No es difícil ver por qué la noción clave de crisis socioeconómica ha alterado tan poco las narrativas convencionales de declive y transición. De hecho, en todo caso, las ha fortalecido, reconociendo la importancia histórica de la elevada mortalidad del periodo y proporcionando el peso historiográfico de la teoría marxista a unos relatos más tradicionales. De esta manera la historia política ha sido incuestionablemente enriquecida por el reconocimiento de sus circunstancias sociales y económicas, pero al mismo tiempo parece que la abrumadora preeminencia de aquel tipo de interpretación en las explicaciones de nuestro periodo –especialmente para el siglo XIV– se base en el atractivo de inserirse en una explicación a gran escala y en la falta de tesis alternativas ofrecidas por los historiadores políticos y constitucionales de mediados del siglo XX. Las hambrunas, la Peste Negra, el descenso demográfico prolongado, la escasez de plata en torno a 1400 y a mediados del siglo XV, las fluctuaciones de la producción urbana y rural y los patrones cambiantes de la explotación económica debieron afectar a la política, y negarlo no es, en absoluto, la intención de este libro, pero de todo lo que hemos expuesto debería quedar claro que los procesos económicos son demasiados complejos y diversos para dar el tipo de explicación general sobre la política bajomedieval que se les ha forzado a ofrecer. Ahora que se reconoce que los factores políticos también ayudan a configurar el comportamiento social y económico, parece aún más importante tener también en consideración el papel que los progresos de la cultura política y gubernamental pudieron haber jugado en el estallido de las crisis políticas de nuestro periodo.
La guerra y el desorden
Una segunda gran aproximación realizada para explicar las condiciones políticas de los siglos XIV y XV se centra en la prominencia de la guerra y el desorden durante el periodo. De nuevo, no es difícil advertir que dicha visión se puede subsumir fácilmente en las visiones tradicionales sobre la decadencia bajomedieval y, en parte, tal vez derive de la clásica descripción de Huizinga sobre «el tenor violento de la vida» en aquella época.27 Como hemos visto, la guerra y sus concomitantes sufrimientos –la tributación, las fluctuaciones monetarias, la destrucción resultante de las campañas y el ingobernable comportamiento de las poblaciones militarizadas– han sido, desde hace tiempo, un componente integral de los relatos franceses de la crise del siglo XIV. Gracias en parte a la amplia influencia de la historiografía francesa, dichos efectos se han generalizado al conjunto del continente. Para Philippe Contamine, por ejemplo, «la guerra impuso su formidable peso sobre una Cristiandad latina que estaba por otra parte desorientada, ansiosa, incluso dividida y rota por profundas rivalidades políticas y sociales, económicamente debilitada, desequilibrada y demográficamente desangrada».28 Para Richard W. Kaeuper, por su parte, «parece que la casi continua, destructiva y altamente costosa guerra ayudó a crear la depresión bajomedieval», de modo que también habría ayudado a generar «la crisis bajomedieval del orden».29 En las décadas de 1280 y 1290, se argumenta, los gobernantes pudieron reunir ejércitos más grandes y mantenerlos durante más tiempo, y esto, a su vez, permitió una guerra de mayor escala. Como consecuencia, los siglos XIV y XV sufrieron una serie de largas guerras, a menudo de una intensidad sin parangón y que afectaron a buena parte del continente. Las luchas eran más sangrientas, ya que los contingentes de infantería no estaban interesados en la sutileza de los rescates, mientras que la costumbre de pagar sueldos significó la creación de una gran masa de mercenarios que en tiempos de paz se mantenía en armas, rapiñando la tierra y estimulando nuevos conflictos al ofrecer sus servicios a los contendientes regionales. Al mismo tiempo, la ubicuidad de la guerra en el periodo alimentó y fomentó la cultura caballeresca que atrajo buena parte de la atención y de los recursos de las clases gobernantes de Europa, frenando o desbaratando el desarrollo burocrático y legal y distrayendo las finanzas en usos improductivos. En este escenario, el orden se deterioró y las parcialidades aumentaron, mientras los gobiernos reales y otros regímenes oscilaban entre los triunfos fugaces de las victorias militares y las divisiones provocadas por las tensiones y las derrotas. Para muchos historiadores, por tanto, las grandes guerras habrían sido una característica nueva y principalmente negativa de la Baja Edad Media, que habría contribuido significativamente a la generalización del caos político.30
