Como resultado de estas indagaciones, he podido constatar que la privatización asume tres formas principales, según el origen de la iniciativa, y las he denominado como el feudo, la comarca y la feria, en clara referencia a tres grandes instituciones del Medioevo (Díaz-Albertini, 2012).
• El feudo tiene al Estado como principal impulsor y surge cuando este actúa como si el espacio público fuera su «propiedad privada» (Formiga, 2007), en vez de ser definido de mutuo acuerdo con los habitantes-ciudadanos. Al enrejar, limitar funciones, cobrar entrada, concesionar y hasta «vender o alquilar» veredas, calles y parques, el Estado está priorizando factores como la eficiencia (por ejemplo, mantener los parques limpios) sobre otras consideraciones que son importantes y contribuyen a cuán habitable es una ciudad. En el caso particular de Lima, la autoridad municipal avasalla el espacio público, determinando sus formas y funciones sin mayor consulta ciudadana y en desmedro de los derechos de los vecinos y ciudadanos. Este proceso afecta negativamente a las tres características esenciales del espacio público: el libre acceso, al cobrar admisión y otras modalidades; la transparencia para decidir la estructuración y usos, pues no se hace una consulta ciudadana; y la multifuncionalidad, al restringir los usos en demasía. Pone en evidencia lo que algunos arquitectos llaman la «feudalización» de las ciudades por algunas autoridades, porque afecta «el derecho de la ciudad de hacer vida en común y recreativa en los parques públicos» (Hernández, 2009, p. 32). Las principales manifestaciones se concretan en parques restringidos en términos de acceso (enrejados) o en sus funciones (solo ornamentales); otros en los cuales se cobra la entrada; en lugares públicos en consorcio con el sector privado, etc. (Ledgard y Solano, 2011).
• En la comarca, la privatización nace del usuario mismo, como resultado combinado de su mayor sentido de individualismo, el temor a la inseguridad y el deseo de distinguirse socioeconómicamente. Estos factores llevan a la subsecuente búsqueda de sistemas formales e informales residenciales y comerciales que controlen el acceso, lo que disminuye los espacios por los cuales puede transitar el resto de la ciudadanía, sean vías o parques (Giglia, 2008; Low, 2008). La comunidad local se apropia del espacio público –normalmente parques y calles– excluyendo a los distintos. Impone sobre la ciudad un tramado fragmentado y desarticulado, a la vez que genera un sentimiento de exclusión (Vega Centeno, 2006). El dominio de lo público pasa del encargo estatal a la organización o asociación de vecinos, que determina el uso en desmedro del derecho al libre tránsito. Esto es menos evidente en las comunidades cerradas verticales, situación cada vez más común en la ciudad, o en las pocas comunidades cerradas horizontales formales (como El Haras, en el distrito de La Molina). Pero sí se manifiesta con creciente presencia en las miles de calles públicas enrejadas por sus vecinos, casi todas sin la autorización respectiva de sus municipalidades. Como se señaló anteriormente, es una forma de privatización informal, es decir, ilegal. Sin embargo, al ser tolerada por las autoridades, se transforma en un cotidiano y flagrante cuestionamiento y disminución de la ciudadanía en la urbe.
• En la feria, el sector privado genera espacios cuasipúblicos cerrados y autocontenidos que crean la ilusión de ser una alameda – que es el significado de mall en inglés– festiva, con la intención básica de retener al usuario e incentivarlo a consumir más. Más allá de apelar al anhelo consumista que caracteriza a la sociedad posmoderna (Bauman, 2004), esta exitosa estrategia también se fundamenta, primero, en que concentra al comercio en una ciudad extensa y descentralizada, y, segundo, en el creciente temor y la inseguridad. En la encuesta, por ejemplo, el 83,5 % de las limeñas y los limeños respondieron estar totalmente de acuerdo (15,5 %) y de acuerdo (68,0 %) con la oración «Prefiero pasear en un centro comercial que en las calles». Otros estudios muestran que ellos se sienten menos inseguros en el centro comercial que en sus propias casas (Díaz-Albertini, 2012). De ahí que algunos analistas definan a los centros comerciales como espacios «cuasipúblicos» (Borja, 2000; Francis, 1991; Akkar, 2005, 2007), principalmente por el libre acceso y porque no obliga a consumir –aunque sí lo alienta– como requisito para beneficiarse de su infraestructura. La apropiación de los centros comerciales por diversos grupos sociales, no obstante, va cuestionando y replanteando los fines mismos de estos espacios. Un ejemplo en este sentido –que se desarrollará en este libro– es el uso que los adolescentes y jóvenes le dan al mall, especialmente a las áreas recreativas y de comida (Pérez, Salcedo, y Cáceres, 2012). Inclusive, los grupos focales con jóvenes señalaron que en los centros comerciales gozaban de mayor libertad que en los parques de los distritos residenciales, ya que en estos últimos era común que los serenos los interrogaran o intervinieran porque los vecinos llamaban a denunciar que había jóvenes «sospechosos» haciendo bulla.
