Tú y yo somos obras de arte, poemas únicos del amor y la gracia divinos. Imagina a Dios como una abuela, que teje un suéter o borda un aplique. Imagina a Dios como un cocinero, que prepara su mejor pastel. Imagínalo como un luthier, que construye un instrumento musical. Como un escultor, como un pintor, como un matemático que crea un teorema. ¿Puedes verlo sonreír, lleno de felicidad y un amor exuberante por su creación? ¡Claro que sí! Con esa misma sonrisa, con el mismo brillo en sus ojos, Dios te mira hoy y te dice: “Hija, tú eres mi obra maestra, eres mi poema”.
Señor, tú eres el Artista Supremo. Yo soy tu poema, tu obra de arte. Soy la expresión del amor y creatividad de tu corazón. Por eso, soy única, valiosa y bella. Confío en tu capacidad y en tu fidelidad para completar la obra que comenzaste en mi vida. Sé que no te detendrás hasta que refleje tu gloria más plenamente.
19 de enero
Pasaporte
“Pero a los que lo aceptaron y creyeron en él, les dio el derecho de ser hijos de Dios” (Juan 1:12, PDT).
Recuerdo haber leído la historia de una mujer refugiada que escapó del caos de su país con sus tres hijos. Las pertenencias de los cuatro cabían en una pequeña mochila, que ella cargaba en su espalda. Mientras viajaban a pie, a merced de los traficantes, un hombre vino y robó los pasaportes de todos. Si no podían comprobar su identidad, no podrían cruzar la frontera. La madre oró, desesperada. Milagrosamente, pudieron recuperar sus pasaportes y llegar a destino a salvo.
Satanás usa la misma técnica que los traficantes. Él sabe que si puede robarnos la identidad nunca llegaremos a destino. Sin embargo, la Biblia es nuestro pasaporte y declara claramente quiénes somos: somos hijas de Dios (Juan 1:12). Fuimos compradas por un gran precio y le pertenecemos a él (1 Cor. 6:19, 20). Somos miembros del cuerpo de Cristo (12:27). Fuimos escogidas y adoptadas como hijas de Dios (Efe. 1:3-8). Fuimos redimidas y perdonadas de todos nuestros pecados (Col. 1:13, 14). Somos libres de toda condenación y nada puede separarnos del amor de Dios (Rom. 8:31-39). Estamos escondidas con Cristo en Dios (Col. 3:1-4). Dios completará la obra que comenzó en nosotras (Fil. 1:6). Somos nacidas de Dios y el enemigo no puede tocarnos (1 Juan 5:18). Somos una rama de Cristo Jesús, la Vid verdadera, y su amor fluye a través de nosotras (Juan 15:5). Fuimos escogidas para dar buenos frutos (Juan 15:16). Somos el templo de Dios (1 Cor. 3:16). ¡Esta es nuestra verdadera identidad! Esto es lo que Dios dice cuando habla acerca de nosotras. Si aceptamos cualquier otro discurso, estamos adoptando una identidad falsa.
Los pasaportes de todos los países tienen un párrafo en las primeras páginas en el que se pide, en nombre del gobierno de la nación, que se permita al portador pasar libremente y que se le brinde toda la asistencia y protección necesarias. Mi pasaporte inglés pide esto en nombre de Su Majestad, la reina Isabel II del Reino Unido. Cuando aceptamos la identidad que Dios nos da, tal y como la describe nuestro pasaporte, recibimos acceso, asistencia y protección, en nombre del Rey de reyes y Señor de señores. ¡No permitas que nadie te robe tu identidad!
Señor, hoy recibo mi identidad. Acepto ser quien tú dices que soy como la única verdad. Soy tu hija amada y escogida. Mi vida tiene sentido y propósito. Nada ni nadie puede arrancarme de tu mano.
20 de enero
¡Fuerte!
“Gobernaba en aquel tiempo a Israel una mujer, Débora, profetisa, mujer de Lapidot” (Juec. 4:4).
