Ciertamente, el debate sobre el populismo no terminó allí y está lejos de ser “saldado”. Numerosos investigadores retomaron algunos supuestos formulados por Laclau y críticas muy diversas realizadas a su teoría,7 para nutrir y enriquecer este enfoque. Estas disquisiciones produjeron como principal resultado el surgimiento de perspectivas no peyorativas en torno a algunos procesos populistas concretos de nuestra región.
Por último, hablamos de un cuarto momento del debate sobre el populismo, al que asistimos actualmente. Este, nuestro tiempo, es uno signado por la convivencia de todas estas perspectivas, teorías, corrientes de pensamiento, axiomas y valoraciones, juntas. La pluralidad de enfoques hoy disponibles y la lúcida intervención de las perspectivas discursivas no han contribuido a depurar las valoraciones más elementales. Es que, en definitiva, la pregunta sobre qué es el populismo resulta ser tan engorrosa, que parece preferible tomar atajos valorativos: ya sea como modo o forma general de la política o de lo político, para decirlo en términos de su autor (Laclau 2005), o como un estilo de hacer política con rasgos similares al autoritarismo (Weyland 2004, por ejemplo). Estamos remotamente distantes de haber contrarrestado los sentidos comunes que todavía prevalecen en investigadores, periodistas, actores políticos y la ciudadanía en general.
Si no resulta errado sostener que hoy el tema ha estallado a un punto casi estrafalario, llegándose a producir “manuales” sobre el populismo a nivel global,8 resulta también cierto afirmar que la amplitud del término ha conducido a cierta abdicación de la especificidad misma del fenómeno. Asiduamente se encuentran “nuevas definiciones” que utilizan, sin reparos, eclécticos mix en los que confluyen rasgos formulados por autores clásicos (como Germani, Di Tella, Ípola, Laclau, entre otros), los cuales luego son utilizados para sostener conclusiones diametralmente distantes a las tesis centrales de dichos autores. No se trata de que las definiciones y teorías no sean susceptibles de “complementarse”; lo que señalamos es que asistimos a un uso irreflexivo de los recursos y las herramientas disponibles. Frente a este dilema, algunos investigadores han optado por esquivar el término; sin embargo, cuando se trata de analizar procesos harto pensados a través del lente del populismo (como el peronismo, el varguismo, el cardenismo, entre otros), sus trabajos no pueden sino desarrollar concienzudos esfuerzos por decir lo mismo —que “populismo”— sin pronunciarlo.
En contraste con la descalificación —o su revés, la apología— y el renunciamiento definitivo al uso del concepto, otros tantos investigadores sociales provenientes de campos disciplinares muy diversos han venido destacando que el populismo puede resultar sumamente productivo para la comprensión de acontecimientos y procesos históricos y políticos de variada índole. De manera reciente, por caso, la llamada “nueva historia intelectual” y la historia conceptual han proporcionado algunos aportes para comprender los contextos de debate y las discusiones político-intelectuales concretas mediante los cuales el populismo —como concepto político polivalente— ha emergido en distintos países desde hace ya más de una centuria.9 Asimismo, desde ciertas miradas socioculturales, se han realizado valiosas contribuciones para la comprensión de las dimensiones simbólicas y afectivas involucradas en los procesos populistas.10 Por último, algunos trabajos producidos actualmente en América Latina han marcado desde un comienzo su posicionamiento a “contracorriente” de las miradas canónicas —muchas de ellas peyorativas— sobre las experiencias populistas en la región y han llamado la atención respecto a establecer un diálogo entre los estudios históricos y sociológicos y las disquisiciones propias de la teoría política.11
En este contexto de discusión, nuestra tarea (debemos decirlo) se asemeja al eterno trabajo de Sísifo: cargar la roca de reflexión del populismo una y otra vez, frente a la pendiente inalcanzable de los lugares comunes. Como la de Sísifo, la nuestra es una tarea —a todas luces— interminable.12 Por ello, no pretendemos aquí saldar o cerrar el debate, sino alivianar un poco la roca de reflexión; más que descifrar la naturaleza del populismo, nos proponemos pensarlo como una categoría analítica operativa y productiva para el estudio de procesos histórico-políticos particulares como el gaitanismo colombiano y el peronismo argentino. Y para estos fines, este libro colectivo recoge y ofrece distintas indagaciones acerca de una perspectiva sobre los populismos que, en esta presentación, llamamos “descentrada”.
Tres descentramientos. Una apuesta analítica
Este libro propone revalorizar al populismo como una categoría analítica plural, contingente y que logra aprehender la heterogeneidad propia de las experiencias históricas que busca auscultar. Claramente, ello supone modificar los ejes centrales (teóricos y epistemológicos) con los que el concepto ha sido construido en América Latina. A continuación especificamos los argumentos, aún dominantes, en torno al populismo, que lo asumen como forma anómala y desviada de la política en la región, y los tres descentramientos conceptuales y analíticos que se despliegan en los capítulos que siguen.
Lejos de haberse construido deductivamente —como podría en apariencia pensarse—, el concepto de populismo fue producido como en un “gran cajón categorial”, dentro del cual se colocó una multiplicidad de rasgos, intencionadamente seleccionados, de algunas experiencias políticas concretas. Por caso, el peronismo constituye uno de los referentes históricos que aportó gran parte de esos aspectos que luego se generalizaron en las definiciones de los llamados “populismos clásicos”. En cambio, el gaitanismo ha funcionado como ejemplo contrafactual, que permitió reafirmar la anomalía del populismo latinoamericano en un país en donde este proceso no se habría producido acabadamente, cuestión de la que podían advertirse sus consecuencias.
Cada una de estas experiencias dio vida a conceptualizaciones “ejemplares” —al decir de Acha y Quiroga (2012)— y arquetípicas del populismo latinoamericano. Ciertamente, el peronismo ha servido como uno de los principales referentes para construir una definición del populismo como un hecho anómalo, “maldito”13 y edificado desde el Estado. Esta tipología ha sido usada con frecuencia como parámetro para medir (por similitud o por contraste) cuán populistas han sido otros procesos políticos, tanto en la región como en la Argentina misma.
Por su parte, el gaitanismo es el principal caso utilizado para nutrir una conceptualización del populismo no acontecido, “fallido” o incompleto, pero, al fin y al cabo, tan anormal y amenazante como el argentino. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, cuando se esperaba que fuese el siguiente presidente de Colombia, dio pie a la construcción de un concepto de populismo que, sin perder su connotación de desvío histórico, colocó al país andino en el escenario latinoamericano como uno marcado por la excepción de no haber atravesado una “verdadera” experiencia populista, o bien, de haber experimentado un populismo a mitad de camino. El gaitanismo ha sido erigido, además, como el drama causal de una Violencia (en mayúscula inicial)14 e insistentemente ha sido vinculado a la emergencia de guerrillas de izquierda radicalizada durante los años sesenta y setenta en Colombia. Dicho de otro modo: las cuestiones irresueltas que dejó un gaitanismo trunco habrían marcado las huellas inaugurales del conflicto reciente.
El populismo, entonces, en su acepción peyorativa acontecida