– Pero no me has dicho cómo y por qué han venido a nuestra pobre mesa el solomillo lardeado y la lengua escarlata de la prima donna.
– Pues muy sencillo: esta señora, como toda cantante, tiene ida la cabeza. El seso se le escapa con los gorgoritos. Como es pura música, no se acuerda de nada. Al instante de mandar una cosa la olvida. Primero fue por los comistrajes un criado italiano; después la doncella… luego mi padre… los tres para un solo encargo… y cuando la señora entró en su cuarto creyó que entraba en la tienda de en casa Lhardy… Enfadándose consigo misma por su poca memoria, empezó a echar trinos y gorjeos para arriba y para abajo, que es una receta que tiene para enflaquecer, y luego, todo el sobrante de comida lo repartió entre los de la servidumbre, tocándole la partija mayor a mi padre, que me la dio a mí… Pues una vez que cogí este regalo, que con los chapines era bastante para dar por bien empleada mi noche, no quería yo más que echar a correr. Mi padre no me soltaba. ‘No, no te vas sin que yo te enseñe el golpe de vista… No verás cosa semejante hasta que ganes el Cielo’. Esperamos al entreacto, y mientras corrían por el escenario dando patadas los que quitan y ponen los lienzos, mi padre me llevó al telón que sube y baja, y que en aquel momento parecía una pared. Díjome que pusiera el ojo en una mirilla con cruzado de alambres, y por allí vi todo el señorío público, que es cosa para quedarse una encandilada y trastornada por tres días. ¡Qué lujo, Tomín; qué tienda de piedras preciosas, de rasos y terciopelos, de pechos mal tapados, de encajes, de caras bonitas y caras feas, de cruces, bandas y entorchados! Era como una feria, y yo decía: Parece que todas y todos compran o venden algo… Enfrente vi a la Reina vestida de color de aromo con adorno de plata, guapísima: diadema, collar de perlas, sin fin de diamantes; la Reina Madre hecha un brazo de mar y despidiendo luces a cada movimiento. Mucha gente de Palacio, muchas Ministras, Generalas y Mariscalas de Campo, y ellos… coqueteando más que ellas… Visto el golpe de vista, como decía mi padre, ya no me quedaba nada que ver. Me fui a la calle, rompí con trabajo las filas de coches, y chapoteando me vine acá.
– Al mirar por el agujero del telón, ¿no viste alguna cara conocida?
– Vi muchas, Tomín… Madrid, que parece grande, es chico, y el que una vez ha visto su gente, la ve luego copiada en todas partes… Tienes sueño…
– Sí: me duermo… – dijo el herido abatiendo con dulce pereza los párpados. – Cigüela… si ves que duermo demasiado, me despiertas, ¿eh?… no me vaya a quedar muerto…
III
Con una recomendación semejante se dormía todas las noches el desdichado Tomín. Si en los primeros días de su doloroso cautiverio le atormentó el insomnio, una vez descansado y convaleciente, la naturaleza en vías de reparación abandonábase a un sopor parecido a la embriaguez, sólo turbado a ratos por la idea de que dejándose caer sin interrupción por la resbaladiza pendiente del sueño, iría sin pensarlo a parar en la muerte… Viéndole aquella noche al borde de la caída, Lucila o Cigüela le empujó en vez de contenerle; le pasó la mano por los ojos, le besó la frente, le acunó con suaves arrullos de nodriza, no sin decirle que durmiera descuidado: ella le despertaría cuando fuera tiempo. Al sentirle dormido, se acomodó a su vera, en lo más bajo del camastro, sentándose a la turca y reclinando su cabeza blandamente sobre el hombro sano del Capitán. Antes apagó la luz de la linterna, que a su lado tenía.
