Escribimos también desde otros lunes. Escribimos después de las largas experiencias en el poder del kirchnerismo y del macrismo, los movimientos sociales y políticos que marcaron –y todavía marcan– el incipiente y equívoco siglo XXI argentino. ¿Es posible decir hoy exactamente lo mismo que decíamos ayer sobre temas tales como la “corrupción estatal” o “el ingreso al primer mundo” en aquella década? Revisitamos a Menem y su época con la total autoconciencia de ese tiempo transcurrido, y creemos que ahí reside precisamente la “gracia” de este intento colectivo. Los noventa, veinte años después.
Los noventa son un desfile de vivos y muertos. Sombra terrible de Norma Plá, vamos a evocarte para que, sacudiendo el polvo, muestres eso ensangrentado: jubiladas y jubilados en la mishiadura, laburantes que ayudaban a sus viejos que no llegaban a fin de mes, docentes que ganaban dos mangos, la Argentina del guardapolvo blanco se la daba en la ñata. El fin de la colimba en el velatorio de nuestro soldado Carrasco y un tiro del final: una tierra donde el Estado (de bienestar, de semibienestar, de algo) se volvió la casa tomada al revés: una casa abandonada de ministerios casi sin hospitales ni escuelas. Que el último tire la llave. Al mar. El horizonte dolarizado: Miami o La Habana. ¡Elige tu propia Cuba! ¿Quién no quería guita? ¿Quién la tuvo de verdad? La larga marcha de la columna vertebral: del movimiento obrero al movimiento de desocupados. Jorge Guinzburg tuvo en esa década un programa cuyo nombre era a la vez una metáfora obvia y tal vez por eso inevitable: La Biblia y el calefón. La Biblia de la estabilidad monetaria y de la Argentina en colores de la modernización capitalista, y el calefón del final del ideario igualitario de la Argentina del siglo XX y de la corrupción que mata –Río Tercero y la AMIA, los clasificados como género literario–.
El drama de los noventa se cifra en sus contradicciones flagrantes, en esa idea de armar un orden posible sobre la tumba de lo que alguna vez quisimos ser, en términos tanto materiales como “éticos”. Construir sobre las ruinas de la vieja civilización argentina, la misma que desenterraba el arqueólogo alemán personificado por Tato Bores. ¿El huevo o la gallina? ¿Esa Argentina ya había estallado en 1989 o la hizo estallar, de manera deliberada, el peronismo de Menem? La Argentina de los noventa se narra también en clave de cuento policial. “Oficial, cuando yo llegué a la casa, a esa Argentina ya la encontré muerta”.
Modernidades y excluidos. Menem vino del fondo de los tiempos a trompearse con la Historia. Enigma y certeza.
Nombrar al innombrable
El cuerpo de Menem estaba vivo cuando imaginamos y publicamos, en la revista Panamá, el dosier que dio origen a este libro. Pero ahora, ¿qué nos dice su muerte? No de él, de nosotros.
Sarmiento no escribió sobre Rosas, escribió sobre Quiroga. La elección del objeto no es adhesión al objeto. El riesgo de romantizar a Menem es el exacto complemento de romantizar los noventa como años de resistencia, de dirección única, de engaño y simulación exclusivamente. Cierta base electoral kirchnerista era menemista. Pero, sobre todo, hasta 1994 “la resistencia” se concentraba en puntos específicos: Madres, Abuelas, CTA, MTA, sindicatos estatales y docentes, el nacimiento de HIJOS poco después. Del antimenemismo encapsulado al “yo no lo voté”, ¿qué pasó? ¿Qué podemos decir nosotros, muchos, que efectivamente no lo votamos? Hay un triángulo de las Bermudas entre la Argentina, el peronismo y la sociedad. ¿Cómo se entra ahí? Agarrando a Menem pero para poder volver, en definitiva, sobre esos vértices.
