• La función de gobernar a las poblaciones humanas lleva al desarrollo de límites territoriales que expresan y producen un sentimiento de destino común o compartido, y organizan así las percepciones que se tienen del territorio. En Lima, es indudable que existe poca diferenciación entre las zonas residenciales colindantes de San Isidro y Magdalena, pero el hecho de ser distritos distintos sí tiene un efecto sobre la delimitación del territorio y el sentido de pertenencia, que el propio gobierno municipal promueve, especialmente cuando existen conflictos de demarcación.
Las identidades territoriales más perdurables son aquellas que son congruentes, es decir, aquellas en las que en un mismo espacio confluyen estos tres principios (Gubert, 2005). Esto era más común en las sociedades nómadas o agrícolas, en las cuales los tres principios se relacionaban sustancialmente en una sola unidad territorial. En un mismo espacio vivía un grupo humano que compartía reglas, actividades económicas y sociales, por lo que la interdependencia territorial era la forma básica de subsistencia (caza, pesca, recolección, agricultura) y también lo que fundamentaba su destino compartido.
Esto cambia radicalmente en la modernidad y posmodernidad, debido a los siguientes factores: (a) la división de trabajo que diluye la interdependencia territorial; (b) la necesidad de acumular grandes sumas de capital para la producción, lo cual tiende a concentrarla en ciertos espacios en desmedro de otros; (c) el desarrollo de las tecnologías de transporte y comunicación, que amplía y extiende las redes de producción y comercialización, separando al productor del distribuidor y el consumidor, entre otros. El territorio se vuelve así más complejo, heterogéneo y extenso. Los límites y las fronteras se diluyen y flexibilizan, debilitando la congruencia que existía en las sociedades premodernas. Nuestra relación con el espacio y el territorio ha evolucionado en un proceso histórico que nos ha llevado a diversas formas de percibir, interpretar y vivir espacialmente.
El espacio-tiempo de la premodernidad era el de la familia y la comunidad, se definía como tal y dominaba a las personas, cuya misma individualidad era negada o minimizada. El espacio se concebía como limitado y predominaba en cuanto estrategia esencial y básica de subsistencia, primero en el territorio necesario para la caza, pesca y recolección, y luego como área de cultivo o pastoreo. El espacio era el de siempre y para siempre, por eso debía conquistarse y controlarse, porque era casi sinónimo de la misma vida y la comunidad. En el Perú, aún perdura esta idea en muchas de las nociones de comunidad: sea la nativa, la campesina o en el asentamiento humano13. En la ciudad, se define en la vivienda que se construye para siempre en el trozo de la ciudad que alguien ha reclamado para sí y las futuras generaciones.
El espacio-tiempo de la modernidad es el del ciudadano: el reino del libre tránsito y la migración. El espacio que se divide en lo público y lo privado. El primero es el ámbito de las instituciones estatales; el segundo, el de la persona natural y jurídica. Es el espacio que celebra la era del individuo y el espacio individual, del derecho al anonimato, pero protegido y refrendado por el Estado. Ya no son la familia ni la comunidad, sino otras instituciones las que entran a operar en la definición y protección del territorio. La concentración en la ciudad lleva a buscar el espacio compartido. En la ciudad de Lima, lo público alcanzó su mayor gloria cuando era una ciudad centralizada y en el centro estaba todo: eje comercial, centro financiero, concentración de funciones burocrático-estatales, además de contar con la presencia de la universidad, biblioteca, librería, bohemia e intelectualidad. En sus calles se realizaban las procesiones, los mítines políticos y la protesta callejera. Fue la era más brillante y bulliciosa del espacio público, del encuentro de los dispares de la alteridad. Una ciudad sumamente segregada, pero con espacios de encuentro.
El espacio-tiempo de la posmodernidad va perdiendo todo sentido en un plano cartesiano, porque es un espacio de flujos (Castells, 2001). Lo importante son los nodos que concentran y distribuyen la información y cómo se ubican las ciudades, grupos y personas con respecto a ellos. Según Bauman (1999, 2003), el espacio ha dejado de ser importante para quienes pueden participar activamente en la sociedad posmoderna y globalizada. La tecnología de comunicación y transporte, la inmediatez, las relaciones y los intercambios se liberan, lo que permite superar la tiranía del sitio, ya sea por lo virtual o por la rapidez del desplazamiento físico. El espacio responde ahora al individuo, no como ciudadano abstracto de la modernidad, sino como persona con múltiples identidades, enormes pretensiones de consumo y poca capacidad de comprometerse seriamente con su ciudad o sus territorios. Todo esto implicaría la disminución y, quizás, la muerte del espacio público.
