Mucho se ha dicho sobre el escaso contenido político del libro de Eva Perón, sobre la imprecisión de ciertos hechos históricos, la omisión de su origen familiar o su dudosa autoría. Sin embargo, más allá de estos debates y cuestionamientos que exceden nuestro trabajo, creemos que su testimonio permite ilustrar cómo un relato autobiográfico posicionado como “fanáticamente peronista” (como ella misma se definía) es narrado desde una trama épica y romántica particular: el melodrama.22 Lo interesante del testimonio de Eva Perón es que, lejos de presentarse como un elemento “cursi”, las angustias y el dolor de los humildes, las historias personales de los desposeídos y de los pobres se tratan como un objeto de denuncia y como una verdad históricamente desoída. Y es allí donde el peronismo se construye narrativamente como una expresión política de la justicia y la reparación, frente a una serie de daños y perversidades infringidas en la vida cotidiana de las personas pobres. El papel del Estado es, entonces, para Eva Perón, responder a reivindicaciones realizadas por la gente común, por medio de soluciones universales (políticas asistenciales y de conciliación entre patrones y empleados, por ejemplo), ya que dichas demandas, por más personales que se manifiesten, remiten a reales derechos incumplidos.
Luego, algunos pasajes del presente libro permiten ilustrar “desde abajo” cómo sujetos de a pie, que se identificaban como peronistas, tomaron la palabra para demandar, contar e intervenir en su entorno inmediato. En el capítulo 3, Mercedes Barros, Juan Reynares y Mercedes Vargas subrayan un testimonio, entre los muchos que circularon en cartas enviadas a Juan y a Eva Perón, durante sus dos primeros gobiernos, desde diversos rincones del país. Como se verá en profundidad en ese capítulo —en el apartado titulado “Hacia nuevas tramas para el análisis del peronismo desde abajo y en clave local”—, aquella demanda de escucha estatal es perspicazmente analizada por los autores en una solicitud enviada por una santiagueña oriunda de la localidad de La Banda, doña Emilia, quien, apelando a las políticas emprendidas por el Gobierno nacional en Buenos Aires, exige “pie de igualdad” ante los derechos que si bien el peronismo promovió, todavía faltan en Santiago del Estero.
Finalmente, conviene precisar que el elemento específicamente populista de estos rasgos o características de los modos de identificación popular se encontraría en la forma de articularlos en un discurso. Articulación a la que asistimos, dice Barros, cuando estamos en “presencia de un discurso que pone un nombre al carácter excluyente del orden comunitario y crea retroactivamente una nueva comunidad legítima” (Barros 2013, 55). Es notorio de nuevo aquí el aporte de Rancière. Es “en nombre del daño que las otras partes le infringen” al pueblo, en tanto parte no privilegiada (plebs), que esta “se identifica con el todo de la comunidad” (populus o pueblo en tanto conjunto pleno de ciudadanos) (Rancière 1996, 23). Lo significativo de los populismos es que la disrupción que supone la emergencia de las identificaciones populares no puede pensarse como una simple ampliación de la ciudadanía, porque lo que queda al desnudo es la necesidad de desarticular las relaciones hegemónicas y de configurar una nueva comunidad (Barros 2013; 2014).
En definitiva, más que a contenidos inalterables, los populismos estarían refiriendo a formas o lógicas de articulación política que, en determinados contextos, pueden ser habilitadas por identidades o identificaciones populares que buscan modificar la distribución de roles y lugares en un orden social determinado.
Ejercicios analíticos para repensar los populismos durante el siglo xx en Argentina y Colombia
Conviene considerar algunas precauciones sobre las disquisiciones teóricas que venimos señalando, pues la aplicación automática o irreflexiva de la operacionalización propuesta en torno a las identidades o identificaciones populares y las articulaciones populistas podría suscitar algunos problemas a la hora de emprender análisis de situaciones y de experiencias políticas concretas. Como advierte Barros, “no puede preverse una secuencia temporal del tipo, ‘primero emerge una identidad popular [y] luego aparece el discurso populista que la articula’”, ya que la “dislocación que provocan los conflictos por la distribución de lugares y que lleva a la necesidad de nuevas identificaciones puede tener orígenes diversos” (2013, 5). Este resguardo no se orienta simplemente a evitar periodizaciones de cierto tipo, sino que el privilegio de una secuencia lineal entre emergencia de identidades populares y articulaciones populistas pone de manifiesto un problema más profundo, de orden teórico, al que en ocasiones se asiste en algunos estudios empíricos producidos desde la teoría laclausiana. Esa dificultad deriva del tratamiento divorciado entre procesos identificatorios o identitarios y prácticas articulatorias, cuando en efecto ambas instancias se encuentran íntimamente imbricadas.
Tomemos las experiencias políticas que nos convocan como ejemplos para explicitar este tema y para mostrar el posicionamiento de los análisis que circulan a lo largo de este libro. Si utilizáramos la operacionalización de las identificaciones populares propuesta por Barros, en una “versión lineal”, presentaríamos al peronismo como una identidad popular que emergió el 17 de octubre de 1945 y que se articuló de manera populista cuando Perón llegó a la presidencia en 1946. En 1955, el populismo fue derrocado, restablecido en 1973 y, luego de la última dictadura militar, se rearticularía sucesivamente hasta abarcar experiencias, no exentas de debates, como los Gobiernos menemistas y los kirchneristas. Si bien esta afirmación no es del todo equívoca, deja entrever varios asuntos problemáticos que pretendemos explicitar.
La primera dificultad deriva de suponer que en la coyuntura de 1945 se produjo la emergencia de una identidad popular unívocamente peronista. Una profusa literatura se ha ocupado de mostrar cómo el 17 de octubre23 fue posible gracias a una multicausalidad de factores para nada previsibles,24 y que de ese acontecimiento no emergió “la identidad peronista” como entidad homogénea.25 El capítulo 2 repara en esta cues-tión, al interrogar las tensiones internas al movimiento, como un nivel específico de heterogeneidad que se ve involucrado en las identificaciones populares al momento de articularse en un discurso populista.26 Dicho en otras palabras, el análisis allí desplegado por Magrini no se concentra en la necesaria, pero no única, dimensión de la alteridad, marcada por las fronteras políticas y las desidentificaciones que se producen con los adversarios, sino en las micro o subfronteras políticas que pueden reconocerse al interior de un mismo proceso identitario y que, en definitiva, hablan del carácter constitutivamente heterogéneo de las identidades populares.
Hecha esta salvedad respecto a la emergencia del peronismo como identidad homogénea en un momento fundacional de su constitución, nos encontramos con el segundo problema: el de suponer que esa identidad se articuló de manera populista en el Estado durante las dos primeras presidencias de Perón. Algunos argumentos que circulan en el capítulo 3 muestran que si bien la dislocación que produjo el peronismo tuvo un carácter inédito hacia octubre de 1945, el peronismo (en el Estado) habilitó nuevas formas de identificación popular que dislocaron los roles socialmente asignados. De ese modo, algunas políticas sociales emprendidas durante los dos primeros años de gobierno, e incluso antes de la primera presidencia de Perón —como las medidas adoptadas por la entonces Secretaría de Trabajo y Previsión: el estatuto del peón, vacaciones pagas, aguinaldo, tribunales laborales, entre otras—, pueden ser vistas como dislocaciones en sí mismas y como prácticas articulatorias que permitieron la emergencia de nuevos procesos de subjetivación popular.
La tesis aludida recupera y avanza sobre un argumento expuesto por Alejandro Groppo en un lúcido trabajo comparativo entre peronismo y varguismo. Allí, Groppo argumentó que el peronismo habilitó