Podemos encontrar, en definitiva, el germen y la formulación de un patriotismo alternativo, contra el falso, contra el nacionalismo agresor; implícitamente no se pone en cuestión la nación-estado, un marco que va resultando natural y aceptado, sino su instrumentalización capitalista y bélica. Pablo Iglesias, cuando ya parece inevitable la declaración de Guerra de EE. UU., editorializa en El Socialista oponiéndose a la misma y acusando a «los falsos patriotas», mercaderes y gobernantes de que siempre habían visto en Cuba «un simple mercado para un puñado de capitalistas», porque si la hubieran considerado «un pedazo de España digno de toda clase de atenciones y cuidado», «si los gobiernos de la metrópoli le hubieran concedido libertades... no habrían estallado allí formidables insurrecciones», si le hubiese otorgado la autonomía, la guerra habría cesado.[10]No es sólo un patriotismo alternativo, sin el que no hubiera habido ni insurrección ni conflicto con los norteamericanos, sino también un proyecto de colonialismo positivo, contemplado y propuesto como beneficioso para el conjunto de los ciudadanos y no sólo para algunas elites económicas, militares, políticas, un tipo de colonialismo progresivo que también comienzan, por las mismas fechas, a justificar, en nombre de una cultura occidental superior o una misión civilizadora, sectores del socialismo europeo, británicos, belgas, franceses, alemanes... Se puede observar la continuación y profundización de este proceso si se hace un seguimiento sistemático de las campañas y protestas socialistas contra la Guerra de Marruecos, el gran tema movilizador del PSOE en las primeras décadas del siglo XX, unas campañas en las que los socialistas encuentran la continuidad natural de las actitudes que habían contribuido a popularizar y sacar del aislamiento al partido y a la UGT en el momento de la Guerra hispanocubana e hispanonorteamericana.
Lo cual no quiere decir que dirigentes y militantes, por lo general, no se sintieran conmovidos y reafirmados en sus convicciones internacionalistas al conocer escenas como las que protagonizaron en el Congreso de Ámsterdam de 1904 Plejanoff y Katayama, abrazados en representación de sus respectivos proletariados enfrentados en la Guerra ruso-japonesa, ante el entusiasmo de la plana mayor de la Internacional socialista.
La Guerra de Marruecos, contra la que los socialistas españoles habían preparado ya la huelga general de 1909, que derivó en la Semana Trágica barcelonesa, fue el gran tema de la propaganda socialista en los años anteriores a la Gran Guerra, en 1913 y 1914. La movilización antibélica había comenzado simultáneamente en Francia y en España en el otoño de 1907, tras una declaración común de las direcciones de ambos partidos obreros. Pablo Iglesias afirmaba todavía en el Congreso (1913) que «nosotros sostenemos que la patria del hombre es el mundo, que, aunque habléis de justicia, de patria, la finalidad de la Guerra no es otra que la de encontrar beneficios, campo para los negocios»
–expresiones calificadas por Dato como «indignidades de arroyo»–, manteniendo inmutable el discurso internacionalista, pero la vieja retórica ya comenzaba, también entre nosotros, a albergar una concepción nacional diferente.[11]
Por estas fechas comienzan a ser frecuentes las manifestaciones antibélicas conjuntas convocadas por la joven Conjunción Republicano-Socialista. Los socialistas también pueden ser patriotas, pero de otra manera. García Quejido lo formuló con contundencia en un mitin de febrero de 1914: «La guerra es perjudicial para la nación. No interesa a las clases burguesas. España no necesita mercados ni tiene qué colocar en ellos». Es la nación la que, a diferencia de Francia o de Italia, no tiene interés en las empresas coloniales. En el norte de África los intereses son de Comillas, Romanones y demás plutócratas, no de una España que «ayuna de ciencia e instrucción, sin escuelas, con atavismos imborrables, no puede llevar a Marruecos más que hambre, toreros y frailes», como publican las juventudes socialistas en un manifiesto de junio de 1913. El «honor de la patria» está en otro sitio, «en invertir dinero en alfabetizar, regar, instruir, no en tener convertido Marruecos en un matadero de españoles y en una fábrica de grados militares», como escribe Iglesias pocos días después del comienzo de la Gran Guerra; definitivamente, otro patriotismo, otro nacionalismo, es posible.[12]
Hay que esperar, pues, a la segunda década de siglo, con Iglesias en el Parlamento y los acuerdos programáticos y políticos con los republicanos de la Conjunción Republicano-Socialista, para percibir un cierto debilitamiento del lenguaje tradicional de clase o, mejor, una apertura del mismo compatible con la formulación de un discurso alrededor de la idea de un interés nacional común para los trabajadores y para las izquierdas. A pesar de lo cual, ofrece escasos resultados el intento de rastrear opiniones significativas sobre el hecho nacional o el nacionalismo españoles, algo que puede ocupar extensamente nuestro interés en el presente, pero no preocupaba nada, o muy poco, a Pablo Iglesias y a los socialistas, al menos hasta 1917-1923.[13]
No existe, ni parece necesario elaborar, un discurso propio sobre el nacionalismo español, ni sobre las alternativas nacionalistas subestatales que se estaban desarrollando desde principios de siglo; no les preocupaba nada, ni a Iglesias, ni al partido, ni al sindicato, la estructuración plurinacional o plurirregional del estado; de modo que no es detectable alguna recepción de las posiciones austromarxistas de Otto Bauer y Karl Renner, defensoras de la transformación del Imperio Austrohúngaro en una federación fuerte de naciones, aunque concebidas desde el firme convencimiento de que la clase trabajadora debía subordinar sus sentimientos nacionales a sus intereses de clase: evidentemente, en el socialismo español anterior a la Gran Guerra nadie contemplaba naciones tan diferenciadas cultural y étnicamente como las existentes en la lejana Kakania.[14]
El acuerdo de la Conjunción entre republicanos y socialistas ratificado en noviembre de 1909 en el mitin del frontón Jai Alai de Madrid significó el comienzo de una nueva etapa doctrinal y política en el socialismo español, que ponía fin a tres décadas de aislamiento y comenzaba a aprovechar las oportunidades de una acción política más adecuada a las demandas de sectores populares y obreros de la sociedad española. Esta entrada en política era el resultado de un lento proceso de maduración, que arrancaba