La historia política no puede quedar restringida a las organizaciones de poder que existieron físicamente; también debe ocuparse de los lenguajes e ideas y de las estructuras que se pueden identificar en dichas áreas. Hubo, por ejemplo, grandes cuerpos de terminología y razonamiento interconectados, como los derechos romano y canónico o las obras de Aristóteles y Agustín de Hipona. Fueron algunos de los grandes marcos del pensamiento político de la época –sus «lenguajes», como los ha denominado Antony Black–.55 Pero si nos interesamos por el uso político y social de las ideas, también debemos considerar otros formatos habituales de expresión, como los sermones, los romances, las cartas o los manifiestos. Estos influyeron en la presentación y conexión de las ideas, canalizándolas hacia tipos particulares de audiencia y creando tipos particulares de impacto: una vez Heiko Oberman llamó la atención sobre la cualidad «fraternal» de la religión en el siglo XIV, pero, como veremos, la predicación de los frailes tenía efectos mucho más allá de la propia esfera religiosa; los sermones de los mendicantes ayudaron a moldear la manera en que se explicaba el poder ante los públicos nacientes del periodo y también ante la posteridad, a través de crónicas y otros documentos moralizantes.56 Más allá de todas estas estructuras, aún hay otras: un sinfín de imágenes recicladas, narrativas y topoi que simplificaban y moldeaban la presentación de la realidad, como, por ejemplo, las convencionales fórmulas de las vidas de santos, los supuestos derechos y virtudes (o vicios) de los reyes, el repertorio de malvados consejeros con los que hemos iniciado la introducción, etc. En conjunto, se puede considerar que estas formas y patrones, físicos, mentales y lingüísticos, eran las unidades básicas a través de las que se dirigía la política bajomedieval: ayudan a explicar por qué la política de estos siglos siguió los cursos que siguió y por qué y cómo cambió a lo largo del tiempo.
Las aproximaciones estructurales han conllevado muchas críticas. En primer lugar, no queda claro que los paralelos entre cosas similares –los tribunales de los reyes de Inglaterra y Francia, por ejemplo– puedan ser tratados de manera útil como variaciones de un mismo tema: quizás las diferencias sean más importantes que las similitudes y que no sean solo espaciales, evidentemente, sino también temporales; con estructuras que se disuelven, fusionan y reforman con el paso del tiempo, las continuidades percibidas pueden proceder de distorsiones del observador. O quizás la contingencia sea tan importante a la hora de determinar lo que sucede que cualquier intento de modelar el desarrollo de instituciones similares esté condenado a ser inexacto y demasiado esquemático. Son viejos problemas.57 El argumento de este libro, en cualquier caso, será que podemos ganar más que perder a través de una aproximación estructural a este periodo concreto; algunas de las razones para esta postura se avanzarán más adelante, pero primero parece lógico detenernos en algunas de las objeciones más habituales que se realizan a los relatos estructurales.
