Para simplificar, podemos decir que en la actualidad existen tres categorías de ciudadanos: por una parte, los ciudadanos “comunes”, es decir, la gran mayoría, que se conforma con expresar sus preferencias por medio del voto y sólo obtiene beneficios marginales del financiamiento público de la democracia; por otra parte, los “militantes” o afiliados, que consagran tiempo y dinero (sus cuotas) al partido político de su preferencia, aunque a menudo son los “olvidados” de la generosidad fiscal del Estado, y finalmente, los “mecenas”, generosos donadores o plutócratas, que se benefician plenamente de las reducciones fiscales y cuyas preferencias políticas están subvencionadas en gran medida por los contribuyentes, incluidos los menos privilegiados. El equilibrio de las fuerzas nunca ha sido muy favorable a los “comunes” y quizás en otro tiempo los “militantes” tuvieron la ilusión de jugar en igualdad de condiciones con los “mecenas”, pero, cada vez más, son estos últimos quienes dirigen el baile.
Este sistema no sólo es retrógrado y profundamente inequitativo, sino que además entraña el riesgo de conducir, en las décadas por venir, a un aumento aún mayor de las desigualdades, un rechazo aún más generalizado a los políticos, las instituciones y el juego democrático, y un auge de los populismos, ante el cual podría ser demasiado tarde. En el siglo XXI, ya no son los diplomáticos quienes prevalecen sobre los hombres de acción, sino los hombres de negocios sobre las decisiones de nuestros funcionarios electos. De hecho, en un país como Estados Unidos, las embajadas están a la venta… También los ricos se atreven a todo y precisamente por eso se les reconoce.
EL RECHAZO A LA DEMOCRACIA ELECTORAL
Y SU FINANCIAMIENTO PÚBLICO:
UNA RESPUESTA PELIGROSA A UNA CRISIS REAL
En este libro haré el recuento de los intentos —a veces infructuosos, pero siempre instructivos— de regular las relaciones entre el dinero y la democracia y, sobre todo, intentaré extraer lecciones para el futuro. Parto del principio de que es posible cambiar las cosas, siempre y cuando cada uno se apropie de los términos de ese debate esencial; esto implica entrar en los “detalles” de las legislaciones y las experiencias de distintos países.
No todo pinta mal, sobre todo de este lado del Atlántico, donde aún es fuerte el apego por cierto ideal de democracia e igualdad. Por ejemplo, desde 1990, las donaciones a partidos y campañas, en Francia y Bélgica, están sometidas a una estricta supervisión, lo cual limita efectivamente el poder de los más adinerados. En Italia y España también existen límites, aunque el tope es más alto. Y en otros países donde no se aplican estas reglas, como Alemania y el Reino Unido, se han hecho esfuerzos de transparencia en los últimos años, a fin de reducir el riesgo de que los intereses privados capturen a los políticos. La existencia misma de un sistema de financiamiento público de la democracia —sistema que tardó mucho en instaurarse y que en realidad jamás se ha pensado ni debatido lo suficiente en sus fundamentos filosóficos y políticos, ni en su funcionamiento concreto— es algo excelente, a pesar de todas sus imperfecciones y de las reformas que es necesario aplicarle.
Pero ¿qué observamos? Por una parte, cada vez en más países se cuestionan los topes que limitan los montos autorizados de las donaciones privadas, en nombre de la sacrosanta “libertad de expresión”, convertida aquí en bastión de los conservadores deseosos de mantener sus beneficios financieros a cualquier costo. Por otra parte, cosa aún más inquietante, se ponen en entredicho los sistemas de financiamiento público de la vida política. El sentimiento generalizado —que corresponde a la realidad— del secuestro de la democracia electoral por una minoría conduce, muy a menudo, al rechazo de dicha democracia en todas sus formas. En Estados Unidos, donde quedó bien establecido que los políticos sólo respondían a las preferencias de los más adinerados, los ciudadanos no sólo han dejado de acudir a las urnas, sino que rechazan cada vez más que el dinero de sus impuestos se utilice para financiar elecciones.8 La elección de 2016, que vio la victoria del inquietante Donald Trump, marcó oficialmente el fin del financiamiento público —mecanismo que perduró por más de 40 años— de la democracia nacional estadounidense. El creciente abstencionismo en Francia parece demostrar que seguimos el mismo camino. En cierto modo, presenciamos el fracaso de la representación (figura 1).
