar su edad por lo que de ella se veía: declaraba treinta