El largo combate por afirmar y extender la identidad principal de clase dejaba otras formas de identidad perfectamente recluidas en la vida privada, hasta el extremo que podemos suponer que Pablo Iglesias conociera y hablara gallego, dado su origen social, e incluso conocer que en alguna ocasión lo hablara con su madre, o que no le fuera extraño el valenciano pues lo debía oír en casa a su mujer, Amparo, y a su hijastro Juan Almela Meliá, quien parece tenía dificultades iniciales para hablar correctamente castellano.
Los conflictos entre la indiscutida identidad de clase y otras identidades territoriales, siquiera culturales antes que abiertamente nacionalistas y políticas, van a plantearse en otros escenarios, en aquellos en los que desde comienzos de siglo se plantean proyectos nacionalistas subestatales que van cobrando cierta fuerza también en torno a los años de la Gran Guerra. Un joven Andreu Nin, por ejemplo, ingresaba en 1913 en la agrupación socialista de Barcelona, procedente de la izquierda catalanista y republicana de Reus, y en su carta de presentación política, un artículo en el semanario reusense Justicia Social, exponía que «nosotros podemos ser perfectamente socialistas sin dejar de aspirar a la autonomía y libertad de Cataluña», a la vez que se proponía cubrir el vacío que el socialismo español había dejado al no tratar el problema de las nacionalidades.[21]
Andreu Nin nunca abandonará la reflexión teórica sobre el tema; en septiembre de 1934 publicó en Leviatán un trabajo sobre «El marxismo y los movimientos nacionalistas», mucho más elaborado conceptualmente, en el que subrayaba el importante papel de «los movimientos nacionales» en el desarrollo de la «revolución democrático-burguesa».[22] El socialismo mayoritario español también le respondió tajantemente y desde el principio: el veterano y también catalán A. Fabra Rivas le recordó, a la altura de 1914, la posición tradicional sobre el tema: «el nacionalismo y los nacionalistas sólo pueden ser considerados por nosotros como un adversario a combatir».[23] Pero de momento, la dirección de las organizaciones socialistas podía ignorar perfectamente el problema menor que suponían entonces estas diferencias doctrinales, aunque en un pequeño semanario de una lejana provincia un joven socialista siguiera insistiendo y reflexionando por primera vez sobre el modelo del socialismo austriaco, constituido por seis secciones diferenciadas: alemana, checa, polaca, rutena, eslovena e italiana, o recordara cómo en 1905 el partido socialista de Finlandia había multiplicado por cinco sus efectivos tras liderar una huelga general que demandaba autonomía política para los fineses.[24]
Ya desde 1912, una Federacion Socialista Catalana, dirigida desde Reus por Jose Recasens y Mercadé, comenzó a plantear la necesidad de combinar socialismo y catalanismo, llegando hasta la exigencia de una nueva organización interna del PSOE basada en el reconocimiento de federaciones regionales. El IV Congreso de esta Federación Socialista Catalana (1914) proponía el objetivo de una «confederacion republicana de todas las pequeñas nacionalidades ibéricas»; otro congreso posterior de la Federación, en 1916, retomó el tema proclamando la necesidad de que los socialistas luchasen por la autonomía de Cataluña; Recasens proponía que los socialistas catalanes fuesen en vanguardia de toda clase de descentralización administrativa y política, de la reivindicación de la cooficialidad del idioma, publicación de periódicos y libros en catalán..., llegando a conseguir que el congreso del PSOE de 1918 aceptase entre sus resoluciones esa aspiración a una Confederación Republicana de Nacionalidades Ibéricas, con el apoyo de Besteiro y al calor y en la estela de la actualidad del tema de las nacionalidades en la Europa de la posguerra.
En estas polémicas se imponían las tesis más ortodoxas del veterano Fabra Rivas, que identificaban sin más cualquier ideal nacionalista con el pensamiento y la práctica burgueses y reaccionarios, pero la difusión y extensión de estos presupuestos de compatibilizar catalanismo y socialismo, siempre lejanos a cualquier formulación nacionalista catalana, llevaron a la constitución, en 1923, de la Unió Socialista de Catalunya, o a escenarios no muy conocidos, como el que describe Recasens en sus memorias, escritas en 1943 al salir de la cárcel, cuando recuerda su indignación porque Enrique de Francisco, secretario de la Comisión Ejecutiva del PSOE, les requiere en una reunión orgánica, en 1932 y en Reus, que hablen en castellano. En 1933 se reconstruyó una Unió Socialista de Catalunya, como Federació Catalana del Partit Socialista Obrer Espanyol, que se proponía actuar en Cataluña con personalidad propia como un partido genuinamente catalán, lo cual no agradó especialmente a De Francisco ni a Caballero, «aquells dos homes rancuniosos, obtusos, incomprensius, orgullosos...», en palabras de Recasens.[25]
El reforzamiento de los procesos de nacionalización en la Europa del primer tercio del siglo XX, incluido ahora el de los socialistas –también y más tarde en España–, es, pues, una evidencia; pero tampoco es difícil probar que en este periodo, antes y después de la Gran Guerra, la nación, como mito identitario y movilizador, funcionó más y mejor para la derecha conservadora, que fue quien en España promulgó la ley de jurisdicciones de 1906 por delitos contra la patria, o justificó el golpe de estado de Primo de Rivera por la necesidad de salvar la patria y la nación; frente a ello, en la cultura socialista seguía pesando el internacionalismo, y para la izquierda republicana y obrera, de lo que se trataba principalmente era de transformar el estado, modernizar la sociedad y construir y gestionar un nacionalismo alternativo al oficial.
Así pues, si uno de los factores de la progresiva asunción y expresión de la cultura e identidad nacionales en el socialismo dependía muy estrechamente del grado de integración en el sistema político, de la presencia en las instituciones y en el estado de las propias organizaciones socialistas, de su reconocimiento como interlocutoras con capacidad de negociación o de transformación de las políticas públicas, es en los años de entreguerras cuando este proceso de nacionalización de los socialistas españoles se despliega con más visibilidad e intensidad; en menos de diez años las organizaciones socialistas pasaron de estar presentes en el Consejo de Estado y en las instituciones de arbitraje de la dictadura de Primo de Rivera, a protagonizar la fiesta y revolución popular republicana, componer mayorías parlamentarias, dirigir ministerios claves y, por último, ya en la Guerra Civil, situarse al frente del propio gobierno de la nación republicana con Largo Caballero y con Negrín.
De modo que el tránsito del inicial odio a la patria de Pablo Iglesias a la afirmación, modernización y defensa de la nación es rápido y completo, un camino que llega a afirmaciones nacionalistas españolas tan meridianas como la del famoso discurso de Prieto el 1 de mayo de 1936 en el teatro Cervantes de Cuenca: «a medida que la vida pasa por mí, yo, aunque internacionalista, me siento cada vez más español, siento a España dentro de mi corazón y la llevo hasta el tuétano de mis huesos», aunque haya que explicar que el contexto de estas palabras era el de defender al Frente Popular de las acusaciones de dependencia del extranjero, ruso o francés, que formulaba la derecha en su ofensiva contra el gobierno y contra la República.[26]
O conduce a la sinceridad del ya anciano Largo Caballero cuando al ser liberado en 1945 del campo de concentración de Orianenburg, escribe su «Carta a los trabajadores españoles» y considera necesario dedicar un apartado al «orgullo de ser español»: «cuando se está fuera de España se comprende su grandeza (...), cuanto más lejos y más tiempo me encontraba fuera de ella con mayor fuerza se afirmaba en mi espíritu el sentimiento patriótico (...), cuando más comparaba otros pueblos con el que yo nací,