Sólo anhelaba vivir
lo que brotaba desde lo más
profundo de mí mismo.
¿Por qué
me resultaba tan difícil?
1
Dos mundos
Inicio mi historia evocando un hecho que ocurrió cuando yo tenía diez años y asistía al Colegio Latino de nuestra pequeña ciudad. Hay diversas cosas de aquellos días que conservan su aroma para mí y me inundan de una leve nostalgia y vagos temores: callejuelas sombrías, casas, torres, campanas de reloj, rostros, habitaciones cálidas impregnadas de un acogedor bienestar y cuartos saturados de misterios y de miedo a los fantasmas. Allí se entrelazaban dos mundos, y la noche y el día brotaban de dos polos opuestos.
Uno de estos mundos respondía a los nombres de padre y madre, y en él se complementaban la honestidad y el amor con la enseñanza y el buen ejemplo. Era este un mundo nimbado por un suave resplandor, enraizado en la claridad y la pureza, resguardado por palabras afectuosas, manos bien lavadas, buenas costumbres y ropas limpias. En aquel mundo se cantaban los salmos cada mañana, se celebraba la Nochebuena y tenían su lugar los deberes y las culpas, las confesiones y los arrepentimientos, el perdón y la enmienda, el respeto y el cariño, los evangelios y la sabiduría. Sus caminos rectos llevaban al futuro y era preciso permanecer dentro de ellos para que la vida fuera ordenada, luminosa y bella.
El otro mundo, aunque se extendía dentro de nuestra propia casa, se expresaba y olía de manera diferente, y reclamaba y prometía valores muy distintos. Estaba habitado por criadas y jóvenes obreros, animado por relatos de apariciones y murmullos pecaminosos; sostenido por oleadas multicolores de sucesos terribles, atractivos y tenebrosos, ocurridos en sitios como la cárcel o los mataderos, poblados por borrachos y mujeres impúdicas, y vacas pariendo y caballos que caían fulminados; era una olla en la que hervían asesinatos, robos y suicidios. En nuestro entorno existía todo ese acaecer fascinante y monstruoso. En una casa del barrio, en una callejuela cercana, había policías que perseguían a ladrones y vagaban hombres ebrios que golpeaban a las mujeres. Al caer la noche, grupos de muchachas salían de las fábricas y aparecían ancianas con oscuros poderes para embrujar y causar males, mientras en el bosque se ocultaban unos incendiarios buscados por los guardias. Desde todos los lados irrumpía ese mundo brutal, excepto en nuestras habitaciones, donde se encontraban nuestros padres. Y resultaba perfecto que fuera de este modo. Era magnífico que en nuestra intimidad se dieran la calma y el orden, la responsabilidad, la tranquilidad de conciencia y el amor, y que se mantuviera vivo, al acecho, lo otro, lo agresivo, estruendoso, turbio y feroz, de lo que se podía escapar en un segundo refugiándose en el regazo de la madre.
Lo más extraordinario era el límite que dividía esos dos mundos y, a la vez, lo unidos que se hallaban. Cuando Tina, nuestra criada, rezaba, uniendo su voz a las de nosotros en la sala de estar, y permanecía sentada, con las manos muy limpias extendidas sobre su inmaculado delantal, era íntegramente parte de nuestro mundo. Pero luego, en la cocina, mientras me relataba el cuento del hombre sin cabeza, o en los momentos en que peleaba con las vecinas en la carnicería, se transformaba, incorporándose de golpe al mundo ajeno y apareciendo envuelta en el misterio.
Este fenómeno abarcaba todo orden de cosas y en especial a mí. Como hijo de mis padres, yo pertenecía al mundo recto y luminoso. Sin embargo, hasta donde alcanzaban mis ojos y mis oídos llegaban los reflejos y las voces de ese otro mundo, lo cual me obligaba también a integrarlo, aunque lo percibiera raro y tortuoso y en sus ámbitos me asaltara el miedo. En ciertas oportunidades prefería vivir en él y consideraba aburrido el retorno de la luz. Y, a sabiendas de que la meta que me correspondía era la de mis padres, y que mi deber era convertirme en alguien tan superior y digno como ellos, el camino me parecía largo y abrumador. Para recorrerlo era necesario estudiar mucho, asistir al colegio y a la universidad, y cumplir tremendas obligaciones, y este camino avanzaba orillando el mundo prohibido, internándose algunas veces en él, y no resultaba imposible quedarse allí, atrapado para siempre. Yo leía con sumo interés diversas historias de hijos perdidos, que se basaban en estos casos, y, por cierto, el regreso al hogar era lo único recomendable y maravilloso. Pese a ello, consideraba muchísimo más atrayente todo lo que acontecía entre los seres corruptos, y, en el fondo, me desencantaban el arrepentimiento y el regreso al hogar del hijo pródigo. Obviamente, aquello no se decía, ya que no estaba permitido ni pensarlo y se agitaba en lo hondo de la conciencia sólo como un sentimiento turbio o una maligna y sombría eventualidad. Al imaginarme al demonio, con ropas de demonio, o con su diabólico rostro descubierto, yo lo veía en una taberna, o en el mercado, o en una calle; jamás lo vislumbré en mi casa.
