En Lima, somos parte de un proceso preocupante que está ocurriendo en las llamadas ciudades posmodernas: una constante disminución en la disponibilidad y en el uso del espacio público2. La creciente privatización o privatismo en las ciudades globalizadas es un tema común y recurrente en los estudios urbanos contemporáneos (Gottdiener, Hutchison y Ryan, 2015). A partir de los años ochenta, los designios de las grandes ciudades han pasado a ser crecientemente influenciados o determinados por decisiones e intereses particulares, entre los cuales tienen especial peso las empresas inmobiliarias y de construcción. Esta actuación se concreta claramente en el tratamiento del espacio urbano, cuyo nivel de privatización varía de sociedad en sociedad; se observan, por ejemplo, notables diferencias entre los países desarrollados, donde la privatización es más común en las ciudades estadounidenses que en las ciudades europeas, especialmente las escandinavas (Logan y Molotch, 2007).
Aunque no hay acuerdos inequívocos sobre lo que implica la privatización, es posible definirla como un conjunto de procesos y acciones que privilegia la iniciativa privada o particular como principal determinante de las políticas y decisiones urbanas. El desarrollo de la ciudad resulta, entonces, del agregado de iniciativas particulares que, normalmente, tienen al mercado como mecanismo esencial para la toma de decisiones. Otras esferas de toma de decisiones –como las gubernamentales, comunales o personales– pasan a un segundo lugar o son consideradas subyacentes a los intereses particulares. Según Logan y Molotch (2007), en el nuevo urbanismo se favorece el valor de cambio sobre el valor de uso, a pesar de que este último resulta esencial para entender las disposiciones de la mayoría de los habitantes de una urbe, especialmente en la creación de lugares. El concepto de «lugar» es utilizado por las ciencias sociales para definir un espacio que ha sido dotado de significados personales, y normalmente se expresa en el grado de apego, place attachment en inglés (Smaldone, Harris y Sanyal, 2008). Es evidente que este apego no puede reducirse a un valor monetario (precio), sino que va ligado a opciones de vida y de interacción social.
Como se señaló anteriormente, una de las manifestaciones más preocupantes de la privatización es la disminución del espacio público, sea este medido en términos de área o en el deterioro que sufre en al menos una de las tres funciones que debería cumplir: su libre acceso, transparencia y multifuncionalidad. Como bien indica Borja (2003), la crisis de la ciudad posmoderna se expresa con más fuerza en lo compartido:
En los espacios públicos se expresa la diversidad, se produce el intercambio y se aprende la tolerancia. La calidad, la multiplicación y la accesibilidad de los espacios públicos definirán en gran medida la ciudadanía. Su polivalencia, su centralidad, su calidad generan ciertamente usos diversos que entran en conflicto (de tiempo y espacios, de respeto o no del mobiliario público, de pautas culturales distintas, etc.), pero también pueden ser una escuela de civismo. (p. 210)
Al constituirse en las principales áreas de encuentro y desencuentro de múltiples usuarios con diversos intereses, expectativas y demandas, los espacios públicos son los lugares de contestación por excelencia; siempre están signados por la disputa y la negociación: en sociedades democráticas, refieren directamente a la calidad de la ciudadanía y de las instituciones.
La ciudad de Lima no ha sido ajena a la privatización, especialmente a partir de la apertura económica que comenzó en la década de los noventa y su aceleración en el nuevo milenio, producto del crecimiento sostenido de los últimos trece años (Vega Centeno, 2006; Ledgard y Solano, 2011; Ludeña, 2011; Gonzales de Olarte, Solar y Del Pozo, 2011). La gran diferencia con otras ciudades globales –como se verá en detalle más adelante– es que la tendencia a privatizar, y la subsecuente reducción de espacios públicos, se ve exacerbada por dificultades en el cumplimiento de las normas. La falta de respeto al espacio público –como lugar de todos y territorio en el cual se ejerce el derecho constitucional a la libertad de tránsito– es una expresión socioespacial de lo que en los últimos años ha sido identificado como «anormalidad normativa» (Durand, 2013), «cultura de transgresión» (Portocarrero, 2004), «desapego a la ley» (Vargas Llosa, 2012) o «poca legitimidad y efectividad de la norma» (Díaz-Albertini, 2010). Todos estos conceptos apuntan hacia la anomia, clásico concepto sociológico que describe «un estado de desorientación y desesperación provocado por los procesos de cambio del mundo contemporáneo que hacen que las normas sociales pierdan influencia sobre el comportamiento individual» (Giddens, 2002, p. 854). Si a ello se añade la debilidad del Estado, medida por su poca interrelación con los ciudadanos; su tolerancia hacia lo informal o delictivo; su poca capacidad de sanción; y los altos niveles de corrupción de sus funcionarios y autoridades; se llega hasta apropiaciones ilícitas de espacios sin que haya intentos serios y sostenidos de hacer cumplir la ley.
Se produce así una particularidad poco común en ciudades globales desarrolladas y que es uno de los temas centrales de este libro: la apropiación ilegal de las veredas, las calles y los parques de la ciudad por acción de los residentes, sin resguardo de las normas y con la complicidad o tolerancia de las autoridades. Por ejemplo, en países desarrollados ha aumentado la creación y oferta de «comunidades enrejadas» (gated communities), pero ello ocurre bajo el amparo de una normativa que las regula y controla, comúnmente sancionada por la zonificación y que toma la forma de propiedad en común (como los condominios)3. En cambio, son pocas las comunidades cerradas formales –es decir, legales– que existen en Lima, en particular si se tiene en cuenta los condominios de tipo horizontal compuestos de viviendas unifamiliares (Plöger, 2007). Abundan, por el contrario, las vías públicas obstruidas por rejas, tranqueras u otros impedimentos que buscan controlar el acceso y uso del espacio público, y discriminar el acceso de las personas ajenas a la urbanización. La gran mayoría de estas acciones se realizan al margen de la ley y de las regulaciones establecidas al respecto4. Como resultado, se nota un retraimiento de la población hacia los ámbitos privados o cuasipúblicos, a la preponderancia de las tecnologías de la virtualidad en la comunicación y recreación de los pobladores, y a la pérdida de las comunidades de dimensiones físicas. Al reducirse los espacios de encuentro entre los dispares y disímiles, tiende a aumentar la segregación y a exacerbar la desigualdad.
Sin embargo, en contraposición a la privatización y como fenómeno en paralelo, se está incrementando el interés por el espacio público. Esto se debe a varios factores que Akkar (2005, 2007) sintetiza como los siguientes:
• Una creciente nostalgia por el espacio público tradicional, que incluye la crítica al urbanismo modernista y la necesidad de recuperar los lugares de encuentro y diálogo en la ciudad. En muchos casos, este clamor no es más que una idealización del papel que cumplía el espacio público en el pasado. Asimismo, hay un sentimiento de que la democracia de base se está perdiendo, que existe la necesidad de recuperar el control de nuestra cotidianidad y que los mejores lugares para expresar esto son las veredas, calles y parques que transitamos. Aunque a veces este afán se traduce en propuestas que segregan, ya que buscan recuperar la ciudad y hacerla «habitable» para una élite.
• Más interés en actividades callejeras. Francis (1991) fue uno de los primeros en observar la preocupación de los sectores de mayores ingresos por recuperar la calle como espacio público, muchos de los cuales regresaban a la ciudad después del fallido éxodo hacia los suburbios. De ahí que surgieran movimientos para asegurar y crear: (a) calles peatonales como elementos revitalizadores de los centros históricos, especialmente