La crisis de conciencia nacional que se extendió por España tras la derrota del 98 provocó, como se ha señalado en diversas ocasiones, una acentuación del nacionalismo español, algo que también afectó al republicanismo.[5]Éste tendría que adaptarse al nuevo contexto político y sociocultural marcado tanto por dicha crisis de conciencia como por el desarrollo de los nacionalismos periféricos. Y lo haría con un discurso fundamentalmente regenerador, preocupado por sacar al país del estado de postración en el que a su juicio se encontraba. La solución pasaba por conseguir el final de la Monarquía y establecer la República. De forma que el discurso nacionalista y regenerador de los republicanos se puso al servicio de la movilización política del electorado y con ello se acentuó la capacidad de difusión de los componentes nacionalizadores de la cultura política republicana.
Desde la oposición, y a pesar de estar marginado del sistema político de la Restauración, el republicanismo desarrolló una intensa labor nacionalizadora al concurrir junto con otras culturas políticas en la esfera pública. Su acción en esa dirección fue mucho más allá del debate político que se podía suscitar en los ateneos y círculos republicanos, y que la prensa republicana se encargaba de difundir en la plaza pública, en tabernas y cafés. La movilización política y social, el recurso al anticlericalismo, la promoción de unas determinadas manifestaciones culturales, la difusión de imaginarios simbólicos, mitos y lugares de memoria, las interpretaciones de la Historia, la exaltación de lo local/regional como símbolo de lo nacional, etc., son otros tantos aspectos igualmente importantes que cabe analizar a la hora de abordar la contribución republicana a la nacionalización de los españoles. Por ello nos centraremos en dos cuestiones fundamentales: en primer lugar, el discurso y los planteamientos generales que el republicanismo difundió sobre la nación, entre los que destaca el componente anticlerical por su importancia en el nacionalismo español de tradición republicana; en segundo lugar, los mecanismos de socialización de la identidad nacional española en clave republicana. Las primeras décadas del siglo XX, hasta la proclamación de la República, serán el marco temporal privilegiado de este análisis, un periodo en el que los republicanos no tenían acceso al poder estatal y, en consecuencia, tampoco a los mecanismos convencionales de nacionalización en manos del Estado. Quedaban, sin embargo, a su alcance las posibilidades abiertas por una creciente politización de la vida pública, en la que competía con otras culturas políticas por atraer el apoyo de las masas que se estaban incorporando a la política.
EL DISCURSO NACIONALISTA REPUBLICANO: HISTORIA, POPULISMO Y ANTICLERICALISMO
Desde el siglo XIX se habían ido configurando al menos dos formas diferentes y contrapuestas de concebir la nación española: la católica y la liberal progresista. Muchos de los planteamientos de esta última, potenciados en una dirección democratizadora, fueron asumidos por la visión republicana de España. Los republicanos no compartían una única imagen de ella, como se puso de manifiesto durante la I República con las tensiones entre federales y unitarios. A pesar de estas diferencias, España aparecía en todos ellos como algo dado, incluso entre los federales. Como ha recordado Ángel Duarte, el republicanismo «asumió como propia la tarea de participar en la construcción del moderno Estado nacional español» y se decantó desde el Sexenio a los años de la II República por planteamientos claramente anticentralistas, alternativos al modelo centralizado de construcción de la nación liberal. Con objeto de que el Estado fuera realmente participativo, proponía dotar de autonomía a los marcos locales y regionales[6]La posibilidad de penetración de los presupuestos republicanos se multiplicó desde los años noventa del siglo XIX, y sobre todo desde la crisis finisecular, con la expansión de centros de tendencia republicana tras la aprobación de la ley de asociaciones de 1887. Los nuevos espacios de sociabilidad favorecieron la conexión con las clases populares, sobre todo las urbanas –aunque el mundo rural no quedó totalmente al margen–, y se intensificó el proceso de configuración y difusión de la cultura política republicana.[7]
