Anses, capacidad de ejecución
A comienzos de los años noventa, el régimen de seguridad social, de carácter público y solidaridad intergeneracional, atravesaba una fuerte crisis de financiamiento, producto del envejecimiento poblacional, la evasión y las moratorias. Al igual que con la economía, Menem ensayó un primer intento de reforma desprolijo, con Santiago de Estrada como ejecutor. Recién con la llegada de Cavallo al ministerio pudo elaborar un proyecto global, que buscaba básicamente la privatización del sistema a través de la construcción de un régimen de capitalización individual inspirado en la reforma pinochetista de los ochenta, que por esos años aún era considerada un ejemplo. Desde una perspectiva de economía política, la reforma era un caso testigo para demostrar la reconversión al neoliberalismo de un gobierno[8] todavía sospechado de peronismo residual, una vía fácil para conseguir financiamiento internacional y una posibilidad, pasado el primer rush de privatizaciones, de seguir ofreciendo oportunidades de negocio al sector privado. La dupla Menem-Cavallo contaba con las ganancias de credibilidad que había generado el éxito estabilizador inicial de la Convertibilidad.
El proceso comenzó con la ley de creación del Instituto Nacional de la Previsión Social (INPS) como entidad de derecho público no estatal, que luego se transformó, mediante un decreto, en el Sistema Único de la Seguridad Social (SUSS), dependiente del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social de la Nación, encargado de cobrar y administrar una Contribución Unificada de la Seguridad Social (CUSS). Este fue el antecedente directo de la Anses, inaugurada por decreto en 1991. El nuevo sistema absorbió parte de las cajas previsionales de las provincias y los regímenes profesionales, con el objetivo de unificar y simplificar la seguridad social y dar el paso crucial hacia la creación de dos sistemas, uno público de reparto y otro privado de capitalización individual en manos de las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP), que se convertirían en las nuevas protagonistas de la seguridad social reformada.
La historia posterior es conocida: la privatización despojó al Estado de los aportes de los trabajadores mientras debía seguir sosteniendo el sistema, lo que agravó la crisis fiscal y la necesidad de endeudamiento que concluyó en el estallido de 2001; las AFJP se pasaron de rosca con las comisiones; la inequidad entre jubilados se profundizó, y el dichoso mercado de capitales local nunca terminó de concretarse. Pero lo que me interesa destacar aquí no es eso, sino la construcción de la Anses como dispositivo institucional: un organismo autárquico dependiente del Ministerio de Trabajo, encargado de administrar la casi totalidad del sistema previsional argentino (apenas unas pocas provincias y algunos regímenes especiales quedaron fuera) y de gestionar las asignaciones familiares, los programas de empleo y las pensiones no contributivas.
Como señalamos, la reforma fue concebida con el objetivo de atraer inversiones privadas y fomentar el ahorro individual. Sin embargo, uno de sus rasgos centrales –la recentralización– resultaría clave como herramienta de gestión una década después: la estatización de las AFJP, la medida más profunda del kirchnerismo tardío, fluyó sin obstáculos gracias a la Anses, que permitió absorber las administradoras privadas, unificar el padrón y manejar la incidencia del Estado en las empresas privadas en las que tenía participación sin mayores tropiezos. Más tarde, cuando el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner decidió desplegar un programa de transferencia de renta condicionada al estilo de los que se venían implementando en otros países de la región y anunció la Asignación Universal por Hijo (AUH), no recurrió al Ministerio de Desarrollo Social, que habría sido la elección natural, sino a la Anses (en Brasil, por ejemplo, el encargado de elaborar el Cadastro Único del programa Bolsa Familia es el Ministerio de Desarrollo Social). Comprobada la eficiencia del organismo con el impecable despliegue de la AUH (prácticamente no hubo denuncias de irregularidades), el gobierno kirchnerista decidió que los siguientes programas estrella (Procrear y Conectar Igualdad) se implementasen a través de la Anses. Y así también sucedió con el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), ya en tiempos de Alberto Fernández.
