Escribir relatos ambientados en la selva implica, por lo tanto, afrontar a la vez una realidad concreta de complejidad asombrosa y un conjunto de imaginarios que expresan, deforman, encubren, mutilan o silencian esa complejidad. De ahí que en las narrativas de la selva aparezcan con tanta frecuencia variaciones en torno a los motivos de origen colonial que he citado —el paraíso terrenal, El Dorado, el buen salvaje, las amazonas, los caníbales, la naturaleza virgen, la frontera vacía, el mundo perdido, la espesura malsana, el laberinto vegetal, el infierno verde—, cuyas connotaciones simbólicas siguen vivas gracias a los lejanos ecos del pasado que aún resuenan en ellas y a las nuevas capas de significado que surgen en el contexto de la actual mutación ambiental. Cada uno de los términos incluidos en esa lista aporta un tema posible para las narrativas de la selva, pero la existencia misma de la lista constituye probablemente la cuestión crucial. ¿Cómo analizar la tenaz persistencia de los imaginarios coloniales casi dos siglos después de las guerras de independencia? ¿En qué medida las narrativas de la selva logran adoptar un punto de vista crítico con respecto a esa herencia discursiva que ellas mismas no cesan de reproducir?
En general, es posible identificar dos formas básicas mediante las cuales los narradores han confrontado los imaginarios coloniales sedimentados: la primera consiste en apelar a los recursos de la narración literaria para reescribir ciertos episodios claves de la conquista y la colonización de las selvas, subrayando así el carácter histórico y contingente de los imaginarios; la segunda, en abordar los imaginarios mismos y reciclarlos paródicamente, a fin de poner en evidencia, mediante una especie de reducción al absurdo, la dosis de artificio y de estereotipo que hay en ellos —o, para decirlo con más precisión, a fin de poner en evidencia el hiato que existe entre el andamiaje discursivo de los imaginarios y la realidad a la que hacen referencia—. La popularidad de la primera forma de confrontación está atestiguada por la abundancia de novelas históricas ambientadas en la selva; el viaje de Francisco de Orellana por el río Amazonas, y la expedición posterior de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre han inspirado la escritura de numerosas novelas, a lo cual hay que agregar obras recientes que reconstruyen eventos de la época de las caucherías.5 La segunda forma de confrontación resulta más difícil de referenciar, ya que el reciclaje de los imaginarios se lleva a cabo trasversalmente, con distintas dosis de parodia y con un mayor o menor grado de conciencia crítica por parte de los autores, en un amplio repertorio de novelas y cuentos. Además, la eclosión de las corrientes de lo «real maravilloso» y del «realismo mágico» a mediados del siglo pasado baraja las cartas de los imaginarios tradicionales y complica aún más el análisis de las estrategias de abordaje crítico de la herencia colonial.6 En todo caso, como veremos ahora, la confrontación de los imaginarios coloniales está estrechamente vinculada con la irrupción de las cuestiones ambientales en las narrativas de la selva.