Las apelaciones al pueblo, entendido éste como un conglomerado interclasista formado por la no oligarquía, por todos los excluidos del sistema político de la Restauración, habían sido una constante de la cultura política republicana desde el siglo XIX. Al potenciarse el nacionalismo español republicano tras el 98, se reforzaron las apelaciones a ese Pueblo identificado con el conjunto de la Nación. Del descontento y la crítica con la realidad política y social existente surgía una afirmación colectiva a favor de la regeneración nacional. Crear una entidad nacional fuerte pasaba para los republicanos por implantar la República, única salida política a la crisis de la Restauración. El diagnóstico de los males de España estaba claro desde la perspectiva republicana, y gozó de una importante repercusión pública. De acuerdo con él, la responsabilidad de la decadencia nacional recaía, no sobre el pueblo, sino sobre la Monarquía autocrática. A este respecto, los republicanos insistían en que la Monarquía borbónica, continuadora de la establecida por la también extranjera dinastía de los Austrias, «era ajena al alma nacional»; y, en el siglo XIX, había mantenido a la sociedad española en una situación de atraso que contrastaba duramente con el progreso alcanzado en el entorno europeo. La Monarquía, pues, no respondía a las necesidades de la patria, que era víctima de los malos gobiernos; sólo la República, encarnación del pueblo y conocedora de sus problemas, garantizaría el resurgimiento de España y la salida de la crisis en la que la había sumido la Monarquía. La República era mucho más que una forma de gobierno; era también el régimen ideal, el que mejor se adecuaba a «la nobleza, dignidad e independencia del pueblo español», según había escrito décadas antes Fernando Garrido.[8] La fuerza y la capacidad de movilización de las formulaciones regeneracionistas republicanas residían en las apelaciones constantes al Pueblo, en sus llamamientos a los sectores populares como parte de la Nación, para luchar por ese ideal integrador y salvífico que simbolizaba la República. Con la crisis finisecular, el momento parecía más oportuno que nunca para tratar de movilizar la conciencia nacional de los españoles en favor de un cambio de régimen.[9]
Con ese objetivo movilizador, los republicanos construyeron un discurso de la nación como ámbito de referencia y de actuación en el que se combinaban una determinada visión historiográfica de España y la comparación con modelos exteriores, principalmente con la III República Francesa. La visión que sobre el pueblo español a lo largo de la Historia manejaban los republicanos contenía abundantes referencias de corte esencialista. Vislumbraban a ese pueblo desde los tiempos más remotos, como fruto de una mezcla de pueblos (íberos, celtas, celtíberos, fenicios, griegos, etc.) de la que «salió una gente potente y vigorosa. (...) De tan diversos elementos, y con tan importantes cualidades, pudo formarse la potente raza que atravesó el difícil tránsito del mundo antiguo al nuevo. (...) Estos pueblos (...) nos dejaron tales gérmenes de independencia, de grandeza, de libertades, que las ideas democráticas quedaron en nuestra España como una semilla oculta».[10] Palabras como éstas, escritas por el republicano federal Enrique Rodríguez Solís en su obra Historia del partido republicano español, publicada en 1892, reflejaban perfectamente algunas de las ideas compartidas por la cultura política republicana en torno al origen del pueblo español. Manifestaban asimismo la influencia de la tradición liberal progresista decimonónica sobre el republicanismo, una tradición que remitía al mito de las antiguas libertades medievales perdidas por culpa de reyes extranjeros que no amaban ni respetaban al verdadero pueblo español. Los republicanos celebraban las virtudes de la España medieval, en la que la tolerancia hacia judíos y musulmanes caracterizó a la nación. Con la llegada de una dinastía extranjera, la de los Austrias, y su intolerancia religiosa, había comenzado la decadencia de la nación española. Otros republicanos iban más atrás y señalaban que los problemas sociales, políticos, culturales y religiosos que afligían a la España de la Restauración se enraizaban en el proceso de decadencia