Cuando piensas en lo que significa ser una mujer cristiana, ¿qué palabras vienen a tu mente? Sabia, cortés, trabajadora, buena hija/esposa/madre, sumisa… ¿Y fuerte? ¿Consideras que para ser una verdadera seguidora de Cristo debes ser fuerte? En su artículo “Lisa Bevere on Why the Church Must Stop Undermining the Strength of Women”, la escritora estadounidense comenta: “Por alguna razón, pareciera que, en la comunidad cristiana, a las mujeres se les envía el mensaje de que ser fuertes está mal. La fuerza está mal. Ser fuertes es ser ambiciosas. Ser fuertes es algo que las mujeres cristianas no somos. Somos dulces y calladas”. Esta imagen de feminidad cristiana, sin embargo, no es realmente bíblica.
Tan solo doscientos años después de que Josué guiara al pueblo de Israel a tomar posesión de la Tierra Prometida, los israelitas se olvidaron de Jehová y comenzaron a adorar a los ídolos cananeos. En ese contexto de idolatría y opresión, Dios llamó a una mujer para guiar a su pueblo: Débora. Y Dios le dio una misión doble: como profetisa y como jueza. En A Prophet Among You [Un profeta entre vosotros], T. Housel Jemison comenta: “Débora sirvió en un cargo prominente, ya que hombres y mujeres venían de muchas partes de Israel para consultarle acerca de sus problemas y obtener un juicio. Su reputación no estaba fundada solamente en el hecho de que emitía un buen juicio, sino que era reconocida por todos como profetisa del Señor”. Estoy absolutamente convencida de que Débora no podría haber cumplido con su misión sin fortaleza. Débora se sentaba bajo su palmera a juzgar al pueblo. Cuando los israelitas le traían sus disputas y querellas, ella las resolvía con justicia, sabiduría y gran fortaleza de carácter.
Tendemos a confundir el adjetivo “fuerte” con “agresivo” o “pendenciero”. Sin embargo, una persona musculosa puede usar su fuerza para protegernos o para lastimarnos. El problema no son los músculos, sino el carácter. Como mujeres, Dios nos llama a ser fuertes. Él nos llama a recibir su fortaleza de carácter, para tomar nuestro lugar y hacer nuestra parte. En el trabajo o en la esfera en que te encuentres, Dios te dice: “¡Sé fuerte y muy valiente!” (Jos. 1:9).
Señor, gracias porque tú me das la fortaleza necesaria para hacer mis tareas y cumplir con mi llamado. En ti, aunque me sienta débil, soy fuerte. “Con tu fuerza puedo aplastar a un ejército; con mi Dios puedo escalar cualquier muro” (Sal. 18:29, NTV).
21 de enero
Hija de Dios
“Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios” (Juan 1:12, NVI).
“¿Todavía no te casaste?” Aunque he escuchado esta pregunta cientos de veces, nunca sé muy bien qué responder. “Pero eres demasiado linda como para ser soltera”, dice la gente, con buenas intenciones, pero dejando entrever que creen que solo la gente fea o rara no se casa después de cierta edad. Lamentablemente, la iglesia puede ser un espacio bastante tóxico para las mujeres solteras; un lugar donde se las hace sentir inferiores por no haber podido, o no haber querido, formar una familia. La escritora estadounidense Elyse Fitzpatrick, en Good News for Weary Women [Buenas noticias para las mujeres cansadas], comenta: “Es bíblicamente insostenible y abrumador decirle a una mujer que la única actividad valiosa que puede hacer es dar a luz hijos y servir a un esposo y una familia”. Pero esta idea oprime no solo a las mujeres solteras, sino también a las casadas, “haciendo que el éxito como ama de casa/madre sea la vocación más importante en la vida de una mujer. Y aunque este es un gran llamado, no debería triunfar sobre nuestro primer y más importante llamado: creer en Cristo”.
Tu estado civil no es el barómetro de tu valor como persona. Así tengas un marido y siete hijos fabulosos, o no hayas tenido una sola cita fabulosa en siete años, tu estado civil no te define. Casadas, solteras, viudas o divorciadas, todas pertenecemos a Cristo y solo él