Ciertamente nos hemos alejado en algunos aspectos de las grandes narrativas que dieron base en su momento a la última generación de manuales, pero también es cierto que las interpretaciones analíticas de gran escala sobre la política bajomedieval no han alterado aquellos antiguos relatos tanto como se podría esperar. La crisis de la sociedad feudal –sea esencialmente percibida en términos económicos, sociales o militares– ofrece una explicación general atractiva sobre los desórdenes políticos del siglo XIV; el crecimiento de las formas estatales se trata principalmente como un producto de dichos desórdenes y ofrece un motivo para que su resolución a largo plazo desemboque en los sistemas políticos más estables de principios del siglo XVI. Podemos preguntarnos, en cualquier caso, si estas interpretaciones han obtenido tanto sustento de las antiguas historias sobre el declive y la recuperación como han acabado contribuyendo a ellas. A pesar de todo su potencial, descansan sobre presunciones problemáticas y, más allá de lo que puedan ofrecer en el campo más amplio del cambio de lo «medieval» a lo «moderno», la mayoría de ellas ayudan sorprendentemente poco a explicar el curso de los acontecimientos y los desarrollos políticos del propio periodo de los siglos XIV y XV. Como consecuencia de ello, la historia política paneuropea permanece esencialmente sin sentido: una sucesión aleatoria de gobernantes fuertes y débiles, generada por los antojos de la herencia; incesantes juegos de facciones, que ascienden y se derrumban cuando la riqueza y el poder son redistribuidos y las redes se forman o vuelven a formar; una serie de guerras y luchas dirigidas por los instintos codiciosos y agresivos de las dinastías, las compañías mercantiles o las élites urbanas. Espero haber expuesto los suficientes argumentos como para sugerir que es necesario acercarse a los procesos políticos del periodo de una manera diferente –un acercamiento distinto que, de hecho, ya está presente en la mayoría de obras de ámbito nacional o regional–. En cualquier caso, antes de abandonar la historiografía y pasar a exponer las bases de una nueva posible interpretación, me gustaría mencionar un último problema que afecta a la mayor parte de la bibliografía existente. Es uno muy habitual: el alcance restringido de la «Europa» que se describe.
Generalmente, la historia europea medieval se ha interesado ante todo por el área actualmente ocupada por Francia, Alemania e Italia, con Gran Bretaña (o más bien Inglaterra), los Países Bajos y la península Ibérica en un lugar secundario, y cualquier otra zona muy por detrás en cuanto a cobertura e importancia. Las versiones actualizadas de Hay y Waley incluyen capítulos especialmente encargados sobre los reinos al este del Elba (aunque apenas sobre Escandinavia), pero el libro de Holmes está básicamente restringido a las tierras carolingias centrales y el Mediterráneo: siendo un trabajo para el mercado británico, excluye Inglaterra e ignora el resto del archipiélago.53 Evidentemente, han habido serios obstáculos para incorporar la historia de la Europa Septentrional y Oriental a las obras escritas en Occidente: el conocimiento limitado de las lenguas nórdicas y eslavas entre los occidentales; la imposición de la ideología oficial marxista-leninista entre los historiadores del bloque oriental; la dificultad de acceso a los archivos y el relativo subdesarrollo de la historia política medieval en algunas de esas regiones. Muchos de estos obstáculos comenzaron a poder ser superados a partir de las décadas de 1960 y 1970 –cuando se escribió la generación actual de manuales–, y los volúmenes de la NCMH, por ejemplo, contienen tratamientos actualizados en inglés de todas las formaciones políticas de la órbita europea. Los estudios adecuadamente comparativos e integradores han comenzado a darse en ciertas áreas, generalmente en aquellas en las que el encaje con el resto de Europa es casi ineludible –por el comercio y la circulación monetaria, por ejemplo, o por el destino divergente del campesinado entre Oriente y Occidente–, al tiempo que los volúmenes de la European Science Foundation sobre los orígenes del estado