El macrismo “contemporáneo”, forjado en los hornos de Durán Barba y Marcos Peña, partió de la hipótesis política exactamente contraria. El peronismo fue, es y será el problema: los famosos “70 años de peronismo” de la ideología oficial. Tiene sentido: en buena medida, el menemismo muere definitivamente en la conformación del PRO, que representa el divorcio entre las ideas liberales y el proyecto peronista. Un “liberalismo atendido por sus dueños” exactamente opuesto al ethos profundo del menemismo. Para el macrismo, la Historia argentina del siglo XX es unívocamente la historia de un fracaso. Una nación descarriada por el populismo y reducida a un tuit de inflación acumulada. Un peso muerto para sacarse de encima. Observan esa historia como los reformistas radicales de Yeltsin leían la historia de la Unión Soviética: el relato de una tragedia. Por esto, y a pesar de los intentos de “negociación” con la sociedad peronizada que les tocó gobernar –digamos, la mejor versión posible de lo que en la Argentina se dio en llamar “gradualismo”–, existió algo en el ethos profundo de la experiencia macrista que tenía como misión central y definitiva neutralizar al monstruo. Demostrar su obsolescencia y su disfuncionalidad. Mauricio Macri incluso consiguió que el FMI y Trump le financiaran un Plan Marshall para tal efecto.
La práctica política concreta mostró una y mil veces esta verdad escrita en granito: en los sucesivos fracasos del “ala peronista” del PRO por ampliar la alianza hacia los sectores peronistas más derechistas o refractarios al kirchnerismo –que hicieron de su máximo exponente, Emilio Monzó, un panelista de televisión más–, en la centralidad definitiva de Peña hasta el último día, en el peso desproporcionado de Elisa Carrió en la coalición cambiemita, en la cultura y en los medios oficialistas. Lo explicitó más tarde el expresidente en su libro Primer tiempo: “No debemos sobrestimar la voluntad de negociación del peronismo, que te enrosca como una serpiente, te susurra al oído que quiere hacer reformas mientras te va dejando sin aire”.[1] El macrismo realmente existente terminó pareciéndose a una versión en slow motion de la Alianza que asumió en 1999, con su continuismo del modelo de Convertibilidad primero –el “gradualismo” de De la Rúa– y el fin del financiamiento internacional y el descalabro después. Tal vez por esta elección deliberada de identidad política, la agenda “reformadora” en términos reales y concretos del macrismo fue casi invisible (persiste, tal vez, como único ejemplo, la política desregulatoria del transporte aeroportuario del exministro Guillermo Dietrich y sus low cost).
En todo caso, entre la identidad y la transformación, el macrismo eligió la endogamia de quien se mira al espejo y le gusta demasiado lo que ve. La secuencia política exactamente inversa a la del menemismo, que hizo de la transfiguración de sus orígenes –incluso física y estética, en la figura del presidente mismo– su primer acto de “traición creadora” schumpeteriana. “Si decía lo que iba a hacer no me votaba nadie”: la autonomía de la política a la enésima potencia. Una disociación completa entre la lógica electoral y la lógica gubernamental que se arrogaba el derecho de establecer el cómo, cuándo y con quiénes del mandato electoral popular, una praxis política opuesta a la práctica contemporánea del focus group, donde todo es fidelización e identidad. El tatuaje en la espalda del menemismo: No se puede transformar sin traicionar.
Una cuestión de clase
Una elección que tiene raíces profundas en otro elemento central del macrismo que lo diferencia del menemismo: el de Macri fue un gobierno mucho más “de clase” que “liberal”; el de Menem fue el gobierno con agenda liberal más plebeyo de la Historia argentina. Difícilmente pueda encontrarse una amalgama de colores, estilos, acentos y orígenes políticos tan diversos como los que contuvo en su seno el menemismo: del liberalismo de barrio de una Adelina Dalesio de Viola a la aristócrata Alsogaray, de la Renovación Peronista de Grosso, Manzano y De la Sota a lo más profundo de la ortodoxia sindical de un Triaca o un Barrionuevo, de exmontoneros como Alicia Pierini y Luis Prol hasta exfascistas como Rodolfo Barra. La diversidad no era solo ideológica y política, era también sociológica y federal; todavía no había llegado la hora de la política argentina reducida al AMBA: el menemismo tenía acento riojano, cordobés, santafesino, mendocino, porteño y bonaerense, y orígenes sociales de lo más diversos, desde Recoleta hasta las barriadas más humildes o marginadas del país.
El menemismo era mestizo e impuro y extraía su fuerza de esa ambigüedad, una suerte de anti identity politics. Dicho rápido, incluso si se piensa que el gobierno de Menem fue, en términos generales, un gobierno para los ricos, lo que seguro no fue es un gobierno de ricos. Quería representar más bien la posibilidad política de una alianza social entre ricos y pobres, un catch-all sociológico “ilógico” si se lo veía con el prisma de la cultura política más progresista. Hasta el mismísimo Domingo Cavallo era un ejemplo de ascenso social, proveniente de una familia de clase media trabajadora de Córdoba. El de Menem fue un gobierno de políticas neoliberales hecho por gente que tenía –sobre todo al comienzo– una relación de tipo instrumental con ellas. Sobreactuaba liberalismo porque no provenía de él, y muchas de las frases más pomposas de la era –“las relaciones carnales” con los Estados Unidos, por ejemplo– pueden entenderse en esa clave.
Al menemismo la unidad conceptual no le fue dada por la pertenencia de clase sino por decisión política. No había nada de “espontáneo” en su visión del mundo ni en su planteo estratégico: Menem debuta en la presidencia de un país incendiado con una intuición dura. No era posible gobernar la Argentina teniendo a sus corporaciones en contra, y se hacía necesario para el nuevo peronismo pactar con el establishment económico nuevas reglas de convivencia. Un acuerdo que se entendía necesario incluso para terminar de matar al histórico partido militar argentino, que volvía a la vida una y otra vez como en una mala película de terror. Esa intuición se convirtió en una política con la alianza entre Menem y Bunge y Born y la designación del primer ministro de Economía del período, el malogrado Miguel Ángel Roig. Aun cuando se tardó un año y medio más en llegar a la Ley de Convertibilidad –la clave del éxito político del plan económico–, los fundamentals del menemismo se construyeron desde el primer día.
Menem tenía en su cabeza un esquema asociativo entre el establishment local y el internacional, una alianza buscada por el Estado y cimentada en la asociación común bajo el nuevo plan de privatizaciones. En un trabajo pionero, El oligopolio telefónico argentino frente a la liberalización del mercado, los economistas Martín Abeles, Karina Forcinito y Martín Schorr mostraban con un ejemplo concreto la voluntad de anudar los intereses de los jugadores locales –los Pérez Companc, Soldati, Amalita de Fortabat, Bulgheroni, Rocca, Roggio, Pescarmona y, sí, Macri– con los nuevos jugadores internacionales, sobre todo europeos, como Telecom, Telefónica y tantos otros. En su voluntad de constituir un sólido nuevo bloque de poder, el menemismo llegó incluso a asociar a muchos jefes sindicales en este proceso, en lo que se llamó el “sindicalismo empresario” de la década de los noventa, fenómeno que dio origen a un sindicalismo resistente y combativo protagonizado por la nueva CTA y el MTA conducido por Hugo Moyano.
En