Por esas mismas fechas, otro filósofo y político romano, Lucio Anneo Séneca, conocido por sus obras de carácter moral, sigue la línea de pensamiento de Aristóteles y escribe en Las cartas a Lucilio, la defensa del retiro:
“Hay que querer a la vejez, pues está llena de satisfacciones cuando se sabe utilizarla bien”. “Hay que abandonar las ambiciones políticas y las económicas y buscar la tranquilidad, renunciar a la búsqueda de honores y anteponer el descanso a todo lo demás”. La ancianidad manda entrar en la reflexión […] es un deslizarse lenta y suavemente de la vida al final de la cual se tendrá que enjuiciar, sin ninguna trampa ni oropel […] Magnífica cosa es aprender a morir, quizás pienses que es superfluo aprender lo que ha de hacerse una vez, por esto mismo debemos meditar en ello; siempre hemos de aprender lo que no podemos volver a experimentar cuando ya lo sepamos. (Minois, 1987, p. 143)
Desde otro punto de vista, el poeta romano Juvenal en las Sátiras X, compuesta a comienzos del siglo ii, recalca en las pérdidas como elemento principal de la vejez; pérdidas de los amigos y parientes que desencadenan frecuentes estados de depresión. Acude al término demencia, y aunque no es posible aseverar que hubiera sido equivalente al empleado actualmente, lo que describe se asemeja particularmente, y esa, la pérdida de las capacidades cognoscitivas, sí constituye una de las más temibles y comunes afecciones del envejecimiento:
Pero una larga vejez está llena de largos y continuos males. Este es el castigo de una vida larga. Envejecer entre desgracias domésticas siempre renovadas, entre lutos, con tristeza perpetua y con negros vestidos. Peor que cualquier defecto de los miembros es aún la demencia: ni sabe el nombre de los esclavos, ni reconoce el rostro del amigo con el cual cenó la noche anterior, y ni tan sólo a aquellos que engendró y educó. (Márquez, 1996, p. 7)
El enfoque médico de la época, y de los doce siglos siguientes, estuvo marcado por la obra de Galeno, a pesar de las inconsistencias en sus descripciones anatómicas. Consideró la vejez un estado intermedio entre la salud y la enfermedad; en su texto, Gerocómica, incluyó consejos higiénico-dietéticos y resaltó el principio de contraria contrariis al recomendar calor y humedad para el cuerpo envejecido caracterizado por la frialdad y la sequedad (Beauvoir, 1970, p. 24).
Visiones medievales y renacentistas acerca de la vejez
El cristianismo primitivo continuó con la tradición de los Consejos de ancianos, y según los libros del Nuevo Testamento y sus funciones individuales incluían, entre otras, presidir las asambleas, ejercer el ministerio de la palabra y la catequesis, imponer las manos a los que recibían un don especial y hacer la unción de los enfermos. Resulta interesante anotar en este aparte que el término anciano, incluido en las Antigüedades judías del historiador Flavio Josefo (xii: iii, 3), amplió su significado a una instancia diferente a la de la estricta consideración de la edad para referirse a un personaje importante de la comunidad, el notable, el famoso por su sabiduría; ya no necesariamente el viejo (citado en Minois, 1987, p. 59).
La nueva religión, constituida a partir del estamento político romano, y basado en su concepción del arte, utiliza la vejez de forma alegórica: la decrepitud que la caracteriza le proporciona la imagen al pecado. El viejo es el pecador que debe regenerarse por la penitencia. Se establece una relación entre pureza y niñez, y pecado y ancianidad. Las canas definirán el carácter inmaculado de su alma renovada:
El anciano servirá de imagen-adefesio para testimoniar lo reprobable de la creación y la vanidad del mundo terrenal. En estas condiciones, es mejor que sea lo más feo posible: “Los ojos se nublan, las orejas se ensordecen, los cabellos caen, el rostro palidece, los dientes empiezan a moverse […] el hombre interior, que no envejece en absoluto, se ve influido por estos signos de decrepitud, que muestran que pronto se va a derrumbar la morada del cuerpo”. (González, 2004, p. 30)
En la alta Edad Media, sin lugar a duda, imperó la ley del más fuerte y la única sentencia fue la de la espada; el arte se dedicó a la fabricación de armas y alhajas. Para el pensamiento de la época, para la Iglesia y para los autores cristianos, los viejos no constituyeron un problema específico. Tampoco existió conciencia de lo que significaba concretamente la vejez; solo hasta el siglo v se empezó a observar el empeño de los monasterios en la manutención de los débiles y desvalidos con la misión de prepararlos para la vida eterna. Tiempo después, las reglas monásticas basadas en los preceptos de san Benito de Nursia incluyeron la instrucción de desplazar a los viejos a labores de portería o de pequeños trabajos manuales como ejemplo de humildad para el abad. Según las estimaciones de Minois (1987), basadas en registros históricos de ese periodo, la expectativa de vida era de 44 años para los hombres, y de 33,7, para las mujeres.
