Los Ungidos. Elena G. de White. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Elena G. de White
Издательство: Bookwire
Серия: Serie Conflicto
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789877980233
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de sacrificio han sido siempre y seguirán siendo el primer requisito de un servicio aceptable. Nuestro Señor quiere que no haya una sola fibra de egoísmo entretejida con su obra. Debemos dedicar a nuestros esfuerzos el tacto y la habilidad, la exactitud y la sabiduría, que el Dios de perfección exigió de los constructores del Tabernáculo terrenal; y sin embargo, en todas nuestras labores debemos recordar que los mayores talentos o los servicios más brillantes son aceptables tan solo cuando el yo se coloca sobre el altar, como un holocausto vivo consumido.

      Otra de las desviaciones de los principios correctos, que condujeron finalmente a la caída del rey de Israel, se produjo cuando este cedió a la tentación de atribuirse a sí mismo la gloria que pertenece solo a Dios. Desde el día en que fue confiada a Salomón la obra de edificar el Templo hasta el momento en que se terminó, su propósito abierto fue “construir un Templo en honor del Señor, Dios de Israel” (2 Crón. 6:7). Este propósito lo confesó ampliamente delante de las huestes de Israel congregadas cuando fue dedicado el Templo. Uno de los pasajes más conmovedores de la oración elevada por Salomón es aquel en que suplica a Dios en favor de los extranjeros que viniesen de países lejanos a aprender más de él. Salomón elevó esta petición en favor de cada uno de esos adoradores extranjeros: “Cuando ese extranjero venga y ore en este Templo, óyelo tú desde el cielo, donde habitas, y concédele cualquier petición que te haga. Así todos los pueblos de la Tierra conocerán [...] que en este Templo que he construido se invoca tu nombre” (vers. 42, 43).

      Uno Mayor que Salomón había diseñado el Templo. Los que no sabían esto admiraban y alababan naturalmente a Salomón como arquitecto y constructor; pero el rey no se atribuyó ningún mérito por la concepción ni por la construcción.

      Así sucedió cuando la reina de Sabá vino a visitar a Salomón. Habiendo oído hablar de su sabiduría y del magnífico Templo que había construido, resolvió “ponerlo a prueba con preguntas difíciles” y conocer por su cuenta sus obras famosas. Acompañada por un séquito de sirvientes, hizo el largo viaje a Jerusalén. “Al presentarse ante Salomón, le preguntó todo lo que tenía pensado”. Salomón la instruyó acerca del Dios de la naturaleza, del gran Creador, que mora en los cielos y lo rige todo. Y “él respondió a todas sus preguntas. No hubo ningún asunto, por difícil que fuera, que Salomón no pudiera resolver” (10:1-3; 2 Crón. 9:1, 2).

      “La reina de Sabá se quedó atónita al comprobar la sabiduría de Salomón y el palacio que él había construido”. Reconoció: “¡Todo lo que escuché en mi país acerca de tus triunfos y de tu sabiduría es cierto! No podía creer nada de eso hasta que vine y lo vi con mis propios ojos. Pero, en realidad, ¡no me habían contado ni siquiera la mitad! Tanto en sabiduría como en riqueza, superas todo lo que había oído decir” (1 Rey. 10:4-8; 2 Crón. 9:3-6).

      La reina había sido cabalmente enseñada por Salomón con respecto a la Fuente de su sabiduría y prosperidad, y ella se sintió constreñida, no a ensalzar al agente humano, sino a exclamar: “¡Y alabado sea el Señor tu Dios, que se ha deleitado en ti y te ha puesto en el trono de Israel! En su eterno amor por Israel, el Señor te ha hecho rey para que gobiernes con justicia y rectitud” (1 Rey. 10:9). Tal era la impresión que Dios quería que recibiesen todos los pueblos.

      Si Salomón hubiese continuado desviando de sí mismo la atención de los hombres para dirigirla hacia quien le había dado sabiduría, riquezas y honores, ¡cuán diferente habría sido su historia! Pero, elevado al pináculo de la grandeza y rodeado por los dones de la fortuna, Salomón se dejó marear, perdió el equilibrio y cayó. Constantemente alabado, permitió finalmente que los hombres hablasen de él como del ser más digno de alabanza, por el esplendor incomparable del edificio proyectado y erigido para honrar el “nombre de Jehová Dios de Israel”.

      Así fue como el Templo de Jehová llegó a ser conocido entre las naciones como “el Templo de Salomón”. El agente humano se atribuyó la gloria que pertenecía a Aquel que “más alto está sobre ellos” (Ecl. 5:8). Aun hasta la fecha el Templo del cual Salomón declaró: “Comprenderán que en este Templo que he construido se invoca tu nombre” (2 Crón. 6:33), se designa más a menudo como “Templo de Salomón”.

      No podemos manifestar mayor debilidad que la de permitir a los hombres que le tributen honores por los dones que el Cielo les concedió. Cuando exaltamos fielmente el nombre de Dios, nuestros impulsos están bajo la dirección divina y somos capacitados para desarrollar poder espiritual e intelectual.

      Jesús, el Maestro divino, enseñó a sus discípulos a orar: “Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre” (Mat. 6:9). No debían olvidarse de reconocer: “Tuya es... la gloria” (vers. 13, RVR). Tanto cuidado ponía el gran Médico en desviar la atención de sí mismo a la Fuente de su poder, que la multitud, asombrada, “al ver a los mudos hablar, a los lisiados recobrar la salud, a los cojos andar y a los ciegos ver”, no lo glorificaron a él, sino que “alababan al Dios de Israel” (15:31).

      “Así dice el Señor: Que no se gloríe el sabio de su sabiduría, ni el poderoso de su poder, ni el rico de su riqueza. Si alguien ha de gloriarse, que se gloríe de conocerme y de comprender que yo soy el Señor” (Jer. 9:23, 24).

      La introducción de principios que inducían a la gente a glorificarse a sí misma, iba acompañada de otra grosera perversión del plan divino. Dios quería que la gloria de su Ley resplandeciera a través de su pueblo. Había dispuesto que la nación escogida ocupase una posición estratégica entre las naciones de la Tierra. En los tiempos de Salomón, el reino de Israel se extendía desde Hamat en el norte hasta Egipto en el sur, y desde el Mar Mediterráneo hasta el río Éufrates. Por este territorio cruzaban muchos caminos naturales para el comercio del mundo, y las caravanas provenientes de Tierras lejanas pasaban constantemente. Esto daba a Salomón y a su pueblo oportunidades para revelar a todas las naciones el carácter del Rey de reyes, y para enseñarles a reverenciarlo y obedecerlo. Mediante la enseñanza de los sacrificios y ofrendas, Cristo debía ser ensalzado delante de las naciones, para que todos pudiesen conocer el plan de salvación.

      Salomón debiera haber usado la sabiduría que Dios le había dado y el poder de su influencia para organizar y dirigir un gran movimiento destinado a iluminar a los que no conocían a Dios ni su verdad. De esta manera se habría ganado a multitudes, Israel habría quedado protegido de los males practicados por los paganos y el Señor de gloria habría sido honrado. Pero Salomón perdió de vista este elevado propósito. No aprovechó sus magníficas oportunidades para iluminar a los que pasaban continuamente por su territorio.

      El espíritu de mercantilismo reemplazó el espíritu misionero que Dios había implantado en el corazón de todos los verdaderos israelitas. La gente usó las oportunidades ofrecidas por el trato con muchas naciones para enriquecerse. Salomón procuró fortalecer su situación políticamente edificando ciudades fortificadas en las cabeceras de los caminos dedicados al comercio. Las ventajas comerciales de una salida en el extremo del Mar Rojo fueron desarrolladas por la construcción de “una flota naviera en Ezión Guéber, cerca de Elat en Edom, a orillas del Mar Rojo. “Los oficiales de Salomón”, tripulaban esos navíos en viajes “a Ofir”, y sacaban de allí oro y “grandes cargamentos de madera de sándalo y de piedras preciosas” (1 Rey. 9:26-28; 10:11; 2 Crón. 8:17, 18).

      Las rentas del reino aumentaron enormemente. Pero ¡a qué costo! Debido a la codicia de aquellos a quienes habían sido confiados los oráculos de Dios, las innumerables multitudes que recorrían los caminos fueron dejadas en la ignorancia de Jehová.

      En sorprendente contraste con Salomón, el Salvador poseía “toda potestad”, pero nunca la usó para engrandecerse a sí mismo. Ningún sueño de conquistas terrenales ni de grandezas mundanales manchó la perfección de su servicio por los demás. Los que hayan comenzado a servir al Artífice maestro deben estudiar sus métodos. Él aprovechaba las oportunidades que encontraba en las grandes arterias de tránsito.

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