Es evidente que hay otras formas de privatización que resultan de la acción empresarial en la ciudad global, algunas de las cuales ya se han mencionado. En términos residenciales, aumenta la oferta de condominios cerrados, sean verticales u horizontales. En términos corporativos, se incrementan las edge cities en los suburbios. En los centros de las ciudades, la empresa privada también crea espacios abiertos (plazas, paseos, galerías, jardines), y «hoy en día la oferta de dichos espacios por el sector privado representa un cambio fundamental en la creación y el consumo del espacio público en el centro de la ciudad» (Loukaitou-Sideris y Banerjee, 1998, pp. 86-87)7.
En sus diferentes manifestaciones, la apropiación privada de los espacios públicos de la ciudad de Lima es una muestra de lo que Gonzalo Portocarrero denomina la «falta de ciudadanía». Y explica que esto es así porque «una sociedad es ciudadana si está compuesta de gente que prefiere poner la ley por encima de sus conveniencias particulares» (Portocarrero, 2015). Al quedar relegadas las leyes, quien tiene mayor fuerza impone sus condiciones sobre el resto de los ciudadanos, lo que genera una ciudad fragmentada.
El camino por recorrer
En el capítulo 1, se examina brevemente el concepto de espacio público, especialmente sus principales características y las tendencias actuales en las ciudades globales. Una vez establecida la definición, se analizan algunas de las principales amenazas que enfrenta. En primer lugar, el incremento de la delincuencia y la creciente sensación de inseguridad ciudadana. En segundo lugar, el dominio del parque automotor sobre las vías y veredas, lo cual aumenta los riesgos sobre los peatones y ciclistas, e inhibe una mayor presencia de ellos en las calles y veredas de la ciudad. En tercer lugar, la hegemonía del paradigma liberal y su cuestionamiento de lo público como mecanismo eficiente de gestión de la ciudad, que se traduce en asumir que las fuerzas del mercado son las más apropiadas para asignar los usos de los espacios urbanos. Para finalizar, indago sobre la relación entre el territorio y la identidad social en el pasado y el presente. Intento, principalmente, discutir sobre el efecto de la globalización en nuestra relación con el territorio.
Sobre la base de estas observaciones y los datos recolectados –siguiendo la metodología que detallo al final del libro–, construyo la imagen de una ciudad que se privatiza, pero bajo la condición de la sub-institucionalidad8. Con ello, me refiero a una situación en la cual las normas formales y las instituciones encargadas de formularlas y hacerlas cumplir tienen baja legitimidad. Ello conduce a la relativización de las reglas y a comportamientos particularistas, que reducen la efectividad de los marcos normativos. En términos referenciales e ilustrativos, en los tres capítulos que siguen describo y analizo las tres principales formas de privatización bajo el signo de la informalidad, cada una en un capítulo separado.
Con el feudo, en el capítulo 2, me refiero al patrimonialismo –la apropiación privada de lo público– que ejercen algunos alcaldes sobre el espacio público, muchas veces en complicidad con grupos de vecinos o empresas. En términos espaciales, incluye la reestructuración inconsulta de parques y plazas, la restricción de usos y acceso, el cobro de admisión, la rebaja de la condición ciudadana por la de usuario, por inversiones de dudosa necesidad y estética, entre otros. La autoridad municipal «feudal» saca provecho de las reglas de juego de un sistema político de baja legitimidad, en el