La oración de Salomón
“En medio del atrio” del Templo se había erigido “un estrado de bronce”. Sobre esta plataforma se hallaba Salomón, quien, con las manos alzadas, bendecía a la vasta multitud delante de él. “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, que con su mano ha cumplido ahora lo que con su boca le había prometido a mi padre David cuando le dijo [...] elegí a Jerusalén para habitar en ella” (vers. 4, 6).
Luego Salomón se arrodilló sobre la plataforma, alzó las manos hacia el cielo y oró: “Si los cielos, por altos que sean, no pueden contenerte, ¡mucho menos este Templo que he construido! […] Oye las súplicas de tu siervo y de tu pueblo Israel cuando oren en este lugar. Oye desde el cielo, donde habitas; ¡escucha y perdona! […]
“Si tu pueblo Israel es derrotado por el enemigo por haber pecado contra ti, y luego se vuelve a ti para honrar tu nombre, y ora y te suplica en este Templo, óyelo tú desde el cielo, y perdona su pecado […].
“Cuando tu pueblo peque contra ti y tú lo aflijas cerrando el cielo para que no llueva, si luego ellos oran en este lugar y honran tu nombre y se arrepienten de su pecado, óyelos tú desde el cielo y perdona el pecado de tus siervos […].
“Cuando en el país haya hambre, peste, sequía, o plagas de langostas o saltamontes en los sembrados, o cuando el enemigo sitie alguna de nuestras ciudades; en fin, cuando venga cualquier calamidad o enfermedad, si luego en su dolor cada israelita, consciente de su culpa, extiende sus manos hacia este Templo, y ora y te suplica, óyelo tú desde el cielo, donde habitas, y perdónalo. […] Así todos tendrán temor de ti y andarán en tus caminos mientras vivan en la Tierra que les diste a nuestros antepasados.
“Trata de igual manera al extranjero que no pertenece a tu pueblo Israel, pero que atraído por tu gran fama y por tus despliegues de fuerza y poder ha venido de lejanas Tierras. Cuando ese extranjero venga y ore en este Templo, óyelo tú desde el cielo, donde habitas, y concédele cualquier petición que te haga. Así todos los pueblos de la Tierra conocerán tu nombre y, al igual que tu pueblo Israel, tendrán temor de ti […].
“No hay ser humano que no peque. Si tu pueblo peca contra ti y tú te enojas con ellos y los entregas al enemigo para que se los lleven cautivos a otro país, lejano o cercano; y si en el destierro, en el país de los vencedores, se arrepienten y se vuelven a ti, y oran a ti diciendo: ‘Somos culpables, hemos pecado, hemos hecho lo malo’; y si en la Tierra de sus captores se vuelven a ti de todo corazón […] oye tú sus oraciones y súplicas desde el cielo, donde habitas, y defiende su causa. ¡Perdona a tu pueblo que ha pecado contra ti!
“Ahora, Dios mío, te ruego que tus ojos se mantengan abiertos, y atentos tus oídos a las oraciones que se eleven en este lugar.
“Levántate, Señor y Dios; ven a descansar, tú y tu arca poderosa. Señor y Dios, ¡que tus sacerdotes se revistan de salvación! ¡Que tus fieles se regocijen en tu bondad!” (vers. 14-42).
Cuando Salomón terminó su oración, “descendió fuego del cielo y consumió el holocausto y los sacrificios”. Los sacerdotes no podían entrar en el lugar, porque “la gloria del Señor llenó el Templo”. Entonces el rey y el pueblo ofrecieron sacrificios. “Así fue como el rey y todo el pueblo dedicaron el Templo de Dios” (7:1-5). Durante siete días las multitudes celebraron un alegre festín. La muchedumbre feliz dedicó la semana siguiente a observar la Fiesta de las Cabañas. Al final del plazo, todos regresaron a sus hogares, “contentos y llenos de alegría por el bien que el Señor había hecho en favor de David, de Salomón y de su pueblo Israel” (vers. 8, 10).
