Dios le dio a Salomón la sabiduría que él deseaba más que las riquezas, los honores o la larga vida. “Dios le dio a Salomón sabiduría e inteligencia extraordinarias; sus conocimientos eran tan vastos como la arena que está a la orilla del mar. [...] En efecto, fue más sabio que nadie [...]. Por eso la fama de Salomón se difundió por todas las naciones vecinas” (1 Rey. 4:29-31).
Todos los israelitas “sintieron un gran respeto por él, pues vieron que tenía sabiduría de Dios para administrar justicia” (1 Rey. 3:28). Los corazones del pueblo se volvieron hacia Salomón. “Salomón hijo de David consolidó su reino, pues el Señor su Dios estaba con él y lo hizo muy poderoso” (2 Crón. 1:1).
El éxito fenomenal de Salomón
Durante muchos años Salomón mantuvo una clara devoción a Dios y una estricta obediencia a sus Mandamientos. Manejaba sabiamente los negocios relacionados con el reino. Los magníficos edificios y obras públicas que construyó durante los primeros años de su reinado; la piedad, la justicia y la magnanimidad que manifestaba en sus palabras y hechos, le conquistaron la lealtad de sus súbditos y la admiración y el homenaje de los gobernantes de muchas Tierras. Durante un tiempo Israel fue como la luz del mundo, y puso de manifiesto la grandeza de Jehová.
A medida que transcurrían los años y aumentaba la fama de Salomón, él procuró honrar a Dios incrementando su fortaleza mental y espiritual e impartiendo de continuo a otros las bendiciones que recibía. Nadie comprendía mejor que él que era gracias al favor de Jehová que había entrado en posesión de poder, sabiduría y comprensión, y que esos dones le habían sido otorgados para que pudiese comunicar al mundo el conocimiento del Rey de reyes.
Salomón se interesó especialmente en la historia natural. Mediante un estudio diligente de todas las cosas creadas, tanto animadas como inanimadas, obtuvo un concepto claro del Creador. En las fuerzas de la naturaleza, en el mundo mineral y animal, y en todo árbol, arbusto y flor, veía una revelación de la sabiduría de Dios; y a medida que se esforzaba por aprender más y más, su conocimiento de Dios y su amor por él se incrementaban.
La sabiduría divinamente inspirada de Salomón halló expresión en cantos y en muchos proverbios. “Compuso tres mil proverbios y mil cinco canciones. Disertó acerca de las plantas, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que crece en los muros. También enseñó acerca de las bestias y las aves, los reptiles y los peces” (1 Rey. 4:32, 33).
Los proverbios expresan principios de una vida santa y ambiciones elevadas. Fue la amplia difusión de estos principios, y el reconocimiento de Dios como aquel a quien pertenece toda alabanza y honor, lo que hizo de los comienzos del reinado de Salomón una época de elevación moral tanto como de prosperidad material.
Él escribió: “Bienaventurado el hombre que halla la sabiduría, y que obtiene la inteligencia; porque su ganancia es mejor que la ganancia de la plata, y sus frutos más que el oro fino. Más preciosa es que las piedras preciosas; y todo lo que puedes desear, no se puede comparar a ella. Largura de días está en su mano derecha; en su izquierda, riquezas y honra” (Prov. 3:13-18, RVR). “El principio de la sabiduría es el temor del Señor” (Sal. 111:10). “Quien teme al Señor aborrece lo malo; yo aborrezco el orgullo y la arrogancia, la mala conducta y el lenguaje perverso” (Prov. 8:13).
¡Ojalá que en sus años ulteriores Salomón hubiese prestado atención a esas maravillosas palabras de sabiduría! El que había enseñado a los reyes de la Tierra a tributar alabanza al Rey de reyes, con “boca perversa” y con “orgullo y [...] arrogancia” tomó para sí la gloria que pertenece solo a Dios.
