Su compromiso con la atención al paciente anciano no estuvo libre de conflictos, ya que muchos de sus colegas no entendían el valor de prestar atención a un grupo de pacientes eternamente descuidado, y como mujer, a menudo luchaba para lograr imponer sus puntos de vista. Los geriatras fueron referidos como miembros de “una especialidad de segunda clase, cuidando a pacientes de tercera clase en instalaciones de cuarta clase” (St. John y Hogan, 2014), recibidos a menudo con resistencia por los médicos generales. En respuesta a ese ambiente de desconocimiento y rechazo, promovió la vinculación de la enfermería geriátrica como factor fundamental en la atención integral de los ancianos con problemas de salud. Después, a medida que aumentaba el envejecimiento de la población, el modelo de atención propuesto por ella se convirtió en un objetivo cada vez más pretendido; un cambio de paradigma en el manejo de estos pacientes previamente dejados a su suerte. Años más tarde, la doctora Warren se desempeñó como secretaria internacional de la Asociación Internacional de Gerontología, al tiempo que recibió toda clase de distinciones por su labor monumental en defensa de los ancianos.
Una vez finalizó la Segunda Guerra Mundial, se desarrollaron la mayor parte de asociaciones de gerontología, comenzando por la estadounidense (Gerontological Society), en 1945. La Sociedad Española de Geriatría y Gerontología fue creada en 1948, y por esas mismas fechas surgieron otras asociaciones europeas y latinoamericanas, entre las cuales se destaca la Asociación Internacional de Gerontología, fundada en Lieja ese mismo año. De forma simultánea, empiezan a publicarse trabajos científicos regularmente en The Journal of Gerontology & Geriatrics, una de las revistas de mayor reconocimiento e impacto desde 1946. La Asociación Colombiana de Gerontología y Geriatría se creó en 1973.
El servicio postal colombiano llamó la atención de los demógrafos y de los investigadores del envejecimiento en general, al emitir, en 1956, una estampilla en homenaje a quien muchos consideraban “El hombre más viejo del mundo”, un indígena de la etnia zenú, habitante de la costa atlántica en condiciones de mendicidad y conocido en los alrededores como el “Viejo Javié”, quien decía haber nacido en 1789, lo cual lo destacaba como el individuo de mayor longevidad de todos los tiempos. Tal exaltación condujo al personaje a una serie de distinciones en diferentes ciudades del continente, incluidas Caracas y Nueva York. Pocos meses después, el hombre murió, supuestamente, a la edad de 167 años. Su retrato fue incluido en el sello postal en una serie de dos valores: el sello de 5 centavos de color azul, y el de 20 centavos, carmín. De cada uno de ellos se emitieron dos millones de ejemplares (Cortázar y Eraso, 2019, p. 27).
Por su parte, la geriatría clínica se inició en Colombia, tanto en el ámbito académico como en el hospitalario, de la mano del médico Jaime Márquez Arango, quien después de terminar su posgrado en Medicina Interna ingresó en el Reino Unido al programa de especialización en Geriatría de Southampton, donde desarrolló su enorme capacidad de investigación. De esa época figuran sus tratados estadísticos sobre la circulación cerebral en ancianos, osteoporosis y fracturas óseas y sobre la epidemiología de la hipertensión arterial en el adulto mayor. A partir de 1986, estructuró la primera especialización médica en Geriatría Clínica en Colombia, en la Universidad de Caldas, de Manizales, y perfeccionó sus estudios sobre las terapias preventivas en osteoporosis. Sus enseñanzas y publicaciones, Guía para la valoración del anciano (1981) y La geriatría en la consulta diaria (2000), constituyen un testimonio del reto asumido por el doctor Márquez en una sociedad que cambió la perspectiva de la vejez y la noción del cuidado de los ancianos (González, 2005b, p. 218):
El ser humano, desde los tiempos más remotos, parece buscar la inmortalidad o la eterna juventud. No me refiero a la inmortalidad que se adquiere por los grandes logros o por la producción intelectual sino a la presencia física, en la tierra, por siempre jamás. Ha inventado, incluso, algunos seres privilegiados, como Matusalén, Elías y otros que subieron al cielo, en cuerpo y alma, después de vivir largos años sobre la tierra. Por más que estas sean fábulas, denotan el sentimiento real del hombre aunque, como de costumbre, tengamos que acudir a los mitos, a los artistas, los poetas y los escritores para poder desentrañarlas. (Márquez, 1996, p. 7)
En este aparte del relato, parecería que la historia de la vejez, signada principalmente por la negación y el rechazo, pudo modificarse por las acciones de muchas personas a lo largo de los últimos dos siglos y desde cada una de sus respectivas disciplinas; pero no ha sido así. En 1969, el psiquiatra y gerontólogo estadounidense Robert Neil Butler acuñó el término ageismo, aprovechando la efectividad y el éxito de expresiones, como racismo y sexismo, que contribuyeron a identificar y promover cambios de actitud, principalmente, en la sociedad estadounidense. El vocablo, traducido al español como edadismo, senilismo, viejismo o ancianismo, se refiere a estigmatizar socialmente a las personas mayores. ¡Un fenómeno inherente a la condición humana de fanatismo y prejuicio! (Butler, 1969, pp. 243-246).