1.2. El impacto ecológico y humano de la colonización
Al interesarse en una realidad selvática que, desde los tiempos de las caucherías, sufre el acoso creciente del ímpetu colonizador, la narrativa de la selva se ve llevada de forma natural a ocuparse de la situación social de la región, así como de toda una serie de problemas que hoy en día llamamos «ecológicos». Desbordando los límites del enfoque regionalista o terrígena en el que se las suele situar (Franco 2001: 195-207; Fuentes 1972: 9-10), ya las narrativas de la selva de los años veinte y treinta del siglo pasado exploraron a fondo las relaciones de la actividad humana con el entorno ambiental. Es verdad que, en esas obras pioneras, la naturaleza es descrita a menudo como una fuerza omnipotente, y la selva, como un ámbito feroz, hostil, invencible. También es sabido que Quiroga, Rivera, Gallegos y Alegría, a raíz de las situaciones de injusticia existentes en sus países, hicieron de la denuncia y la crítica social uno de los ejes de su trabajo narrativo. Lo que se ha notado menos es que en sus obras surge una idea destinada a tener un amplio desarrollo en la narrativa posterior: que la selva en el fondo es más frágil de lo que parece y corre peligro debido a las perturbaciones suscitadas por la colonización, las cuales hacen del bosque y de sus pobladores humanos y no humanos algo más que simples víctimas colaterales. Surge así otro conjunto de temas que se amplía en las décadas siguientes y, sobreviviendo a las corrientes de lo real maravilloso y del realismo mágico, mantiene plena vigencia en la actualidad. De poco sirve desenmascarar el embrujo de las viejas representaciones coloniales de la selva si las nuevas dinámicas colonizadoras, inscritas en la lógica del capitalismo global y respaldadas por la eficacia de la tecnología moderna, continúan reproduciendo en la práctica los aspectos más destructivos de ese legado. Esta es la razón por la cual el examen crítico de los imaginarios que movilizan la colonización prepara el terreno para la exploración del impacto que esta ejerce sobre la cultura de las poblaciones nativas y sobre los ecosistemas selváticos.
El enfrentamiento de los humanos con una naturaleza exuberante pero hostil constituye un tópico central de la literatura hispanoamericana desde las crónicas de Indias.7 La llegada de los europeos a América estableció un patrón de ocupación del territorio en el que las montañas, los bosques, las llanuras y las selvas eran regiones erizadas de obstáculos, a través de las cuales había que abrirse paso por la fuerza para alcanzar las riquezas ocultas en su seno. En las expediciones de exploración que recorrieron el continente, el deslumbramiento provocado por el hallazgo de un mundo distinto iba de la mano con las dificultades suscitadas por la falta de familiaridad con el terreno, por la resistencia de las poblaciones aborígenes y por los encarnizados enfrentamientos que se desataron entre los propios invasores. Como un eco tardío de esas jornadas, que William Ospina denomina «auroras de sangre», la modernización en América Latina adoptó desde muy pronto el cariz de un necesario sometimiento del entorno natural y de sus pobladores. En este orden de ideas, Ospina presenta como un rasgo clave de la cultura latinoamericana moderna el hecho de que, a diferencia de lo que pasa en Europa, se desarrolla en el marco de una naturaleza que todavía no ha sido plenamente domesticada (2007: 181-183). El arribo del mercantilismo a la región luego de las guerras independentistas hizo que su incorporación al capitalismo coincidiera con la lucha por vencer la resistencia de vastas zonas del territorio aún en estado salvaje.
En este marco neocolonial se inscriben las narrativas hispanoamericanas de la selva escritas desde inicios del siglo xx. La situación de sus autores es ambigua porque la atmósfera cultural dominante en los países de la región lo era ya desde los tiempos de la independencia. A este respecto, Carlos Alonso advierte que las élites criollas gestoras de las nuevas naciones adoptaron el discurso progresista de la modernización —orientado hacia el futuro— como una estrategia para sellar la ruptura con el orden colonial español —anclado en el pasado—, pero con eso le prepararon el camino al neocolonialismo, ya que el proyecto modernizador supone la legitimidad del poder ejercido por las metrópolis centrales sobre las zonas periféricas del orden mundial, entre ellas América Latina (1998: 19-23). En consecuencia, los escritores e intelectuales hispanoamericanos se vieron confrontados a un escenario ambivalente: ¿cómo ser modernos bajo las condiciones semifeudales heredadas de la Colonia? ¿Cómo afirmar la autenticidad cultural de unos países que, habiendo logrado su libertad política, pasan a ocupar en la práctica una posición subordinada de tipo neocolonial a nivel económico? ¿Cómo tomar distancia con respecto a los efectos negativos de la modernización patrocinada por el discurso cultural dominante?
En los cuentos misioneros de Quiroga, en los relatos amazónicos de Ciro Alegría, en el trato que Rivera en La vorágine