Entonces, ¿qué implican la modernidad y la posmodernidad en términos de la pertenencia e identidad territorial? De acuerdo con el sociólogo funcionalista Talcott Parsons (1970), en el proceso de tránsito hacia la modernidad, las motivaciones y orientaciones de los actores sociales evolucionan siguiendo uno de los polos de lo que denominaba variables-pauta típicas de toda sociedad. Una de ellas tiene que ver con qué criterios utiliza el actor para evaluar contextos (sujetos/objetos) y oscila entre el polo de las orientaciones «particularistas» de las sociedades tradicionales y el polo de las orientaciones «universalistas» de las modernas. Lo particular se refiere a lo fuertemente ligado a motivos personales, mientras que lo universal apunta a que el actor recurre a un marco general aceptado y legitimado por el colectivo social. En términos territoriales, esto se traduce en un tránsito de orientaciones «localistas» hacia orientaciones «cosmopolitas». Es decir, en las sociedades modernas, el actor social deja de orientarse o sentirse parte de localidades próximas y pasa a identificarse con territorios de mayor extensión o nivel de cobertura, se va convirtiendo en un «ciudadano de la nación o el mundo». En términos actuales, se podría decir que Parsons aludía a que las personas se hacían más globales y menos locales.
Diversas investigaciones, sin embargo, cuestionan la validez de este tránsito. Los estudios tienden a mostrar que las personas con una orientación territorial más cosmopolita, normalmente, son individuos con dificultades de integración social. Su desapego por lo local no es producto del cambio en las percepciones territoriales, sino más bien de cierta incapacidad de relacionarse e integrarse a los demás. Por el contrario, en la mayoría de las investigaciones realizadas, en las cuales los actores sociales jerarquizan la importancia relativa de los diversos territorios a los que pertenecen, la tendencia es a asignar más importancia a lo local, en comparación con lo nacional o supranacional (Gubert, 2005; Castells, 2003). Las explicaciones tras estas respuestas y manifestaciones serán examinadas más adelante, pero una de las principales razones se encuentra en los procesos que llevan a diferenciar un sitio de lo que es un lugar.
El concepto de lugar es utilizado por las ciencias sociales para definir un espacio que ha sido dotado de significados personales y, por lo general, se expresa en el grado de «apego al lugar» –place attachment, en inglés– (Smaldone et al., 2008). El apego, según Smaldone et al., se expresa vía dos aspectos principales: (a) la dependencia, que se mide de acuerdo con la percepción del actor de cuán fuerte es su asociación con un lugar (por ejemplo, cómo responde a sus diversas necesidades), fortaleza que puede compararse con respecto a otros lugares; y (b) la identidad, que se refiere a los aspectos emocionales del apego a un lugar e incluye cogniciones sobre el mundo físico, memorias, ideas, valores, actitudes, significados, entre otros. La dependencia tiende a reflejar más los aspectos funcionales del lugar, mientras que la identidad se acerca a lo afectivo y emotivo. Ambos aspectos se ven fortalecidos con la variable del tiempo, sea el vivido o relacionado con un lugar en particular. El marco temporal es uno de los aspectos fundamentales detrás del apego.
Antes se mencionó que la modernidad y la posmodernidad no han afectado mayormente nuestra inclinación hacia lo local cuando se trata del sentido de pertenencia. Sin embargo, sí han afectado la intensidad del apego. Estudios muestran que seguimos prefiriendo lo local sobre lo cosmopolita, pero ahora nos identificamos con muchos más lugares. Es decir, se ha extendido el abanico de lugares debido a la mayor movilidad de la población y, por ende, ha disminuido la intensidad del apego, porque ahora se encuentra distribuido en más opciones (Smaldone et al., 2008; Gubert, 2005). Gustafson (2009), por ejemplo,