Y nuevamente, como sucediera en Gabaón al principio del reinado de Salomón, Dios le dio una evidencia de la aceptación divina. En una visión nocturna, el Señor se le apareció y le dio este mensaje: “He escuchado tu oración, y he escogido este Templo para que en él se me ofrezcan sacrificios. Cuando yo cierre los cielos para que no llueva, o le ordene a la langosta que devore la Tierra, o envíe pestes sobre mi pueblo, si mi pueblo, que lleva mi nombre, se humilla y ora, y me busca y abandona su mala conducta, yo lo escucharé desde el cielo, perdonaré su pecado y restauraré su Tierra. [...] Desde ahora y para siempre escojo y consagro este Templo para habitar en él. Mis ojos y mi corazón siempre estarán allí” (vers. 12-16).
Si Israel hubiese permanecido fiel a Dios, aquel edificio glorioso habría perdurado para siempre, una señal perpetua del favor especial de Dios. “Y a los extranjeros que se han unido al Señor para servirle, para amar el nombre del Señor y adorarlo, a todos los que observan el sábado sin profanarlo [...] los llevaré a mi monte santo; ¡los llenaré de alegría en mi casa de oración! [...] porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos” (Isa. 56:6, 7).
El Señor indicó claramente el deber que le incumbía al rey. “En cuanto a ti, si me sigues como lo hizo tu padre David, y me obedeces en todo lo que yo te ordene y cumples mis decretos y Leyes, yo afirmaré tu trono real, como pacté con tu padre David cuando le dije: ‘Nunca te faltará un descendiente en el trono de Israel’ ” (2 Crón. 7:17, 18).
Si Salomón hubiese continuado sirviendo al Señor con humildad, todo su reinado habría ejercido una poderosa influencia para el bien sobre las naciones circundantes. Previendo las terribles tentaciones que acompañarían la prosperidad y los honores mundanales, Dios advirtió a Salomón contra el mal de la apostasía. Le dijo que aun el hermoso Templo que acababa de dedicarse llegaría a ser “el hazmerreír de todos los pueblos” si los israelitas dejaban “al Señor, Dios de sus antepasados” (vers. 20, 22) y persistían en la idolatría.
La mayor gloria de Israel
Fortalecido en su corazón y muy alentado por el aviso celestial, Salomón inició el período más glorioso de su reinado. Todos los reyes de la Tierra procuraban acercársele para “oír la sabiduría que Dios le había dado” (9:23). Salomón les enseñaba lo referente al Dios Creador, y regresaban con un concepto más claro del Dios de Israel y de su amor por la familia humana. En las obras de la naturaleza contemplaban una revelación de su carácter; y muchos eran inducidos a adorarlo como Dios suyo.
La humildad de Salomón al reconocer delante de Dios: “Yo soy un niño pequeño” (1 Rey. 3:7, BJ); su notable reverencia por las cosas divinas, su desconfianza de sí mismo y su ensalzamiento del Creador infinito, todos estos rasgos de carácter se revelaron cuando al elevar su oración dedicatoria lo hizo de rodillas, en la humilde posición de quien ofrece una petición. Los seguidores de Cristo hoy deben precaverse contra la tendencia a perder el espíritu de reverencia y temor piadoso. Deben acercarse a su Hacedor con reverencia, por medio de un Mediador divino. El salmista declaró:
“Vengan, postrémonos reverentes,
doblemos la rodilla
ante el Señor nuestro Hacedor” (Sal. 95:3, 6).
Tanto en el culto público como en el privado, es nuestro privilegio arrodillarnos delante de Dios cuando le dirigimos nuestras peticiones. Jesús, nuestro ejemplo, “se arrodilló y empezó a orar” (Luc. 22:41). Acerca de sus discípulos quedó registrado que también Pedro “se puso de rodillas y oró” (Hech. 9:40). Pablo declaró: “Por esta razón me arrodillo delante del Padre” (Efe. 3:14). Daniel “tenía por costumbre orar tres veces al día” (Dan. 6:10).
La verdadera reverencia hacia Dios está inspirada por un sentido de su infinita grandeza y un reconocimiento de su presencia. La presencia de Dios hace que tanto el lugar como la hora de la oración sean sagrados. “Su nombre es santo e imponente” (Sal. 111:9). Los ángeles velan sus rostros cuando pronuncian ese nombre. ¡Con qué reverencia debieran pronunciarlo nuestros labios!
Jacob, después de contemplar la visión del ángel, exclamó: