¿De qué manera se une un hombre con la divinidad y por medio de cuál parte, y cómo se hallará esta misma partecita cuando hubiere llegado a esta unión?
13. No puede darse cosa más infeliz que un hombre que, girando de acá para allá y corriéndolo todo, averiguando «hasta lo que está bajo tierra», como dijo el otro e indagando por conjeturas los pensamientos y secretos de su prójimo, no acaba de entender que le basta el saber conversar con sola aquella mente que dentro de sí tiene, haciendo con ella los oficios que le son debidos. Y esos oficios consisten en conservarla libre de pasiones, de temeridad, de humor en aquellas cosas que, de mal parte de los dioses y de los hombres, acontecieron. Porque las cosas de los dioses son dignas de toda veneración, por ser obras virtuosas, y las de los hombres, siendo éstos nuestros prójimos, deben sernos gratas y bien aceptadas, si bien alguna vez las mismas, en cierto modo, nos deben ser objeto de compasión, atendida la ignorancia del bien y del mal, de la cual proceden, siendo así que no es menor defecto este género de ceguedad en el ánimo que aquella que nos priva de poder discernir lo blanco de lo negro.
14. Por más que tú hubieses de vivir tres mil años, y, si quieres, aun treinta mil, con todo, haz por acordarte que ninguno pierde otra vida, al morir, que ésta con que vive, ni vive con otra que con ésta que pierde. Así que, lo más largo y lo más breve de la vida, viene, al cabo, a reducirse a lo mismo, porque para todos es igual aquel momento presente en que se vive; será pues, igual a todos lo que se pierde de vida, y de este modo, lo que se pierde, viene a ser un indivisible. Porque ninguno puede perder, ni aquel tiempo, que ya se le pasó, ni tampoco el que aún está por venir, porque ¿cómo se puede quitar a uno lo que uno no tiene?
Conviene, pues, tener siempre en la mente estas dos máximas: la una es que, puesto que todas las cosas, desde una eternidad, se presentaron con el mismo semblante y siguieron el mismo giro, el contemplarlas, ciento, doscientos años o un tiempo ilimitado, en realidad, no se diferencia en nada. La otra es que el que hubiere de vivir una vida muy larga y el que hubiere de morir muy pronto, igual momento de vida pierden, porque únicamente podían ser privados del tiempo presente que sólo gozaban, visto que nadie pierde lo que no posee.
15. Que todo sea opinión, lo declara Mónimo el cínico en sus escritos, cuya utilidad claramente verá aquel que supiese valerse, sin pasar más allá de lo que permite la verdad, de lo agradable que hay en ellos.
16. El alma del hombre se infama a sí misma, con particularidad cuando viene a hacerse, por lo que a sí toca, como un divieso o como un tumor extraordinario del mundo. El no conformarse con alguno de los acontecimientos que ocurren viene a ser cierto absceso de la naturaleza universal en que todas las demás cosas, cada una por su parte, ocupan su lugar respectivo.
¿Y acaso no sucede esto mismo siempre que se muestra adversa o hace oposición a alguno de los otros hombres, con el fin de hacerle mal, como suelen practicarlos las almas que se hallan poseídas de ira? Lo tercero, a sí misma se deshonra el alma racional cuando cede y se da por vencida del deleite o de la pena. Lo cuarto, cuando a manera de hipócrita hace o dice algo fingida y falsamente. Lo quinto, cuando no proponiéndose blanco alguno en sus acciones ni en sus apetiefectos de la naturaleza. Y no sólo tos, obra temerariamente y sin saber lo que se pretende, siendo así que aun las más mínimas acciones deben hacerse con el debido orden y respeto a su fin, el cual fin, en las racionales, no es otro que el obedecer a la razón y sujetarse al derecho de la naturaleza, que es la más noble y más antigua ciudad y gobierno.
17. El tiempo de la vida del hombre no es más que un punto, su sustancia es variable, sus sentidos torpes y oscurecidos, toda la constitución del cuerpo se inclina fácilmente a la corrupción; el alma inconstante y en continua agitación, la fortuna incierta y difícil de atinar, la fama muy dudosa e indefinible. Para decirlo en breve, todas las cosas propias del cuerpo son a manera de un río, que siempre corre; las del alma vienen a ser un sueño y un poco de humo; la vida, una guerra perpetua y la corta detención de un peregrino; la fama de la posteridad, un olvido.
