Stark, P. (2012). Diseño e implementación de un currículo para medicina basado en resultados del aprendizaje. En G. Quintero, Educación médica: Diseño e implementación de un currículo basado en resultados de aprendizaje. Editorial Universidad del Rosario.
Notas
1* Médico especialista en Medicina Interna, Geriatría y en Docencia Universitaria.
2 Nuevo Trívium. Lista de resultados de aprendizaje genéricos del Programa de Medicina de la Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud, Universidad del Rosario, 2016.
miradas actuales al envejecimiento y la vejez
Historias para aprender sobre envejecimiento y vejez
Francisco González López*1
La diosa Eos, la aurora, condenada a enamorarse eternamente de los mortales, demandó de Zeus la inmortalidad de Títono, su amante, en compensación por el rapto de su hermano Ganímedes, a lo que el dios accedió sin dudarlo. Pero en su preocupación por la mortalidad del joven olvidó pedir la eterna juventud; y día a día Títono se hizo más viejo; las canas y las arrugas lo surcaron, sus dientes se desasieron y su cuerpo se redujo hasta perder la condición de hombre.
Su voz se convirtió en chillido, y la decrepitud lo acometió a pesar de los cuidados con la celeste ambrosía que le proporcionaba Eos, con el deseo de conservar el cuerpo amado incorruptible. Y cuando la vejez repugnante presionaba completamente sobre él, y no podía ya mover ni levantar sus extremidades, ella se apiadó desde su corazón y le condujo a una habitación donde guardaba los brillos del amanecer. Allí, él balbuceaba sin final, sin fuerzas, sin lenidad. Zeus compadecido lo convirtió en cigarra. Titono, condenado a vivir por siempre una vejez que nunca pretendió cada mañana antes de la salida del sol canta al cielo el anhelo de su muerte. A Títono le dio Zeus como gracia un mal eterno: la vejez, que es mucho peor que la espantosa muerte.
Adaptado del himno homérico a Afrodita: 218-23. (González, 2005a, p. 175)
No todos los individuos después de cumplir sesenta años estarán inevitablemente enfermos, ni todos los ancianos hospitalizados serán pacientes geriátricos. Tampoco existen enfermedades propias de la vejez; si bien es conocida una mayor predisposición a padecer trastornos degenerativos e inflamatorios crónicos, su expresión es absolutamente individual y depende del estado de salud mantenido a lo largo de la vida. Y, para precisar desde ahora, no existen parámetros biológicos o psicológicos para establecer las categorías de tercera o cuarta edades.
En términos prácticos, en función de su estado de salud y del grado de dependencia, cerca de la mitad de todas las personas mayores goza de buena salud, una cuarta parte de ellas puede cursar con una enfermedad y la cuarta restante comparte características de fragilidad o de paciente geriátrico, una denominación que incluye a los pacientes mayores que presenten, al menos, tres de los cinco criterios siguientes: 1) mayor de 75 años, 2) pluripatología relevante, 3) condición de discapacidad, 4) cierto deterioro cognitivo y 5) alguna limitación social (Arbonés et al., 2003, citados en Herrero Pérez, 2015).
Esta visión sucinta, sin intenciones de trivializar una realidad insoslayable, cumple con el objetivo de brindar herramientas básicas a los médicos generales y a los estudiantes de medicina y de las ciencias de la salud para hacer frente a las demandas de una población cada vez más creciente, cuyas manifestaciones de enfermedad, frecuentemente, se atribuyen a la vejez, ya por desconocimiento, indiferencia o prejuicio. O, en el extremo opuesto, por la obsesión que descifra en cada signo del envejecimiento una enfermedad infaliblemente tratable con los consecuentes efectos adversos y complicaciones.
