En el tenor de la poesía testimonial como poesía política, encuentro que esta poesía responde a la violencia vivida en esta etapa, la cual se caracteriza por estar marcada por las políticas económicas neoliberales y el estado de excepción como norma cotidiana a lo largo y ancho del territorio, que es lo que entiendo por violencia generalizada, y que se extiende hacia la implantación de políticas de la memoria que tienen la función de burocratizar la memoria para regular una suerte de tecnología del olvido.
Desde la perspectiva crítica de la memoria, en el capítulo segundo amplío en la interpretación de la poesía testimonial, comprendiendo sus sensibilidades como contra discursos ante la afectividad hegemónica de la guerra y de la memoria burocratizada. Son los afectos lo que unen lo testimonial y lo definen en esa lengua del resto, es la creación de representaciones de la vida a través de las imágenes lo que hace de esta poesía una respuesta dignificadora, humanizante ante lo vivido y una memoria que arde, que conmueve, y que hace cumplir imaginativamente las aspiraciones del Estado social de derecho y de pacificación que se viven durante el período mencionado. En este sentido la poesía testimonial se constituye como una poética-pública que va de lo íntimo de la escritura y los afectos a la desapropiación con los lenguajes colectivos. Cada autor tiene su forma de experimentar con la materialidad textual, sus estilos e influencias, su manera de documentar la realidad y hacer de sus poemas un testimonio.
Por ello, en los capítulos tercero y cuarto amplío el análisis de cada uno de los libros mencionados teniendo como base la perspectiva de lo que implica la escritura en emboscada. Desarrollo una lectura amplia de los poemarios de Chaparro en donde encuentro cómo el montaje se ejecuta como sistema de escritura, lo onírico y lo simbólico feminizado muestran unos afectos colectivos que el autor entreteje con su apuesta poético-política.
En tanto que en la poesía de Tirso Vélez encuentro un lenguaje más directo, el uso de la lengua coloquial, que aparentemente es menos lírico. A lo largo de los análisis da cuenta de toda una elaboración íntima, sistemática con la imagen, deliberadamente sencilla para afectar a su interlocutor ideal, diseñado en esa lengua coloquial: el pueblo. El tratamiento del resto aquí no se abandona sobre ideas menos visuales, ni menos simbólicas; al contrario, los símbolos y lugares son tan comunes, pero a su vez tan cargados de afectividad como los creados por el mundo onírico de Chaparro.
En conclusión, encuentro una armonía de sensibilidades, que se encuentran en la interpelación social que desde la poesía se le hace a la construcción aspiracional de Estado social de derecho, desarrollado por las leyes colombianas. La poesía de estos dos poetas a través de lo afectivo crea una forma de política que les responde a las consignas contemporáneas de la violencia, siendo esta su poética-política comunal, que ambos autores utilizan a partir del tratamiento de la imagen.
La historicidad y pensamiento crítico que transmite la poesía de ambos autores se extiende hasta la implantación de políticas de la memoria, el régimen estético de la sobrevivencia hace que estos poetas, amenazados en vida, superen el umbral del nihilismo y se lean a partir de un tenor crítico de la memoria. Son poetas testigos en el sentido en que testimonian los afectos vividos durante la destrucción y son jueces poetas, desde la operación con la imagen que permite la vindicación imaginaria, que toca lo real y denuncia la injusticia, expone, con las imágenes y afectos, la permanencia del estado de excepción como norma en la sociedad colombiana, tanto en medio de la guerra como en un momento de pacificación.
2. Julio Daniel Chaparro (Sogamoso, Boyacá, 1962 - Segovia, Antioquia, 1991). Poeta y periodista, realizaba una serie de crónicas para el diario El Espectador titulada “Lo que la violencia se llevó” el día que fue asesinado junto a Jorge Torres Navas, reportero gráfico que lo acompañaba. Su intención como periodista era recorrer regiones que fueron epicentro de masacres en un contexto álgido de violencia, para mostrar la voluntad de paz de sus habitantes, más allá de la tragedia. Veinticinco años han pasado sin que se sepa quiénes fueron los responsables de este doble homicidio. Es la misma verdad que se espera en casi la totalidad de los 152 periodistas asesinados en Colombia entre 1977 y 2015.
