Se espera que esta segunda edición continúe sirviendo de apoyo y guía para el proceso de formación de los funcionarios de las instituciones del Sistema de Justicia Penal que deban interactuar con niños, niñas y adolescentes, así como también para cualquier otra persona interesada en profundizar en la temática.
I. LA PARTICIPACIÓN DE LOS NIÑOS, NIÑAS Y ADOLESCENTES VÍCTIMAS DE DELITO EN EL PROCESO PENAL
1. Las víctimas especialmente vulnerables y la victimización secundaria
Desde el siglo XX, al alero del nacimiento y posterior desarrollo de la victimología, comienza una histórica superación del concepto de la “neutralización de las víctimas” dentro de los procesos penales. Este fenómeno implicaba que el Estado, al crear y apropiarse de forma exclusiva de la persecución penal, otorgaba a las víctimas de delito un rol marginal, centrado solo en denunciar y ser testigo para el procedimiento (Baca, Echeburúa y Tamarit, 2006; Hassemer, 1984).
Movimientos en distintos países comenzaron a impulsar cambios con el objeto de lograr la visibilización de la víctima en los procesos penales, entre ellos la creación de políticas públicas y servicios sociales de protección y programas de compensación para determinados grupos de personas (Fattah, 1992; Marchiori, 2004; Walklate, 2007).
De esta forma surge en la segunda mitad del siglo XX el “redescubrimiento de la víctima” en gran parte de las legislaciones procesales penales, reconociendo el rol especial de esta ante la Justicia, y con esto se comienzan a reconocer sus derechos y se inician programas de atención y compensación en su favor (Ferreiro, 2005). Asimismo, se acuerdan diversos instrumentos internacionales sobre la materia3, en los que se individualiza el concepto o calidad de víctima, se fijan los estándares mínimos para su participación en el sistema penal y se identifican los derechos que debieran ser reconocidos por los Estados.
En este ámbito, destaca hasta el día de hoy la Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las Víctimas de Delito y del Abuso de Poder, adoptada por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas el 29 de noviembre de 1985. Dicho acuerdo entrega un concepto de víctima que se utiliza hasta la actualidad: “Las personas que, individual o colectivamente, hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo sustancial de los derechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que violen la legislación penal vigente en los Estados Miembros, incluida la que proscribe el abuso de poder” (ONU, 1985. Sección A. 1.). Asimismo, se incluye en dicha calidad a “los familiares o personas a cargo que tengan relación inmediata con la víctima directa y a las personas que hayan sufrido daños al intervenir para asistir a la víctima en peligro o para prevenir la victimización” (ONU, 1985. Sección A. 2.).
Además, la Declaración señala una serie de derechos a respetar:
• Acceso a la justicia y trato justo, entre los que se cuenta la adecuación de los procedimientos judiciales a sus necesidades, principalmente a través de la entrega de información completa y oportuna; permitiendo que sus opiniones y preocupaciones sean presentadas; y adoptando medidas para reducir las eventuales molestias causadas, proteger su intimidad y garantizar su seguridad4.
• Resarcimiento por parte de la persona que cometió la conducta.
• Indemnización por parte del Estado de manera subsidiaria al resarcimiento del autor del delito.
• Asistencia tanto material, médica, psicológica como social.
El avance en el estudio de las víctimas ha podido identificar que algunos grupos de personas se encuentran en mayor riesgo que sus derechos sean vulnerados5, por lo que son más propensos a ser sujetos pasivos de delito o a percibir de manera más intensa la respectiva victimización6, siendo denominadas habitualmente “víctimas en condiciones especialmente vulnerables”. Entre estos grupos de personas se encuentran los niños, niñas y adolescentes, quienes, como indica la Declaración de los Derechos del Niño, necesitan protección y cuidados especiales por su falta de madurez física y mental.
Desde la perspectiva del Derecho, lo que constituye a un grupo humano como vulnerable es su situación especial de desprotección en cuanto al disfrute pleno de los derechos humanos, más que una situación intrínseca de las personas (Núñez, 2012). De esta forma, la edad hace a los niños, niñas y adolescentes un grupo particularmente vulnerable en razón de su invisibilidad jurídica y su alto grado de dependencia (DHES, 2014).
Del mismo modo, se ha estudiado el impacto negativo que las víctimas pueden llegar a experimentar por las acciones u omisiones de terceros que intervienen con posterioridad a la comisión del delito. Esta inadecuada respuesta a las necesidades de las víctimas se configura como una segunda experiencia victimizante, conocida como victimización secundaria, la cual podría causar una profundización de los efectos negativos del delito u originar nuevas afectaciones en las personas, ya sean psicológicas, emocionales, sociales, patrimoniales, entre otras. De hecho, se estima que este tipo de victimización podría llegar a ser incluso más negativa que la ocasionada por el propio delito (Beristain, 1994; Gutiérrez de Piñeres, Coronel y Pérez, 2009; ONU, 1999).
La demostración más clara de este fenómeno se encuentra en los procesos de Justicia Penal, lo que se conoce como victimización secundaria institucional. Tal como plantea García-Pablos de Molina, esta “abarca los costes personales derivados de la intervención del sistema legal, que, paradójicamente, incrementan los padecimientos de la víctima” (2003, p. 145). De hecho, tal como se señala en el Manual de Justicia para Víctimas de Delito y del Abuso de Poder de la ONU (1999), este tipo de victimización secundaria puede alcanzar la negación completa de sus derechos humanos, al no reconocer su experiencia como víctima de un delito.
Los niños, niñas y adolescentes, dada su edad y nivel de madurez, son más proclives a experimentar esta victimización secundaria, en especial, por el actuar de las instituciones y actores del Sistema de Justicia7 (Cumbre Judicial Iberoamericana, 2008; ONU, 2005 y ONU, 1999; Requejo, 2013).
El reconocimiento de este fenómeno y su potencial afectación a grupos de víctimas en condiciones particularmente vulnerables han justificado la creación de medidas especiales que buscan adecuar los procesos penales para que puedan ejercer en plenitud sus derechos, sin estar expuestos a padecer nuevos efectos negativos. Así se facilita su participación y acceso efectivo a la Justicia, reduciendo el eventual trauma y estrés