La brecha abierta en 1914, y con la economía de guerra, ampliamente estatizada y pública, y luego reconfirmada en forma moderada por el New Deal y el Estado social posterior a la Segunda Guerra Mundial, es negada y expulsada de la mesa de posibles estrategias de desarrollo económico. En 1979, la China comunista abolió el sistema de salud pública indiscriminadamente gratuito. Casi nadie lo nota entonces, pero veinte años después aquí está China, piedra angular de la globalización capitalista y la manufactura del mundo. La cuvée, L’argent, Pot-Bouille, todos los títulos de las novelas de Zola podrían adaptarse bien a las historias de principios del segundo milenio. Se comienza celebrando la nueva moneda única europea, el euro. Y luego, inmediatamente después, una guerra de agresión contra un Irak sin armas de destrucción masiva, pero con mucho petróleo; guerra con la que el nuevo imperio mundial, una potencia ahora sin competidores, Estados Unidos, pone el sello al nuevo orden, un orden sin Derecho, pero con mucha fuerza y poder. Todo esto es todavía parte del siglo XX. Es una prótesis. La segunda guerra de Irak es la venganza de la derrota y la ignominia sufridas en Vietnam. Todo se relaciona. Entonces, más que de un “siglo corto”, debemos hablar de un siglo “largo”. El siglo XX se sobrevive a sí mismo en su idea de expansión del poder y la riqueza. La guerra civil que comenzó subrepticiamente en 1917 se perpetúa de otra forma en las exploits de Wall Street y en los diktat del Eurogrupo. La revolución de los ricos tiene más éxito que la revolución de los pobres. A veces sueñan con secesiones, segregando a blancos de negros, emigrantes de ciudadanos, barrios acomodados de suburbios miserables. La separación también es arquitectónica. El barrio rico o la casa de los poderosos están rodeados de altos muros, alambre de púas, guardias armados. Los Ángeles, Miami, Ciudad de México, Bogotá, Sao Paulo están atravesados por trincheras que son todo menos invisibles.
2.
Y llega la pandemia este año. Febrero de 2020. El COVID-19 se distribuye por todo el planeta. Naciones enteras se detienen, se cierran, mientras la muerte golpea a los más débiles, a los más pobres, a los más frágiles, a demasiados ancianos. Y de repente, todo un mundo de relaciones y conductas se derrumba sobre sí mismo. No más lecciones en el aula, no más trabajo de oficina. Ya no viajaremos todas las semanas. El avión es un peligro. El hotel está off limits. Las vacaciones siempre a la vuelta de la esquina ahora se alejan dramáticamente. Discotecas, restaurantes, tiendas y centros comerciales cierran. El cuerpo considerado como máquina de placer se torna en fuente de sufrimiento. No debemos tocarnos, no debemos acercarnos. Sin apretones de manos. Los coches se detienen. La ciudad está silenciosa y desierta. Los árboles respiran. Los pájaros recuperan espacios que antes eran muy riesgosos para ellos. Plazas y calles sin tráfico y ruidos ensordecedores, vacías de multitudes y luces demasiado fuertes, nos ofrecen un espectáculo insólito, triste, a veces lúgubre, y sin embargo recuperan toda su belleza, y nos hacen vislumbrar —como dice Slavoj Zizek— la utopía de un espacio común no consumista3. La globalización se detiene como un flujo de personas y bienes. No más libertad de movimiento. No más sábados para comprar lo último en calzado de moda. Sin incursiones en clubes nocturnos. Pero el miedo se propaga, los conocidos y seres queridos son hospitalizados, la gente muere lejos de la familia. Pasan carros cargados de ataúdes. Nos atrincheramos en la casa. Solo sales a realizar unas breves incursiones en busca de provisiones, y con mascarilla y guantes. Ocurrió lo inesperado, lo inimaginable. La plaga ha vuelto.
Se ha producido un evento. Todavía estamos en él y, por tanto, es difícil de interpretar y comprender. Todavía no podemos medir las consecuencias ni comprender el significado. Porque no sabemos cómo resultará. Ni siquiera sabemos si terminará. Si será posible volver al mundo más o menos despreocupado de antes. Pero ya tenemos reacciones, propuestas de interpretación. Estas se dividen principalmente en pesimistas y optimistas. Ambas se refieren generalmente a la idea no del todo inocente del “estado de excepción”. Hay quienes leen la pandemia como un hecho artísticamente dramatizado por el poder, por el Estado o por quienes lo poseen, para avanzar por el camino de la biopolítica, de reducir al ciudadano a la “vida desnuda”. El impacto del virus sería tan exagerado como para legitimar medidas de control total de la subjetividad. Todos están obligados a ponerse en cuarentena, bajo arresto domiciliario. Estas son las pruebas generales de un estado de sitio aún más global que la gobernanza posmoderna quiere obligarnos a hacer. Incluso nos quitan la percepción de los cuerpos y nos empujan a concebirnos acostados como peligro y riesgo.