3. Tirso Vélez (Agua Clara, Norte de Santander, 1954 - Cúcuta, 2003). Sicólogo de la Educación en el Centro Latinoamericano de Dianética, en Bogotá. Trabajó como profesor en escuelas rurales de su región. Llegó en 1987 a Tibú, donde fue profesor. En 1992 fue elegido alcalde de Tibú por la Unión Patriótica (UP). Propuso soluciones para buscar la paz en su región y le solicitó al gobierno y a la guerrilla cesar las hostilidades e iniciar un diálogo. En 1993, su poema “Colombia, un sueño de paz” lo enfrentó con los mandos militares de Norte de Santander. Tras la publicación del poema, el general Hernán José Guzmán, comandante general del Ejército en la época, le solicitó a la Procuraduría que lo investigara disciplinariamente. En agosto de 1993 recibió amenazas de las autodefensas y en septiembre de ese año fue detenido por el DAS por presunta colaboración con el ELN. Tras varios meses en prisión, quedó en libertad por falta de pruebas. Formó un movimiento de izquierda, independiente y pacifista. Fue diputado de Norte de Santander, siendo el único candidato que ha obtenido votos en todos los municipios del departamento, miembro de la Comisión Nacional de Paz y uno de los fundadores de la ONG Redepaz. En 2003 se presentó a las elecciones para la gobernación de Norte de Santander por el Polo Democrático, lideraba las encuestas con 24% de preferencia. El 4 de junio de 2003, en pleno centro de Cúcuta, un sicario disparó varias ráfagas sobre Tirso Vélez, su esposa y sus dos hijos, asesinó a Tirso Vélez con seis balazos e hirió a su mujer (Biografía tomada de Gómez Mantilla, Saúl. Ed. 2013).
Capítulo 1
Una generación emboscada: panorama de la poesía colombiana durante el último decenio del siglo XX
La tradición de los oprimidos nos enseña
que la regla es el estado de excepción en el que vivimos
Walter Benjamin (2008)
Los períodos de la violencia en Colombia a lo largo del siglo XX se han definido a través de momentos de pacificación. El primero culminó con el acuerdo internacional de la Guerra de los Mil Días (1902), el segundo en 1958 con la instauración del Frente Nacional y, a pesar del ambiente constitucional y pluralista de 1991, parece que el último período de violencia se ha prolongado hasta entrado este siglo XXI. Por ello, la guerra ha hecho parte del cotidiano, y, al parecer, tal como lo plantea Benjamin (2008) en el epígrafe que cito como encabezado de este apartado, el estado de excepción parece más la regla diaria en tanto que por la duración del conflicto armado en Colombia, por sus múltiples facetas y matices pareciera constituirse una tradición que oprime a los habitantes del territorio. De este modo, Colombia es referente latinoamericano a la hora de abordar los problemas de violencia, está marcado por el imaginario de ser uno de los países más violentos del continente.
A pesar de los momentos de paz, la inacabada situación conflictiva ha hecho que muchas víctimas, artistas y creadores que identifican el conflicto como un problema social encuentren un vehículo de expresión en el arte, la literatura, el cine la poesía, como lo desarrollo aquí, que no solo constituyen un testimonio sino que canalizan sentimientos individuales y colectivos, apuestas estéticas para responder ante la excepción como norma, de la cotidianidad y de la perennidad, y ante la implantación de políticas de la memoria cuyo capital es el recuerdo del trauma, una especie de tecnología de olvido por acumulación.
El epígrafe se relaciona directamente con la idea de violencia generalizada que analiza Daniel Pécaut, la cual se entiende como la banalización de la violencia que se dio después del Frente Nacional en el país (1958-1974); se caracteriza