Demian / La leyenda del rey indio. Herman Hesse. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Herman Hesse
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789561235496
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el primer remezón de los pilares que sostenían mi infancia y que todo hombre tiene que derribar para crecer y encontrarse a sí mismo. Muy pronto ese sentimiento que recién descubría me atemorizó y me habría arrodillado para implorar perdón. Pero es imposible arrepentirse de lo que es esencial, y esto lo siente un niño con la misma intensidad que un sabio.

      Necesitaba reflexionar y trazar planes para el día siguiente, pero no lo conseguí. El resto del atardecer se me fue tratando de acostumbrarme a la atmósfera transformada de la sala de estar. El reloj mural, el espejo, la mesa de centro, los cuadros en las paredes, la estantería con los libros y la Biblia, me decían adiós. El corazón se me congelaba comprobando cómo mi existencia feliz y mi mundo delicado y puro se desligaban de mí y se convertían en pasado, mientras otras raíces, otras ataduras, me iban sujetando al mundo escabroso y sórdido. Entonces descubrí el sabor de la muerte; un sabor amargo, saturado de recelo a lo desconocido, a una abismante e incontenible renovación.

      Al llegar la hora de acostarme, soportar las oraciones de la noche fue el último tramo de aquel purgatorio. No logré que mi voz se uniera a las otras voces, confiadas y serenas, y en el instante en que mi padre dijo la acción de gracias, y las palabras “danos tu bendición”, sentí que una ráfaga de viento helado me arrastraba fuera, muy lejos. La gracia de Dios estaba con ellos y no conmigo.

      Cansado y aterido me fui a mi dormitorio.

      En mi cama, en el segundo en que la tibieza y el sosiego iban a envolverme, regresé a la desesperación. Mi madre me había dado recién las buenas noches; sus pasos leves se oían todavía, y el resplandor de la vela titilaba aún en la ranura de la puerta entreabierta. Pensé: “Ahora volverá, tiene que haberse dado cuenta de lo que me pasa. Volverá y me hará preguntas, podré llorar, me abrazaré a su cuello, se lo diré todo, se me derretirá el filudo hielo que tengo en la garganta y respiraré de nuevo, y... ¡Dios mío, será la salvación!” No, la tenue luz desapareció, y vino la oscuridad total.

      Y retorné a mi pena agobiante, y encaré al enemigo. Guiñaba un ojo y lanzaba su risa grosera, enchuecando la boca, y se agigantaba, volviéndose inmenso y repugnante. De sus ojos brotaban diabólicos destellos. Permaneció a mi lado hasta que me dormí. Después soñé que estaba en un claro día de vacaciones e íbamos en un bote con mis padres y mis hermanas, bañados por el sol. Desperté a medianoche, con el corazón todavía en calma y las imágenes de los vestidos blancos de las niñas agitados por la brisa, y de golpe rodé por un abismo y me encontré de nuevo con el rostro del enemigo, enfrentando sus ojos perversos.

      Al llegar la mañana, cuando mi madre vino a preguntarme por qué no me había levantado aún, me halló mal aspecto y me preguntó si me sentía enfermo. Entonces vomité.

      Siempre me había gustado estar un poco enfermo y quedarme toda la mañana en cama. Me daban una infusión de manzanilla y escuchaba a mi madre ordenando la habitación del lado, y la voz de Lina hablando con el carnicero en el pasillo. Eran amables esas mañanas sin ir al colegio. El sol entraba en mi cuarto, alegre, jugando sobre las paredes, y era otro sol, diferente de aquel contra el que se corrían las cortinas verdes en la sala de clases.

      Sin embargo, nada de esto tenía hoy el significado de antes, y hasta los sonidos me parecían falsos.

      “¡Ojalá me muriera!”, pensé. Pero no tenía ninguna enfermedad grave. Sufría apenas de un malestar pasajero que me libraba de ir a clases, pero no de Franz Kromer, que me esperaría a las once en el mercado. El cariño y las atenciones de mi madre, lejos de consolarme, me inquietaban. Fingí que dormía y aproveché de reflexionar. No tenía dónde elegir: debía ir a las once al mercado. Me levanté a las diez, asegurando que estaba mejor, y me comprometí a asistir al colegio en la tarde. Había trazado un plan.

      En primer lugar, no podía ir al encuentro de Kromer sin dinero. Por lo tanto era indispensable apropiarme de mi alcancía, que guardaba en la habitación de mi madre. Yo sabía que era poquísimo lo que había allí, pero intuía que era un medio para calmar a Kromer, ya que más valía eso que nada.