Desde tiempos inmemoriales, la vejez y todo lo que le concierne ocuparon la atención de los seres humanos, a partir de percepciones tan disímiles como la humanidad misma. Para unos, la ancianidad es un don, y su disfrute, una ventura gozosa; para otros se trata de la antesala de la muerte con el sufrimiento y la degradación que ello implica. En opinión de Simone de Beauvoir, el aspecto biológico de esa relación siempre ha prevalecido al contradecir el ideal viril o femenino adoptado por los jóvenes y los adultos; frente a la vejez, “la actitud espontánea ha sido negarla en la medida en que se define por la impotencia, la fealdad y la enfermedad” (1970, p. 50).
Precisamente, en la búsqueda de perspectivas serias y realizables para afrontar de manera objetiva los aspectos que caracterizan el envejecimiento, a fines del siglo xix emergieron las primeras nociones de la ciencia encargada de tratar la vejez y los fenómenos que la caracterizan. Tal como define la Real Academia Española (2001) a la gerontología, una disciplina que aborda desde una óptica científica y humanística el estudio del proceso de envejecer, tanto en el ámbito poblacional como, y sobre todo, individual.
Etimológicamente, la palabra gerontología procede del término griego geron, gerontos/es, “los más viejos” o “los más notables del pueblo helénico” que, unido a la expresión logos, logia o “tratado” significa grupo de conocedores. Por su parte, la palabra vejez (derivada de viejo) procede el latín veclus, vetulusm, que a su vez define a la persona de mucha edad.
De las abuelas ancestrales a las visiones teogónicas
Recientemente, tanto la antropología como la etnología aportaron desde sus ópticas varias hipótesis que refutaron la noción tradicional de los cazadores-recolectores como uno de los fundamentos de la evolución humana al presentar la teoría del rol de las abuelas ancestrales, una figura que, según sus autores, delineó el perfil de los individuos en la estructuración de la sociedad primigenia: las mujeres jóvenes, particularmente, se encargaron de proporcionar los medios de subsistencia del clan y sus madres mantuvieron la cohesión del núcleo familiar, contrario a la costumbre masculina de entregar las piezas de caza a otros individuos ajenos a su parentela. Las repercusiones de este patrón se evidenciaron, entre muchas otras, en la prolongación de la vida posmenopáusica, un hito diferenciador con los demás primates.
Es bien conocido que el sistema reproductivo humano envejece más rápidamente que el resto del cuerpo, hasta el punto de afirmarse que a los 45 años el femenino, en particular, exhibe cambios que lo asimilan a la edad de 80 años. En 2003, la antropóloga estadounidense Kristen Hawkes notificó que el modelo social de las abuelas ancestrales evolucionó con el intercambio de alimentos entre la abuela y el nieto, una práctica que permitió que las hembras envejecidas incrementaran la fertilidad de sus hijas, lo cual garantizaba la selección contra la senescencia (pp. 380-400). En publicaciones ulteriores, basadas en modelos de simulación matemáticos, la autora concluyó, sin rodeos, que los cuidados de las abuelas a sus nietos aumentaron en 49 años la esperanza de vida en un breve periodo evolutivo (p. 1907).
En general, los logros de la especie humana en los últimos 60.000 años, a través de este modelo social, fueron: mujeres posmenopáusicas más vigorosas y con mayor sobrevida para permitir la fertilidad de sus hijas, acortamiento de los tiempos de embarazo y entre cada parto, madurez más tardía, mayor expectativa de vida, así como disminución de las tasas de fecundidad y de las tasas de mortalidad. De esta manera, la figura protagónica de la mujer vieja emergía desde la bruma la prehistoria.
Algunos milenios después, en desarrollo de la civilización sumeria, los relatos cosmogónicos incluyeron numerosas alusiones a los ancianos y a la búsqueda de la inmortalidad, tal como aconteció con la primera epopeya de la humanidad, en la cual el rey Gilgamesh descendió hasta el inframundo para reclamar al sabio Ut-Napishtim la planta que le cambiaría su condición de mortal. Una vez la obtuvo, una serpiente la robó y frente a sus ojos mudó su piel y volvió a ser joven. El final de ese mito muestra al