Mis hermanas, por supuesto, formaban parte del mundo iluminado, y yo intuía que eran más semejantes a mis padres en diversos aspectos, y mejores que yo. Sus imperfecciones no llegaban a ser defectos graves, y no experimentaban el peso abrumador del contacto con la maldad. A las hermanas había que protegerlas y respetarlas en igual medida que a los padres, y si uno peleaba con ellas se sentía culpable, urgido por la propia conciencia a pedir perdón. Una ofensa a las hermanas se convertía en ofensa a los padres y, por consiguiente, al bien y a la dignidad. Había secretos que yo podría haber compartido más fácilmente con un pillo de la calle que con mis hermanas. Pero en los días amables en que todo era diáfano y la conciencia estaba en paz, resultaba agradable jugar con ellas, ser dulce y condescendiente y verse a sí mismo nimbado por destellos de perfección y nobleza; como los ángeles, que eran las criaturas más admirables de las que teníamos noción. Ser ángel, envuelto en perfumes y melodías de Navidad, debía ser la felicidad máxima. Sin embargo, esos días y esos momentos eran poco frecuentes. Comúnmente, en nuestros juegos, aquellos inocentes y permitidos, yo reaccionaba con una impetuosidad y una violencia que, irremediablemente, nos conducían a tremendas peleas. Entonces me dejaba dominar por la ira y hacía y decía cosas espantosas, cuya maldad percibía, quemándome, en el segundo mismo de hacerlas y decirlas. Después, llegaban los minutos tensos y oscuros del arrepentimiento, y el amargo instante de pedir perdón para que brotara otra vez la luz y recobrar así la serenidad y la alegría.
Yo asistía al Colegio Latino, y el hijo del alcalde y el del guardabosque mayor estaban en mi curso y solían venir a mi casa. Eran niños traviesos, pero provenían del mundo decente y aceptable. No obstante, eran muy amigos de algunos alumnos de la Escuela Popular, a los que desdeñábamos.
Yo tenía diez años, y una tarde en que no había clases, salí a pasear con dos compañeros. De pronto se nos aproximó Franz Kromer, un muchacho de unos trece años, rudo y fornido, hijo de un sastre y alumno de la Escuela Popular. El sastre era un alcohólico y la familia era gente de muy dudosa reputación. Yo sabía cómo era aquel Franz Kromer, y me desagradó que se juntara con nosotros; en el fondo le temía. Utilizaba modales de hombre e imitaba los gestos y el lenguaje de los jóvenes obreros de las fábricas. Guiados por él, descendimos hasta el borde del río y nos escondimos bajo el primer arco del puente. La orilla, muy angosta, entre el puente y el río que se arrastraba con pereza, se veía cubierta de alambres oxidados, cacharros rotos, diversos trastos en desuso y basuras. Muy de tarde en tarde era posible hallar en ese lugar algún objeto aprovechable. Pero Franz Kromer nos ordenó recorrer aquel basural y traerle cuanto encontráramos. Él seleccionaba nuestros hallazgos, arrojando al agua lo que le parecía inservible y guardando otras cosas en sus bolsillos. Los objetos de plomo y cobre le interesaban mucho y los atesoraba todos; también conservó una peineta vieja de cuerno. Yo estaba notoriamente cohibido en semejante compañía; no sólo porque mi padre me lo habría prohibido terminantemente si se hubiera enterado, sino porque realmente Franz me asustaba. No obstante, me alegraba de que me admitiera con los otros niños y me tratara igual que a ellos, aunque yo participaba de estas andanzas por primera vez.
Finalmente nos sentamos en el suelo a descansar. Franz escupía con la boca torcida, adoptando aires de hombre experimentado, y pronto se hilvanó una conversación en la que los niños comenzaron a jactarse con diferentes travesuras y proezas. Al principio yo guardé silencio, pero luego temí llamar la atención. Mis amigos se habían apartado de mí, manifestando su admiración por Kromer, y tenía conciencia de que mis modales y