En concordancia con el rechazo a toda la representación de la vejez, Isidoro de Sevilla, considerado el padre de la Iglesia de Occidente, definió las siete edades del hombre en el libro Etimologías, pronunciándose en los siguientes términos a la última etapa de la vida, después de la juventud:
[…] viene la vejez que, según unos, dura hasta los setenta años y según otros no termina hasta la muerte. Vejez, es así llamada porque las gentes que en ella se encuentran están ansiosas ya que los viejos no tienen tanta sensatez como han tenido y dicen tonterías en su vejez […] La última etapa de la vejez es la senies […] El anciano está lleno de tos y de esputos y de inmundicia hasta el momento en que vuelva a las cenizas y al polvo de donde ha salido. (Minois, 1987, p. 214)
Hacia 1280, el filósofo y teólogo inglés, Roger Bacon, publica El cuidado de la vejez y la preservación de la juventud, a decir de los críticos, una producción motivada por el interés personal de alguien que se percataba de su propia vejez al designar los signos universales del envejecimiento como accidentes y al atribuir a cada uno causales reconocidas hoy en día como extravagantes, así: “a las canas, la flema pútrida proveniente del cerebro y del estómago, a las arrugas la fatiga de la piel, a la debilidad general a una humedad extraña y no natural que reblandece los nervios” (Minois, 1987, p. 237). Sin embargo, el germen del conocimiento científico se vislumbra en esta obra, al considerar que la vida humana se prolongaría mediante la conservación de una buena salud bajo preceptos saludables, tanto en la comida y la bebida como en el sueño y la vigila, el movimiento y el reposo, la eliminación y la asimilación, el aire y las pasiones del espíritu. Caracteriza, así mismo, la longevidad como un patrón trasmitido de padres a hijos, y limita la duración de la vida humana a ochenta años, no exenta de dolor y de sufrimiento:
De la misma manera que envejece el mundo, los hombres envejecen también, no por causa del mundo, sino a causa del aumento de criaturas vivas, que infectan el aire que nos rodea, y por causa de nuestra negligencia en organizar nuestra vida, así como también por la ignorancia de cuanto conduce a la salud […] Un factor importante de deterioro es la contaminación atmosférica, provocada por la proliferación de seres vivos. (Minois, 1987, p. 236)
Desde su perspectiva de historiador del arte, el profesor alemán Kurt Walter Forster anota que el Renacimiento europeo se presentó como una edad para la excelencia que abarcó tanto la pintura religiosa como el culto idolátrico; un resurgir del arte antiguo. En su introducción al libro de Aby Warburg, El Renacimiento del paganismo, destacó que el punto de partida para esa época crucial en la historia de la civilización fue el de recuperar el carácter, la fuerza comunicativa, las figuras y sus movimientos expresivos mediante la reutilización de los prototipos de la antigüedad, los gestos pretéritos de expresión juvenil y victorioso heroísmo (Forster, 1999, citado en Warburg, 2005), sin lugar para la vejez y el envejecimiento.
Una extrañeza a esta observación fueron las edades avanzadas que alcanzó un grupo destacadísimo de artistas del Renacimiento italiano de fines del siglo xv y la primera mitad del xvi, una época en la cual el promedio de vida alcanzaba los 46 años. Los historiadores del arte resaltan esa particularidad, así: Luca della Robbia, Donatello y Luca Signorelli, 82 años; Giovanni Bellini, 86 años; Andrea Mantegna, 75 años; Miguel Ángel Buonarroti, 89 años; Tiziano Vecellio, 99 años; Jacopo Tintoretto, 76 años, y Sofonisba Anguissola, 93 años (Minois, 1987, p. 321).