En un Estado desarticulado, que enfrenta dificultades serias para llevar adelante planes y programas, la Anses es una agencia eficiente y ágil, con procesos totalmente informatizados y una alta capacidad de ejecución. Es, después del Correo Argentino, el organismo nacional de mayor despliegue territorial, una red de trescientas Unidades de Atención Integral (UDAI) ubicadas en casi todas las ciudades del país. La relevancia de la Anses es tal que, aunque una mirada superficial la consideraría un organismo gris de pura finalidad burocrática, se ha convertido en una plataforma de despegue de ambiciones políticas, con más (Sergio Massa), menos (Amado Boudou) o ningún (Diego Bossio) éxito. La importancia de la Anses crece a nivel municipal, como demuestra el hecho de que muchos integrantes de la nueva generación de intendentes bonaerenses hayan pasado antes por sus oficinas locales, un lugar dotado de recursos, donde la posibilidad de tropezar en la gestión es mínima (buena parte de los procesos están estandarizados) y que al mismo tiempo reserva cierto margen para la discrecionalidad, es decir, para la política. Juan Ustarroz (Mercedes), Leonardo Nardini (Malvinas Argentinas), Juan Pablo de Jesús (Municipio de la Costa), Walter Festa (Moreno) y Juan Zabaleta (Hurlingham) estuvieron a cargo de una UDAI antes de escalar a la intendencia.
La Anses es quizá el símbolo más claro de la transformación del peronismo descripta en el libro pionero de Steven Levitsky: de un partido sindical sostenido por el poder y los recursos de los gremios a una fuerza clientelar-territorial alimentada por el Estado.[9]
Recaudar para sobrevivir
A mediados de los noventa, tras una larga disputa con las diferentes facciones del gobierno, Cavallo logró la fusión de los tres organismos recaudadores del Estado nacional –la Aduana, la Dirección General Impositiva y la Dirección General de Recursos de la Seguridad Social– en una sola entidad dependiente del Ministerio de Economía, un proceso largo que terminaría de concretarse con el ministro ya fuera del gobierno. Como la seguridad social, la reforma impositiva cavallista se encuadraba en el paradigma neoliberal de las señales de mercado, la atracción de inversiones extranjeras y el superávit fiscal: el aumento al 21% de la alícuota del IVA y su extensión a otras actividades, la eliminación de los aportes patronales y la reducción de impuestos considerados distorsivos modelaron una estructura tributaria regresiva, bajo la cual el peso principal de la recaudación caía sobre los tributos al consumo: el IVA, que antes de la reforma representaba un 17% del total de lo recaudado, pasó al 38%.[10]
El costado positivo fue la construcción de la AFIP. Dotada de una autarquía funcional similar a la de la Anses, la AFIP desarrolló un veloz proceso de informatización con recursos propios y software libre (plataforma Java y sistema operativo Linux), que la convirtió en un organismo de referencia en “gobierno digital” en América Latina (cuenta la leyenda que cuando Axel Kicillof ingresó por primera vez al corazón informático de la agencia la comparó con la NASA). La ley penal tributaria fue reformada de modo tal que la AFIP contara con la facultad para clausurar comercios sin orden judicial. Así apareció el primer sheriff impositivo de la historia argentina: Carlos Tacchi, que prometía “hacer mierda a los evasores”, antecedente directo de las persecuciones en las playas, los embargos a automóviles de lujo y las fotos aéreas que años después harían famoso al bonaerense Santiago Montoya. La contribución de ambos pintorescos personajes a la creación de una cultura impositiva argentina debería ser valorada.
Como resultado de estos esfuerzos, la base tributaria aumentó considerablemente y la evasión se redujo. En un contexto de crecimiento económico, la recaudación pasó del 13% del PBI antes de la sanción de la Ley de Convertibilidad a alrededor del 20% a mediados de los noventa. Pero, además, la modernización de los instrumentos recaudatorios