¿Menem explica el peronismo o el peronismo explica a Menem? El canto de la marcha peronista (ese “somos”) es una ucronía. Lo que era cantar la marcha peronista en los años noventa, lo que es cantarla hoy en un restaurante en San Telmo o en la sede partidaria de la calle Matheu. La marcha es situacionista. Menem no dejó una herencia política (no hay partido menemista, no hay movimiento menemista, no hay políticos menemistas, aunque casi todos los peronistas “lo fueron”), pero dejó una herencia social. El kirchnerismo no se explica sin consumo, sin la adaptación del derecho al consumo. El kirchnerismo mató el menemismo político, pero a la sociedad menemista la continuó. Esa sociedad que dice: democracia es consumir. Esa sociedad que cuando le hablan con el corazón responde con la billetera. El kirchnerismo se construye milimétricamente contra el menemismo político, pero, a la vez, se construye socialmente continuando las líneas de la sociedad de consumo. Repasemos las herencias. El kirchnerismo inventó el progresismo de Estado, y el orden económico pos- Convertibilidad lo inventó Duhalde. Duhalde, ese presidente que no fue por los votos, el pivote entre Menem y Kirchner, el político que mató los años noventa, el político que pagó ese precio. Las herencias a veces pasan de tíos a sobrinos, dice la crítica literaria.
Parece que es sobre el peronismo, pero es sobre la Argentina. Parece que es sobre la Argentina, pero es sobre el peronismo. Parece que no es sobre la sociedad, pero es sobre ella. Menem es el meme del vestido, el nombre del cuenco tibetano, la armonización imposible de los platillos. Leer a Menem depende del punto de mira. Exige un desplazamiento entre su figura y el peronismo, entre el peronismo y la Argentina, entre la política y la sociedad, y en ese desplazamiento las certezas tambalean.
“Espejito, espejito, ¿cuál es la presidencia más bonita?”. Y lo de siempre: recitamos el Preámbulo con la voz ronca del viejo caudillo de Chascomús. Pero la foto no se completa sin Menem. La democracia tiene una paternidad compartida, porque también empezó el 3 de diciembre de 1990, cuando un presidente argentino salido de las urnas pudo tomar una decisión. Ese día, Menem ordenó reprimir. Alfonsín, como dijo Halperin Donghi, fue el jefe del monopolio del uso de la violencia legítima al precio de no usarla. Menem pudo dar la orden de la democracia (que un uniformado disparara contra otro) porque negoció todo menos el poder de esa orden. ¿Cómo ser un presidente fuerte? Siendo el representante de los vencedores de la Historia. Y el peronismo lo siguió, salvo excepciones. Los tuyos, los míos, los de él, todos fueron, a su modo, menemistas. No de la misma manera, claro.
¿Cómo revisar una década cuando lo único válido que se puede decir ya se sabe de antemano? Sobre ese acuerdo de base, la estamos sellando de entrada. Es como aceptar una terapia de pareja bajo esta condición: “Estoy de acuerdo con ir a terapia para que entiendas que tengo razón”. Lo difícil de los noventa no es solo el resultado que deja la década, sino el dedo que nos apunta. Con el uno a uno, esa década le metió un consenso a la política que la política no pudo o no quiso romper. Menem es el camello del Corán de nuestra democracia. Nombrarlo es ocioso, negarlo es imposible. Si Alfonsín está en el bronce, él está en las cosas.
Eso explica quizá la incomodidad del personaje y el silencio de “clase” (política). Menem después de sí mismo no tiene vitalidad. Los últimos años de ostracismo y senaduría casi vitalicia, una salida en fade. Uno, dos, tres… Menem. Murió como “neoliberal”, pero tuvo muchas vidas. Plebeyo, popular, amigo del obispo Angelelli, amigo de Susana Giménez, una gobernación setentista en La Rioja, cobijando a montoneros y apoyando a Isabelita, una presidencia abrazado al Consenso de Washington. Estuvo preso, salió ileso. ¿Qué le pasó a ese tipo? A veces, lo político es personal. Se sostiene en la estructura del peronismo y abraza con fanatismo el signo de los tiempos. El menemismo parecía tan argentino que nos hizo perder de vista que eso que hacía Menem se hacía en el mundo. Collor de Mello, Salinas de Gortari, Fujimori, Cardoso, Clinton, la tercera vía. Menem es lo universal hecho argentino.
A final de cuentas, la palabra “Menem” no resultó maldita para el peronismo, resultó maldita para la política. Maldita para la Argentina. ¿Por qué Cambiemos no “reconoció” esa paternidad? Remover el análisis de la década es entrar en una línea de fuego contra las sentencias de la Historia. ¿Quiénes escriben la Historia? ¿Por qué todos lo omiten? Como una familia que borra a alguien de la foto y camina chueca. De Menem se decía, en clave chistosa, que era “el Innombrable”: se lo llamaba “Méndez”, o se tocaba lo que había que tocarse para evitar la