De manera general, el doctor Butler identificó varios elementos que configuraban, entonces como ahora, la discriminación al creer que los ancianos constituyen una carga para la sociedad, al tomar decisiones por ellos y al restringir el acceso a determinados tratamientos. Un aislamiento que afecta con mayor violencia a las personas de edad avanzada con escasez de recursos económicos y culturales, de sexo femenino y de etnias tradicionalmente segregadas, que actúan como amplificadoras de los estereotipos:
Mitos sobresalientes según los cuales la mente ineludiblemente se deteriora con la vejez se han traducido en diferentes grados de discriminación en todas las facetas de la vida. Al mismo tiempo que se les dice que “se comporten según su edad” de adultos mayores, muchas veces se espera que actúen más como niños y que renuncien a una parte de la responsabilidad y del control sobre sus propias vidas. Por ejemplo, las personas que equiparan los problemas de audición con la falta de comprensión pueden recurrir a “hablarles como a un bebé” o a excluirlos de las tertulias y actividades sociales convencionales. También es común que los jóvenes asuman que los mayores no oyen bien y les griten automáticamente. (Golub et al., 2002, p. 19)
Expresiones tantas veces oídas en los servicios médicos acerca de la salud de los ancianos constituyen, ciertamente, muestras de discriminación y configuran el perfil de “viejismo”: “Las molestias descritas son producidas por la vejez”, “No se preocupe por la visión que ya usted vio todo lo que tenía que ver”, “Lo normal durante la vejez es la depresión” o “La pérdida de la memoria nos puede pasar a todos”, independiente de lo anecdótico que parezcan, conforman un arsenal de respuestas que evidencian ignorancia y prejuicio.
El suponer que los viejos, por el solo hecho de ser viejos, no son merecedores de procedimientos médicos o quirúrgicos, al invocar causales sanitarias, económicas o simplemente de sobrevida, es indigno y es reflejo de deshumanización. Empero, la distanasia, más conocida con los términos de obstinación o “encarnizamiento” terapéuticos, ilustra el otro extremo del prejuicio y, por qué no, de la arrogancia que desconoce las voluntades anticipadas, al procurar por todos los medios disponibles la prolongación fútil de la vida biológica, los cuales, en la mayoría de las ocasiones, empeoran la calidad de vida aún más que la propia enfermedad (González, 2012, p. 119).
Así mismo, tal como se anotó al inicio, confundir los signos del envejecimiento con enfermedades o, en el peor de los escenarios, asistir impasiblemente a la evolución de una enfermedad argumentando que sus síntomas corresponden a la vejez, pone de manifiesto impericia, imprudencia y negligencia, con repercusiones éticas y legales.
A propósito de encasillamientos, el término tercera edad, ampliamente difundido en Francia durante la década de los setenta del siglo pasado, expresaba en sus inicios una ética activista de la jubilación puesta en práctica varios años antes en los países del norte de Europa; una nueva palabra en oposición a la vejez, con aspiraciones grupales de convertirse en una nueva juventud. Pronto se evidenció que el término excluía a los más viejos de la población y se hizo necesario acuñar la expresión cuarta edad, que agrupaba a las “personas mayores dependientes”, tributarias de diversos objetivos de la política social.
Según el sociólogo francés Vincent Caradec (2008, p. 127), el éxito de