moderno también han realizado serios esfuerzos por incorporar a su análisis una Europa más amplia. Pero, aun así, todavía hay muchos retos para cualquier historiador que desee implicarse en un trabajo de este tipo. Naturalmente, la historiografía de la Europa Septentrional y Oriental también está llena de mitos nacionalistas, algunos en paralelo a los de Occidente y otros confrontados, mientras que dichos nacionalismos, al mismo tiempo –y en algunos campos–, también se han visto revitalizados como consecuencia de la historia reciente de aquellos países. Por otra parte, los intentos de los historiadores occidentales por recobrar aquellas historias tradicionalmente subalternas pueden tender a reforzar la división del continente al centrar exclusivamente su atención en la «Europa Centro-Oriental», en los «Balcanes» o en «Escandinavia», ignorando, o simplificando, las interacciones entre estas regiones y las formaciones políticas del oeste y del sur. En relación con todo ello, ciertamente no es fácil para el escritor de un manual identificar paralelos y discernir diferencias de una forma en la que pueda liberarse de las narrativas que discute y en la que, al mismo tiempo, evite la exageración, la subestimación o el desacuerdo, haciendo parecer que su propia explicación sea irrefutable.
3. LAS ESTRUCTURAS
Hemos sugerido en las páginas anteriores que los historiadores deberían prestar más atención a las estructuras y procesos políticos cambiantes de la Europa bajomedieval. Esto, por supuesto, es lo que han intentado las historias recientes sobre la formación estatal, pero no es necesario encuadrar –casi podríamos decir «incrustar»– la historia estructural de la política en la noción de estado.54 Como hemos sugerido, hubo muchas formas, prácticas y procesos políticos aparte de los que alimentaron al estado o de los que son comúnmente asociados con sus operaciones en las mentes de los historiadores. Ni, tampoco, las estructuras de autoridad y de poder, o incluso de gobierno, estaban necesaria o coherentemente coordinadas del modo que un término como el de «estado» puede implicar. Aunque los estados hubieran emergido durante este periodo, como algunos autores desean demostrar, no queda claro que dicho proceso sea un eje útil para abordar la historia política; de hecho, organizar el relato de esa manera podría hacer que explicar el surgimiento de los estados fuera finalmente más difícil, en vez de más fácil. Por el contrario, es más probable que una perspectiva con un final más abierto sobre las estructuras políticas cambiantes del periodo pueda ofrecer no solo una narrativa nueva y plausible, sino también una mejor explicación de los desarrollos del propio periodo.
La palabra «estructura» es una de esas que pesa, y tal vez necesite de alguna explicación previa. La uso para referirme a los marcos, formas y patrones en los que tuvo lugar la política; marcos, formas y patrones que condicionaron dicha política y que tuvieron también cierto papel a la hora de causar, así como de explicar, la acción política –porque proporcionaban herramientas, soluciones, ideas o posibilidades a los políticos–. Entre las más habituales de aquellas estructuras estaban las instituciones políticas y sociales sobre las que la atención histórica ya se ha prodigado: reinos, imperios, iglesias, comunas, principados, ligas, gremios, compañías, estamentos, tribunales, señoríos, dinastías, afinidades, partidos, etc. Dentro de ellas, y en ocasiones trascendiéndolas, había otras estructuras institucionales o subestructuras: redes de tributación, representación, administración y organización militar; jerarquías formales e informales; organismos de comunicación, explotación o regulación. Quizás valga la pena destacar que los acuerdos informales también pueden ser vistos en términos estructurales, incluso institucionales: las relaciones y prácticas de gracia o de servicio, el señorío o la asociación, descansaban igualmente en códigos y expectativas, reflejaban modelos y poseían toda clase de rasgos típicos; podemos destacar los aspectos interpersonales y flexibles de dichas estructuras para diferenciarlas de las rutinas y procedimientos más estandarizados,