Otra vez, sin embargo, esta visión condenatoria del periodo merece un examen más atento. La guerra, sin duda, es siempre espantosa, ¿pero fueron las guerras de los siglos XIV y XV mucho peores que las anteriores? Gran parte de ellas no parecen haber sido tan enormes, frecuentes y destructivas como las del XVI o el XVII, pero la guerra no ha moldeado la interpretación de estos periodos de una manera tan desalentadora. Las estadísticas de Sorokin sobre la frecuencia de las guerras registran 311 para el siglo XV, 732 para el XVI y 5.193 para el XVII: por muy cuestionables que puedan ser sus datos, las diferencias en proporción son espectaculares, especialmente cuando se les suma la multiplicación por diez del número total de soldados en Europa entre 1500 y 1800.31 Si bien los ejércitos de finales del siglo XIII tenían ciertamente un tamaño considerable –Eduardo I llevó unos 30.000 hombres a Escocia en 1298, Felipe III 19.000 a Aragón en 1285, los florentinos tuvieron 16.000 en Montaperti en 1260 y los ejércitos de la batalla de Courtrai/Kortrijk de 1302 fueron probablemente de 10.500 cada uno–, las altamente móviles fuerzas del siglo XIV eran, en general, bastante más pequeñas.32 Eduardo III llevó poco más de 5.000 hombres a Francia en 1338, mientras que el Príncipe Negro tuvo quizás unos 8.500 hombres en Nájera en 1367 y Juan de Gante lideró unos 6.000 en su cabalgada de 1373; las Grandes Compagnies, que aterrorizaron el sur de Francia en la década de 1360, no eran más de 4.500 en su momento álgido, mientras que las compañías mercenarias más grandes de la Italia de mediados del siglo XIV no excedían los 10.000 combatientes.33 Es cierto que la Baja Edad Media experimentó largas e intensas guerras, ¿pero tan diferentes eran a los conflictos de Normandía en torno al año 1100 y la década de 1150 (o los de 1193-1204)?, ¿o tan distintos eran a la secuencia de guerras que se prolongó casi ininterrumpidamente en Italia desde la primera invasión de Barbarroja hasta la década de 1260? Los conflictos de los siglos XI y XII conllevaron normalmente abundantes saqueos, incendios y matanzas, y podemos cuestionar que las destrucciones causadas por las cabalgadas de Eduardo III, o por las guerras husitas, fueran realmente mayores que las de las cruzadas anticátaras de las décadas de 1210 y 1220, las invasiones mongolas de 1240, las guerras ibéricas de 1229 a 1265 o, por otra parte, que las de las guerras italianas de los decenios posteriores a 1494. Por lo que respecta a la brutalidad, Malcolm Vale sugiere que –dejando a un lado las guerras civiles– la más discernible corresponde a la violencia del final de nuestro periodo, es decir, a partir de las últimas décadas del siglo XV, que es, en este sentido, la época en que el tamaño de los ejércitos volvió a aumentar y se renovó la función de la infantería.34
Podemos cuestionar, por tanto, que los siglos XIV y XV fueran testigos de una expansión significativa de la guerra. Una razón por la que el periodo anterior se considera como relativamente pacífico es que muchos de sus conflictos tuvieron lugar fuera de Francia, o se resolvieron en favor de la corona de los Capetos, por lo que han tenido un impacto menos negativo en la historiografía francocéntrica. Por otra parte, también es importante recordar que incluso un conflicto como la Guerra de los Cien Años comportó largos periodos de tregua y que respetó grandes áreas de Francia (por no hablar de Inglaterra, Escocia o España).