¿Qué cosa, pues, hay que nos pueda llevar a salvamento? Una sola, y ésta es la filosofía. Aquella filosofía que se empeña en conservar sin ignominia ni lesión el espíritu o mente interior, en mantenerlo superior al deleite y al dolor, lejos de obrar sin reflexión, lejos de toda falsedad y ficción, contento consigo mismo y sin necesitar de que otro haga o no haga la tal o tal cosa, conforme con todo lo que viniere, y satisfecho además de esto con la parte que le tocare en los varios sucesos, ya que todos vienen de la misma mano de donde él salió. Y, sobre todo, capaz de ver venir la muerte con un ánimo plácido y sosegado, persuadiéndose que ella no es otra cosa que la separación de aquellas partes de que todo viviente animado se compone. Y en efecto, si a los mismos elementos no les viene mal alguno de que los unos de continuo se muden y conviertan en otros, ¿por qué temerá uno la mutación y disolución de todas las otras cosas? ¿No es ella conforme a la naturaleza? ¿Puede acaso ser mala una cosa conforme a la naturaleza?
En Carnuntum.
Libro III
1. No debemos tener sólo en cuenta que acortándose de día en día el tiempo de la vida, la parte que queda por instantes se va haciendo menor, sino que mucho más debemos reflexionar que si más tiempo viviéremos, no tendríamos certeza de si una igual disposición de mente en que nos hallamos acompañará en adelante pronta para la inteligencia de las cosas ocurrentes y para aquella meditación que de suyo conduce al verdadero conocimiento de las cosas divinas y humanas. Por si una vez la razón empezare a flaquear, por más que no le falte a uno ni la transpiración ni la nutrición ni la fuerza de imaginar y de apetecer ni de otras facultades semejantes, con todo, se le apagará el vigor para poder usar de sí mismo, para cumplir a la perfección con su deber, para ordenar y arreglar bien sus pensamientos y para resolver con madurez si es ya tiempo de salir de la vida, y, finalmente, para ejecutar todas aquellas cosas que piden una razón ejercitada y vigorosa.
Conviene, pues, darse prisa, no sólo porque por momentos se va uno acercando más a la muerte, sino porque de antemano le va desamparando también el conocimiento y reflexión de los hechos.
2. Ni deja de ser cosa digna de consideración que todo aquello que es como sobrepuesto a alguna obra «principal» de las que hace la naturaleza lleva un no sé qué de gracia y atractivo particular. Lo mismo vemos que sucede al pan que en el horno se abre, y no obstante eso, aunque aquellas hendiduras son de algún modo fuera de la intención del panadero, con todo, le dan hermosura y excitan muy particularmente la gana de comerlo. Asimismo los higos, cuando están muy sazonados, suelen abrirse, y en las aceitunas reventadas de maduras, el mismo distar poco de la corrupción añade al fruto una estima y aprecio singular. Y si uno se pusiese a considerar hallaría que el inclinarse hacia abajo las espigas, que la melena del león, que la espuma en la boca del jabalí, y, por abreviar, otras mil cosas más, aunque ninguna hermosura ofrezcan a la vista, no obstante, por ser añadiduras que de suyo van con las demás obras de la naturaleza, a un mismo tiempo las hermosean y causan admiración. De modo que si uno tuviese un ánimo atento y fíjase altamente la consideración en las cosas que se hacen en el mundo, aun en éstas, como consecuencias y adiciones naturales, nada se le presentaría que no le pareciese en cierta manera más agradable, y así también aquella abertura de boca, vista en las fieras, a quienes es natural, no le deleitaría menos de lo que suele deleitar cuando los pintores y estatuarios la remedan, y esto mismo podría, con ojos castos mirar igualmente la amable belleza de los niños que aquella madurez y gracia ya pasada que muestran en su semblante las personas de mucha edad. Y por último, otras muchas