FIGURA 1. ¿El fracaso de la representación?: desplome generalizado de la participación electoral en las elecciones legislativas desde 1945 en Francia, Estados Unidos, el Reino Unido e Italia.
En Italia, el Movimento 5 Stelle [Movimiento 5 Estrellas], desde su creación, hizo de la supresión del financiamiento público a los partidos políticos uno de sus principales caballos de batalla. Y ganó terreno con rapidez: la ley que ponía fin al financiamiento directo se aprobó en 2014 y las última formas de financiamiento se suprimieron en 2017. La elección de 2018 en Italia, que concluyó con la aplastante victoria de los partidos populistas de derecha y de izquierda, fue la primera, en 40 años, en desarrollarse sin reembolso de los gastos de campaña. Al mismo tiempo, el gobierno italiano subvenciona cada año las preferencias políticas de los más acomodados, y sólo de los más acomodados.9
Por supuesto, el auge de los populismos no puede reducirse al secuestro de la democracia electoral por el dinero y los intereses privados, pero sí que podemos hacer preguntas. Podemos preguntarnos, por ejemplo, por los 37 millones de euros10 gastados en el Reino Unido durante el referéndum más caro en la historia del país, el del Brexit. Podemos dudar de la buena salud de un sistema democrático —el británico— que casi no permite el financiamiento público de sus partidos políticos, pero que sí permite a un millonario11 gastar más de 460 mil euros12 para publicar, en los principales diarios del país, anuncios que representan bulldogs ingleses con la bandera británica a modo de corbata. Un millonario que, quizás ocupado en pasear a su perro —y defender sus intereses—, se olvidó de declarar sus gastos ante la Comisión Electoral, que le impuso una multa de 14 mil euros.13
A Donald Trump no le gustan los perros, pero aun así el dinero privado tuvo un papel importante en la elección de ese presidente de tendencias populistas y autoritarias, en un país en el que sólo quedan algunas migajas del ambicioso sistema de financiamiento público puesto en marcha a principios de la década de 1970. Es cierto que el candidato republicano gastó menos en su campaña que su competidora demócrata, la cual recibió cuantiosas donaciones de buena parte de las élites estadounidenses (la cobertura televisiva masiva por la cual Trump se benefició “gratis” de sus excesos quizá tuvo algo que ver: ¡Trump no tuvo necesidad de pagar por hacer campaña en televisión!). Sin embargo, en las semanas anteriores a la votación, Trump recibió decenas de millones de dólares en contribuciones, mucho más que Mitt Romney en 2012. Decenas de millones de dólares provenientes de sociedades de capital inversión, casinos y multimillonarios conservadores. Él mismo, consciente de la importancia del dinero, echó mano a su bolsillo en la recta final, para inclinar la balanza en los estados clave.14 ¿No será el dinero, más que los rusos, las fake news o Comey, lo que permita explicar su improbable victoria?
En el caso del populismo francés, fue el dinero y los rusos, pues el Frente Nacional se financió gracias a un préstamo de un banco checoruso. Fue clave este argumento: “Los bancos franceses no prestan.” Es verdad que —aunque no pretendo dar la razón en modo alguno a Marine Le Pen— las dificultades para financiar un partido político con repetidos éxitos electorales demuestran las deficiencias y ponen en duda las modalidades de financiamiento público existentes. François Bayrou —efímero ministro de Justicia de Macron, que renunció tras ser señalado por dar empleos fraudulentos, antes de poder terminar su ley de moralización de la vida política— había propuesto la creación de un “banco de la democracia”, pero su idea no duró más que su puesto.15 Esto deja abierta una pregunta importante: al negarnos a consagrar más dinero público al financiamiento de la democracia política, ¿no les seguimos el juego a los intereses privados?
El