Capítulo 2
El Templo magnífico de Salomón
Durante siete años Jerusalén se vio llena de obreros activamente ocupados en nivelar el sitio escogido, construir vastos muros de contención, echar amplios cimientos, dar forma a las pesadas maderas traídas de los bosques del Líbano y erigir el magnífico Santuario (ver 1 Rey. 5:17). Al mismo tiempo, progresaba la elaboración de los muebles para el Templo bajo el liderazgo de Hiram de Tiro, “hombre sabio e inteligente [...]. Sabe trabajar el oro y la plata, el bronce y el hierro, la piedra y la madera, el carmesí y la púrpura, el lino y la escarlata” (2 Crón. 2:13, 14).
El edificio se levantaba silenciosamente sobre el Monte Moriah con “piedras de cantera ya labradas, así que durante las obras no se oyó el ruido de martillos ni de piquetas, ni de ninguna otra herramienta” (1 Rey. 6:7; 2 Crón. 4:19, 21). Los hermosos muebles incluían el altar del incienso, la mesa para los panes de la proposición, el candelabro y sus lámparas, así como los vasos e instrumentos relacionados con el ministerio de los sacerdotes en el Lugar Santo, todo de oro finísimo. El altar de los holocaustos, la gran fuente sostenida por doce bueyes, los muchos otros vasos “el rey los hizo fundir en moldes de arcilla en la llanura del Jordán” (vers. 17).
La belleza incomparable del Templo
De una belleza insuperable y esplendor sin rival era el palacio que Salomón erigió para Dios y su culto. Adornado con piedras preciosas, rodeado por atrios espaciosos y recintos magníficos, forrado de cedro tallado y de oro pulido, la estructura del Templo, con sus cortinas bordadas y muebles preciosos, era un emblema adecuado de la iglesia viva de Dios en la Tierra, que a través de los siglos ha estado formándose de acuerdo con el modelo divino, con materiales comparados con “oro, plata y piedras preciosas”, “esculpidas para adornar un palacio” (1 Cor. 3:12; Sal. 144:12). De este Templo espiritual es “Cristo Jesús mismo la piedra angular. En él todo el edificio, bien armado, se va levantando para llegar a ser un Templo santo en el Señor” (Efe. 2:20, 21).
Por fin Salomón terminó el Templo, “llevando a feliz término todo lo que se había propuesto hacer en ellos” (2 Crón. 7:11). Entonces, con el fin de que el palacio que coronaba las alturas del Monte Moriah fuese en verdad, como tanto lo había deseado David, una morada no destinada para el “hombre, sino para Dios el Señor” (1 Crón. 29:1), quedaba por realizar la solemne ceremonia de dedicarlo.
El sitio en que se construyó el Templo se venía considerando desde largo tiempo atrás como lugar consagrado. Fue allí donde Abraham se había demostrado dispuesto a sacrificar a su hijo en obediencia a la orden de Jehová. Allí Dios había renovado la gloriosa promesa mesiánica de liberación gracias al sacrificio del Hijo del Altísimo (ver Gén. 22:9, 16-18). Allí fue donde, por medio del fuego celestial, Dios contestó a David cuando este ofreciera holocaustos y sacrificios pacíficos con el fin de detener la espada vengadora del ángel destructor (ver 1 Crón. 21). Y una vez más los adoradores de Jehová estaban delante de su Dios para repetir sus votos de fidelidad a él.
La gloria de Dios llena el Templo en su dedicación
Salomón escogió la Fiesta de las Cabañas para la dedicación. Esta fiesta era preeminentemente una ocasión de regocijo. Las labores de la cosecha habían terminado, y la gente estaba libre de cuidados y podía entregarse a las influencias sagradas y placenteras del momento.
Las huestes de Israel, con representantes ricamente ataviados de muchas naciones extranjeras, se congregaron en los atrios del Templo. La escena era de un esplendor inusual. Salomón, con los ancianos de Israel y los hombres más influyentes, había regresado de otra parte de la ciudad, de donde habían traído el arca del testamento. De las alturas de Gabaón había sido transferido el antiguo “tabernáculo de reunión, y todos los utensilios del santuario que estaban en el tabernáculo” (2 Crón. 5:5); y esos preciosos recuerdos de los tiempos en que los hijos de Israel habían peregrinado en el desierto y conquistado Canaán, hallaron albergue permanente en el magnífico edificio.
Con cantos, música y gran pompa, “los sacerdotes llevaron el arca del pacto del Señor a su lugar en el santuario interior del Templo”