Ahora bien, sin pertenecer realmente al mundo ni a la conciencia, la ‘estructura noemática’1 remite a un más allá en el más acá, que siempre guarda relación, en la lectura derridiana, con lo que se pone en escena como ‘exceso’ o ‘desborde’ del correlato intencional. Cuestión asociada con las metonimias de lo ‘radicalmente otro’ que son el ‘tiempo’ y la ‘muerte’, además de toda una serie de ‘figuras de lo imposible’ que, en cada ocasión en que son pensadas por Derrida, van a desencajar el sentido unificador de la intencionalidad, llevando la fenomenología, en cada esfuerzo por reflexionar sobre el aspecto noemático de estas figuras, a su punto límite. En tanto condicionada por el noema, entonces, la literariedad de la literatura no habrá sido una excepción a este desborde de la fenomenología y su experiencia disruptiva también habrá terminado por exceder las restricciones que se anudan en el marco de la metodología husserliana. En cierto modo, Derrida ha hallado en la reflexión sobre la literatura y la ficción una instancia en que la fenomenología es obligada a deconstruirse desde la experiencia atética (o no-tética) de la literariedad; una apertura ficticia al acontecimiento singular de experiencias imposibles.
Si damos este breve rodeo por los pasajes fenomenológicos de “Esa extraña institución llamada literatura” es para destacar en ella un motivo todavía más fuerte que las viejas reflexiones husserlianas. Nos referimos al asunto de lo institucional que, evidentemente, hallamos en el título mismo de dicha entrevista. Como es de amplio conocimiento, existen abundantes intervenciones sobre la literatura en Derrida; sin embargo, la idea de la literatura como institución es más específica y guarda relación con el tono que asumió la desconstrucción a partir de mediados de los setenta y comienzos de los ochenta. Algunos autores se han referido a esto como un “cambio de registro”, un “giro ético-político” e incluso como un “giro legal”.2 Siguiendo una observación de Carlos Contreras Guala (2013), podría decirse que la aproximación institucional a la literatura es deudora de dos importantes hitos. Por un lado, los procesos de reflexión crítica sobre los métodos pedagógicos y la defensa de la filosofía en el sistema educativo francés en los que se implicó la desconstrucción derridiana durante su paso por el GREPH (Groupe de Recherches sur l’Enseignement Philosophique) a mediados de los años setenta; y por otro lado, el seminario de fines de los setenta que desarrolló el mismo Derrida bajo el título Du droit à la litteràture, donde se recogen y se reinventan las improntas jurídicas que dejaron en el pensamiento del filósofo franco-argelino los procesos de reflexión sobre las instituciones educativas.
Como bien se señala en “Literatura y derecho en Jacques Derrida” (2013, 95-110), un aspecto muy importante de Du droit à la litteràture tenía que ver con lo que Contreras Guala describe como ‘sincronicidad’ o ‘contemporaneidad’ entre los sistemas de la i) universidad, de la ii) literatura y del iii) derecho de autor. En cierto modo, lo que está subrayando Contreras Guala es que dicha contemporaneidad ha sido posible porque los tres sistemas se inscriben en una escena que arrastra la historicidad del derecho europeo, particularmente del derecho francés (porque la literatura moderna es originalmente littérature), el cual busca fijar —por iniciativa política, a través de las instituciones educativas, particularmente a través de las instituciones universitarias— las modernas lenguas nacionales como base identitaria en los procesos de homogeneización a los que se sometieron “las provincias y los diversos dialectos”. Un derecho que también comienza a determinar, con mayor rigurosidad cada vez, el intercambio comercial y la transacción de las obras en función del concepto de propiedad privada. La literatura moderna se liga así, en sus orígenes europeos, a la asunción de la época burguesa pero también al arribo de un proceso de democratización de la lengua nacional. Por ello precisamente, se trata de un proceso democratizador restringido a las fronteras de la juridicidad burguesa, donde la literatura hace su aparición como si se tratara de la llegada de un inhóspito huésped en el oikos lingüístico del nuevo demos nacional. De hecho, la cualidad inhóspita de la literatura es tal que Derrida, en la entrevista que aquí incluimos, la aproxima a una paradójica ‘institución contrainstitucional’, a un simulacro con poder, pero sin autoridad, a una ‘institución ficticia’. Cercana a una figura de lo Unheimlich en el seno de la familiaridad de la ley, ella, la literatura, se asemeja a un contra-derecho en el seno de los derechos de autor.
Para Derrida, la literatura es extraña, entonces, por tratarse de una institución paradójica, conservadora y subversiva a la vez, que necesita de la lengua nacional, de leyes que puedan acoger su existencia institucional y autorizar su circulación comercial, al mismo tiempo que necesita transgredir todo lo anterior. Así, a propósito de los derechos de autor que ponen en escena la juridicidad de la literatura moderna, Contreras Guala sugiere, por ejemplo, que a partir de la comprensión que el filósofo franco-argelino ha desarrollado sobre la dimensión institucional de la literatura, se siga que esta sea considerada inseparable de “cierta necesidad de plagio” (Contreras Guala 2013, 106). Donde el plagio se entenderá no sólo como transgresión de la propiedad de los derechos de autor, sino que también como derecho a la transgresión del derecho de autor.
La necesidad del plagio no es más que el proceso democratizador de la propiedad privada sobre la que se fundan los derechos de autor. Esta cuestión, que por cierto responde a una hipótesis de lectura de Contreras Guala sobre el derecho de la literatura en Derrida, hipótesis a la que suscribimos, nos pone en la pista de otro tema fundamental que aparece en “Esa extraña institución llamada literatura”, más bien relacionado con el llamado “derecho a decirlo todo”. En palabras de Derrida: “La ley de la literatura tiende, en principio, a desafiar o a anular la ley. Eso permite, por consiguiente, pensar la esencia de la ley en la experiencia de ese ‘todo por decir’. Es una institución que tiende a desbordar la institución” (“Esa extraña institución…”, en este volumen). Si pudiera hablarse de un derecho que funda el poder de la escritura literaria, ese derecho habrá sido en su partida y contrapartida ‘derecho a decirlo todo’ y ‘derecho al secreto’. Si se nos permite la siguiente digresión, que también podría ser tomada como una hipótesis, para Derrida el alcance político de la literatura tiene que ver, en una de sus aristas, en que el porvenir de la democracia, en tanto desborde de la soberanía democrática, habrá necesitado fundarse sobre ese derecho a decirlo todo y al secreto. De este modo, la democracia por venir encontraría en la literatura una de sus herencias más valiosas.3
No podríamos intentar resumir aquí todos los aspectos que circulan en “Esa extraña institución llamada literatura”; no obstante, el lector encontrará forzosamente más de una forma de acceder a la todavía insuficientemente explorada cuestión de la literatura como ‘institución ficticia’, a la dimensión ética y el concepto paradójico de responsabilidad implicada en ella, a la reflexión sobre la escritura y la crítica literaria, al contraste de la desconstrucción con la crítica feminista, y al enorme conglomerado de nombres que la pueblan (Rousseau, Sartre, Blanchot, Shakespeare, Artaud, Becket, Simone de Beauvoir), y lo podrá hacer en contraste y tensión con las otras potentes voces que rodean estas Escenas.
Poco de la dimensión institucional de la literatura y la ficción podría entenderse sin el necesario rodeo por la apertura que representó para Derrida la exigencia de pensar la refundación de las instituciones educativas y del derecho; sin embargo, el trazo que funcionará como hilo conductor de estas Escenas de escritura tendrá que ver con algo que