En esta postura y disposición, que apenas alteraba por no turbar el sueño del herido, se pasaba Lucila la noche, descansando algunos ratos, los más despierta, ante la presencia de sus vigilantes pensamientos que no querían dormir, ni apagarse en su caldeada mente. La obscuridad del mechinal no era completa, ni aun en noches turbias como aquella del 19 de Noviembre, pues se veía el rectángulo luminoso del ventanón cuadriculado por los vidrios. En noches claras, Lucila veía y gozaba la luz difusa del cielo y alguna estrella resplandeciente. Ruidos no faltaban. La noche de referencia, los dedos de la lluvia toqueteaban sin cesar por un lado y otro de aquella frágil construcción; pero ni esto, ni el mayar de gatos trovadores, ni los golpes que daba un palo roto y colgante en el secadero, molestaban a Lucila. Sus inquietudes surgían de su propia imaginación, a veces cuando sus sentidos se apagaban en el sueño… Despertaba como de un salto, creyendo que las desvencijadas escaleras por donde a su tugurio se trepaba, crujían bajo el peso de dos, tres o más personas. Las voces se aproximaban… Eran primero un susurro, después un coro como los de las comedias cantadas.
Más de una vez se levantó, aterrada, y con menos ruido que el que pudiera hacer un gato se iba derecha a la puerta, y aplicaba el oído… Tardaba un rato la infeliz mujer en convencerse de que los rumores inquietantes eran querellas en algún patio vecino, o vocerío de borrachos en la tasca de la calle de Rodas… Cuando todo callaba, el pensamiento se iba del seguro, poniéndose a decir unas cosas, y a razonarlas con lógica tan bien urdida, que no había más remedio que creerlo. ¡Dios sacramentado, lo que decía! Pues nada, que el Sr. Melchor, alias el Ramos, y su esposa señá Casta, poseedores de aquellos endiablados tenderetes, se cansaban de ser caritativos encubridores del tapujo y lo denunciaban a la fiera policía, o permitían que algún taimado servidor lo revelara… Hasta que la luz de la mañana no despejaba su cabeza, limpia de nieblas su tormentosa mente, no recobraba Lucila la confianza en sus honrados y leales protectores.
Por estos o los otros pensamientos iba siempre a parar al examen de la tristísima situación a que había llegado, sin ver por ninguna parte remedio ni salida; todo por el amor a un hombre, razón esencial del infortunio mujeril. En proporción de su desgracia estaba el origen de ella: amor tempestuoso, irregular, semejante a un soberano desorden de los elementos; si amó a Tolomín con ternura cuando le vio y conoció fugitivo y condenado a muerte, locamente le amó después, teniéndole a su lado en lastimosa invalidez y acechado por cazadores de hombres. El Tolomín herido, enfermo, en extrema pobreza, y oculto en un albergue mísero, merecía un amor que resumiera todos los amores humanos: era, pues, para Lucila, el prójimo, el amante, el hermano, el niño desvalido, a quien la cariñosa vigilancia materna defiende de la muerte en todos los instantes. El inmenso padecer de aquella situación no había entibiado el ardiente amor de Lucila: por el contrario, la abnegación, fundiéndose con él, llegaba a constituir un sentimiento formidable, y del fondo de tanto infortunio brotaban espirituales goces. Por todos los bienes de la tierra, ofrecidos y dados en montón, no cambiara Lucila su vida de sacrificio y de protección en aquellos días, y antes muriera cien veces que abandonar al desgraciado Capitán, aun sabiendo que le dejaba en manos salvadoras. Y era mayor el mérito de su paciencia enamorada cuando se daba a pensar soluciones y no encontraba ninguna. Especiales accidentes de su vida, que aún no conoce bien el historiador, dieron a la hija de Ansúrez, dos años antes, ocasiones de valimiento en dos lugares donde residía todo el poder humano; pero ni en uno ni en otro sitio podía ya solicitar socorro. En el Convento de Franciscanas de la Concepción no querían ni verla siquiera, como no fuese allá con propósito de reingresar en la vida religiosa y de abominar de sus culpas pasadas y presentes; en Palacio, las amistades que creó y mantuvo con su leal servicio habían perdido ya toda su eficacia.
No podían faltar a Lucila, cuando conciliaba el sueño en las tristes noches del palomar, pesadillas angustiosas. Consistían siempre en la súbita presencia de la policía. Soñando que estaba despierta, veía la moza entrar en la estancia hombres con linternas, y uno de ellos se adelantaba con mal gesto y decía: «No moverse, no hacer resistencia, no negar lo que no puede negarse, que ya nos conocemos, señor Capitán D. Bartolomé Gracián». Por acostumbrada que estuviera la mujer a tan terrorífico ensueño, siempre despertaba de él sin aliento, el corazón disparado… ¡Bartolomé Gracián! Habría querido Lucila anular este nombre,