Las plagas potenciales son ahora los sujetos. El ciudadano se disuelve en el infectado, mucho más letal y maligno que el homo homini lupus hobbesiano, porque actúa con artificio y de alguna manera incluso con engaño. Además, Hobbes ya había concebido la plaga como uno de los peligros contra los que el Leviatán debe protegernos. Lo puedes ver en la muy famosa portada del Leviatán donde debajo, bajo del “gigante” que es el Estado, el “Leviatán” precisamente, junto a guardias y soldados, puedes ver la figura barroca del médico de la peste, cubierto con la máscara de pico de pájaro4. La peste sería por tanto una de esas situaciones que justifican el traspaso absoluto de soberanía que da lugar al Estado absoluto teorizado por el filósofo inglés. La plaga es aquí una feliz oportunidad, o al menos así podría concebirse. También sabemos que Don Abbondio, movido por la teodicea católica, interpreta benignamente la plaga como la “escoba” que barre a los malvados de la faz de la tierra5. Don Rodrigo es víctima de ella y por eso se hace justicia. Sin embargo, ese optimismo debe alimentarse de una visión providencial del asunto y de la historia humana. En una época postmetafísica y desencantada como la nuestra, quizás sería pedir demasiado. Y entonces la balanza pende de la versión pesimista de la interpretación. La pandemia radicaliza la “jaula de acero”, “das stahlharte Gehäuse”, que Max Weber ya veía como resultado de la era capitalista6. Jack London, anticipándose al sociólogo alemán, había hablado previamente, en una sugerente distopía, de “iron heel”, el talón de hierro7. El destino del liberalismo es un Estado autoritario. Y la pandemia es la “ocasión” de la epifanía de este destino. En mayor medida, esta perspectiva se nutre de una concepción romántica, “demoníaca” del poder, aquella en donde, como dice Masimo Cacciari, “hacer política siempre es (…) saber entrar en el mal”8. ¿Y qué es peor que una plaga? En la enfermedad que se propaga y nos amenaza por contagio, el poder encuentra su terreno más fértil.
Ahora lo dice un filósofo italiano, que desde hace años ya augura un destino de concentración incluso en las fiestas y bacanales de la sociedad del entretenimiento y del consumo. Es Giorgio Agamben quien precisamente hace del estado de excepción la categoría explicativa de toda modernidad y de la salida misma de esta. La pandemia nos condena a una mayor pérdida de aliento. El aire se está volviendo cada vez más enrarecido para la humanidad del nuevo siglo9. Luchamos con un sentimiento de asfixia, como les pasa a los enfermos graves de COVID-19. Esta enfermedad es más que una metáfora, es un momento de asfixia más generalizado. Pero, dice el filósofo italiano, que la asfixia es inducida. La enfermedad, con toda probabilidad, sería solo una invención para prepararnos para esa falta de oxígeno más severa que nos proyecta el Estado posmoderno heredero de Auschwitz, y lo es en sí por esencia cada Estado portador de la tradición racionalista del Occidente de la Ilustración. Como podemos ver, esta es una tesis muy extrema, incluso negacionista. No ve cuántas medidas de prevención, aislamiento, encierro, máscaras, guantes son el resultado no solo de medidas desde arriba, medidas de seguridad de un gobierno, sino también de un movimiento societario desde abajo, de personas que quieren asegurar un mañana, para ellos y sus seres queridos, muchas veces en contra de quienes, en nombre de las razones de la economía, la producción y el consumo, declaran insignificante el peligro o lo minimizan o subestiman, o en la ponderación de derechos colocan en primer lugar la libertad de iniciativa económica y de consumo haciendo que prevalezca esta sobre el derecho a la vida.
Algo parecido a las tesis de Agamben también es sostenido por Bernard Henry-Lévy, en algún tiempo un “nuevo filósofo”, y hoy un poco consumido por sus exploits narcisistas. La pandemia presagiaría un futuro orwelliano, nos dice el intelectual francés, en el que la masa de ciudadanos aceptará precipitadamente restricciones drásticas muy condescendientes a la libertad personal para garantizarse un minúsculo tesoro