Las obras que enfocan la atención en estructuras particulares han generado críticas por ponerlas en el centro y cosificarlas o esencializarlas de manera excesiva –como la propia crítica que hemos expuesto anteriormente respecto a las historias sobre la formación estatal–. El influyente trabajo de Otto Brunner ha experimentado esta objeción, ya que sus críticos dudan de que la «comunidad de la tierra» (land) que identificó en la Austria bajomedieval tuviera una existencia real, y destacan que el «señorío» (herrschaft) que suministró otra de las estructuras principales de su obra era un término que los coetáneos no utilizaban.58 Se han realizado críticas similares al relato de Georges Duby sobre el mallus publicus –el tribunal público cuyas presuntas alteraciones en el siglo XI en el Mâconnais están en el núcleo de su identificación de la mutation féodale–.59 Pero el objetivo del presente libro es tener en consideración muchas estructuras diferentes, o, más bien, proponer que hubo una significativa cantidad de formas comunes a través de Europa que interactuaron de diversas maneras para producir patrones particulares en la política del continente. Las estructuras por las que estaremos interesados, además, serán las que recibieron un reconocimiento coetáneo, una condición que reduce en algo la molestia de concretar, o inventar, lo que realmente no existía. Ni, tampoco, tenemos necesidad de asumir que las estructuras del periodo eran coherentes con un «sistema», como conllevan muchas tradiciones estructuralistas: de hecho, muchos de los testimonios bajomedievales apuntan hacia otra dirección –hacia un mundo en el que, de hecho, hubiera áreas de coherencia estructural, pero también abundantes divergencias e incompatibilidades–. En realidad, las interpretaciones estructurales pueden ayudar a poner en duda las interpretaciones esencialistas de otras clases. Por ejemplo, si reconocemos un reino, o una etnicidad, como una «estructura», más que como una unidad, lo convertimos en algo diferente y quizás más plausible –el objeto o la herramienta de la acción de los individuos, en vez de un sujeto sin complejidades–; podemos descubrir que dichas formas poseen o generan lo que Susan Reynolds denomina «solidaridad afectiva», pero no debemos considerar que su presencia estaba garantizada.60 Igualmente, también podemos evitar en parte el finalismo que frecuentemente hace que los relatos históricos de la motivación política sean poco convincentes: en lugar de especular sobre las creencias sinceras o las posturas cínicas de los políticos, podemos poner más énfasis en la variedad de estructuras a través de las que actuaban. Los hombres de la generación de Villena y Warwick, con quienes hemos empezado este capítulo, han sido condenados como ambiciosos y egoístas porque se levantaron en favor de programas públicos que posteriormente dejaron de apoyar, pero esto equivale a infravalorar y tergiversar en gran medida su dilema. Dichos programas eran lo que la retórica y los marcos políticos del periodo fomentaban; recibieron el apoyo de muchos otros grupos de poder y no solo (puede que incluso ni mayoritariamente) de los magnates que los lideraban; chocaron con otras estructuras, como la corona y todos aquellos poderes, redes e intereses que esta representaba, y normalmente socavaron la seguridad aristocrática, más que incentivarla. No sorprende, pues, que las iniciativas de la década de 1460 tuvieran resultados mixtos: los incognoscibles objetivos de sus supuestos líderes juegan únicamente una parte diminuta en la explicación de aquellos episodios.
Otra faceta de las interpretaciones estructurales que ha provocado críticas es el hecho de que el nivel estructural –normalmente el económico– sea a veces considerado como un nivel fundamental que cambió muy lentamente, o nada, y modeló en sentido amplio y básico las actividades supuestamente más superficiales de la cultura y la política. Esto ha generado la crítica de que tales acercamientos son apriorísticos y no se pueden falsar: preceden a la lectura de la prueba y nadie los puede verificar excepto sus autosatisfechos creadores. Pero no está claro que las estructuras tengan que ser fundamentales para ser reconocibles o para afectar a los comportamientos. Por otra parte, las formas y patrones tratados en este libro serán, hasta donde se pueda, empíricamente demostrables y abiertos al cuestionamiento empírico. También, de manera significativa, serán estructuras políticas, no económicas. Durante la mayor parte del siglo pasado, la historia estructural asumió la primacía de las presiones y marcos socioeconómicos sobre la política, pero, como han llegado a admitir los historiadores influenciados por la Escuela de los Annales –que han sido los principales exponentes de dicha clase de historia, junto a los marxistas–, «la política y las instituciones pueden contribuir por ellas mismas a la comprensión de la propia política y las propias instituciones».61 No se trata, por supuesto, de que la política sea un proceso totalmente independiente, sino del hecho de que necesita aprehender y dar preeminencia a sus propios patrones de causación e interacción, junto a otros. Es interesante que Wolfgang Reinhard haya desarrollado un modelo de causación política en paralelo al modelo de tres niveles de Fernand Braudel. Hay una «base» o «macro-nivel», compuesto por las influencias sociales