      Con una mezcla de tristeza y susto, aunque menos atormentado que el día anterior, me deslicé hasta el escritorio de mi madre y cogí la alcancía. Mi corazón latía con fuerza y las palpitaciones aumentaron cuando descubrí que estaba cerrada. Afortunadamente no me fue tan difícil forzarla, ya que sólo tuve que romper una rejilla de hojalata. Sin embargo, al hacerlo tomé conciencia de cometer un robo, aunque se trataba de mi propio dinero. Sí, con este acto me adentraba más en el mundo de Kromer, y ya era tarde para volver atrás. Con miedo conté las monedas; esas monedas que hacían ruido dentro de la alcancía y que en mi mano resultaban una suma ínfima: ¡sesenta y cinco centavos! Apretando estos centavos, salí a la calle. Me pareció que me llamaban desde arriba, pero en vez de detenerme, apuré el paso.

      Como todavía me quedaba tiempo, me fui dando algunos rodeos por las callejuelas de mi ciudad totalmente transformada, observando las casas diferentes, y las nubes en un cielo nunca visto, tropezando con gente que me miraba con aire de sospecha.

      Franz Kromer se me acercó fingiendo no verme, y cuando estuvo a mi lado hizo un gesto ordenándome que lo siguiera. Cruzó el puente y caminamos hasta un edificio a medio construir. Nadie trabajaba en él y sus muros se alzaban sin puertas ni ventanas. Kromer observó en torno de sí y atravesó por el hueco de una puerta.

      –¿Trajiste eso? –preguntó.

      Yo saqué las monedas de mi bolsillo y las dejé caer en su mano.

      –¿Qué es esto? ¡Son sesenta y cinco centavos!

      –Es todo lo que tengo –dije.

      –Te creía más inteligente –replicó con un tono casi compasivo–. Entre hombres las cosas deben ser más serias y hay que respetar los tratos. El otro, tú sabes quién, me dará lo que ha ofrecido.

      –¡Es que yo no tengo más! ¡Son mis ahorros!

      –Eso es cosa tuya. Pero no me interesa hacerte daño. Me debes un marco y treinta y cinco centavos. ¿Cuándo recibiré esa cantidad?

      –¡No sé exactamente cuándo! ¡Quizás mañana..., o pasado! ¡No puedo pedirle a mi padre!

      –¿Y a mí qué me importa? Yo podría tener el dinero ahora, y tú sabes que soy pobre. Pero tendré paciencia. Te esperaré hasta pasado mañana. En la tarde pasaré por tu casa y te llamaré. ¿Conoces mi silbido? –Silbó aquel llamado que yo había oído casualmente en otras ocasiones.

      –Sí, lo conozco –asentí.

      Se marchó, con total indiferencia. Entre él y yo no existía más que un negocio.

      *

      Si hoy, inesperadamente, escuchara de nuevo aquel silbido, el miedo volvería a sobrecogerme. Desde ese día lo tuve que oír innumerables veces, hasta tener la sensación de estarlo oyendo siempre, y que no existían lugares, ni juegos, ni estudios, ni pensamientos en los que me pudiera refugiar, sin que llegara el silbido, persiguiéndome, convirtiéndome en su esclavo.

      En ese tiempo, en las quietas tardes otoñales, yo solía bajar a nuestro pequeño jardín, y me dejaba llevar por el impulso de revivir juegos del pasado, regresando así a una etapa en que era un niño mucho menor, todavía puro y bueno, libre e inocente. Sin embargo, aun en esos instantes, destruyendo mis fantasías, irrumpía el silbido de Kromer, desesperante e implacable. Entonces estaba obligado a caminar siguiendo a mi verdugo hasta sitios solitarios y tenebrosos, a inventar disculpas y soportar sus amenazas y exigencias de dinero. Es probable que esta situación no se haya prolongado por más de dos o tres semanas, sin embargo para mí fueron años, una aniquilante eternidad. En escasas oportunidades yo lograba llevarle algunas monedas, casi siempre rapiñadas en la cocina, cuando Lina dejaba la bolsa de las compras encima de la mesa. Kromer se irritaba, acusándome de mentiroso y estafador, y de privarlo de su legítimo derecho a recibir su dinero. Jamás, a lo largo de mi vida, he vuelto a sentir una desdicha tan profunda; jamás he tenido que resistir tanta sensación de esclavitud y desesperanza.

      La alcancía estaba otra vez guardada en el escritorio y contenía fichas para