También otras personalidades relevantes en el deporte, la cultura o las artes, tuvieron que superar el bullying en sus años de estudio. Esas humillaciones que a algunos los pueden destruir, a otros los ayudan a crecer. Sin embargo, el colegio no puede ser espectador pasivo de las violencias evidentes como aquellas otras encubiertas, debe prevenir e intervenir cuando sea necesario. Especialmente debe educar una cultura de la paz, enseñando el ejercicio de una convivencia armoniosa y saludable.
Este libro está escrito por un psicólogo, aunque también educador. Tengo una actuación docente que está llegando a los cincuenta años, realizada en el secundario, la universidad y el posgrado. Al inicio de mi carrera como profesor del secundario tuve que afrontar fuertes conflictos en el aula. Fue en Montevideo, en 1968, un año de gran efervescencia social y escolar. Hubo movimientos juveniles en Francia, en el resto de Europa y en los Estados Unidos, que se trasladaron a los países de América Latina, entre ellos, Uruguay.
Allí, donde empezó a operar el grupo guerrillero de los tupamaros, los colegios hervían de inquietudes y continuos alborotos. Había asambleas donde los chicos salían soliviantados, en actitud belicosa, y manifestaban consignas revolucionarias a voz en cuello por las calles, apedreando negocios. El aula donde dictaba mis clases de Filosofía, en el cuarto año del secundario, apenas podía encapsular cuarenta alumnos, en bancos largos, sin separaciones, que tenía un estrecho corredor central. Como era imaginable, había codazos, pellizcos, golpes y vaya a saber qué otras cosas más, en ese clima beligerante y rebelde.
Quien no toleraba la situación era el director del colegio, un señor mayor de origen alemán, alto, serio, muy estructurado y amante del orden, que continuamente iba de un lugar al otro como un bombero, procurando apaciguar a los alumnos. Temo que no haya podido sobrevivir a la violencia juvenil, a diferencia de mí que, siendo joven, logré tolerar el estrés escolar.
A lo largo de los años, la sociedad ha ido cambiando y la experiencia del aula también. En lo personal, preferí la enseñanza universitaria y el posgrado a los desasosiegos y el bullicio del secundario. En las aulas apacibles de personas adultas y responsables que están interesadas en culminar una maestría o su doctorado me siento más cómodo y encuentro más receptividad que en aulas atiborradas de adolescentes hiperactivos y reactivos, que manifiestan escaso interés en bucear las profundidades del pensamiento filosófico o de las teorías psicológicas.
Por eso, a pesar de contar con alguna experiencia docente, escribo este libro como psicólogo y no como educador; ya que en mi experiencia clínica, a lo largo de casi cuarenta años de trabajo profesional, he podido tratar todo tipo de conflictos interrelacionales. Especialmente, me he especializado en superar las problemáticas humanas a través del perdón y la reconciliación. He escrito algunos libros sobre esos temas (Pereyra, 2009; 2010) y otro sobre relaciones humanas (2012), donde he presentado modelos, estrategias y técnicas de intervención para resolver las controversias interpersonales.
Creo que ha sido un acierto importante la decisión del área educativa de la Asociación Casa Editora Sudamericana de proponer la publicación de este libro, ya que puede ser de mucha ayuda para los docentes de primaria y secundaria a fin de afrontar exitosamente los conflictos del aula.
Hay que afirmar una vez más que el problema no es el conflicto en sí mismo, sino el no saber resolverlo. Lo importante es encontrar la llave que abra esas situaciones difíciles, que parecen muros de imposibilidades. Cuando se encuentra la solución, la desgracia se transforma en bendición.
¡Cuántas veces he visto a niños, jóvenes y adultos abrazarse después de haber superado una discordia! El perdón y la reconciliación son experiencias enriquecedoras y conmovedoras. Permiten superar los enojos y las confrontaciones para afianzar los vínculos y la amistad. Como decía William L. Ury en su libro Alcanzar la paz: “Uno de los mayores desafíos del siglo XXI es el desarrollo de la cooperación entre los individuos y las naciones; tenemos que aprender a convivir a través de consensos, algo en lo que los bosquimanos nos llevan miles de años de ventaja”.
Esperamos que este libro permita alcanzar ese desafío en los conflictos del aula, de la mejor manera posible.
Dr. Mario Pereyra Colina de la esperanza, Entre Ríos, Argentina, 13 de junio de 2017.
Capítulo 1
PARA CONSTRUIR LA CULTURA DE LA PAZ
“No hay camino para la paz; la paz es el camino”.
Mahatma Gandhi
Conflicto en el aula
Al entrar al aula, luego del segundo recreo, los chicos estaban alborotados. Uno de ellos lloraba desconsoladamente. Se trataba de Luis, un alumno de siete años, delgado y pequeño. Alrededor de él revoloteaban sus compañeros curiosos e inquietos, mientras, a los gritos, llamaban a la maestra. Cuando ella llegó, con cierto esfuerzo consiguió que todos se sentaran en sus lugares. La docente procuró, con dificultad, llegar hasta Luis a través del poco espacio libre. El niño continuaba llorando angustiado; después de algunos minutos dedicados a apaciguarlo, consiguió hablar. Contó que en el recreo otro niño de doce años, Juan, de físico imponente, le dijo que si no le daba cinco pesos le iba a pegar. Luis estaba aterrorizado. Otros días había tenido dinero y evitado la golpiza, pero ese día no tenía con qué pagar.
La docente se sintió muy molesta al percibir cómo una atrocidad de ese tipo estaba ocurriendo. Otros quince chicos confesaron que a ellos también Juan los golpeaba cuando no le pagaban. “¿Eso pasa en los recreos?”, preguntó furiosa. “¿Qué más ignoramos los docentes?”, reflexionó. Miró a Juan con dureza y le ordenó que se acercara al escritorio. Lo reprendió severamente, ante la mirada displicente y cierta actitud insolente del muchacho. “¿Qué más debo hacer?”, se cuestionó la maestra.
Juan fue disciplinado tres veces y otras tantas su mamá fue citada por la maestra, la directora y la asistente social, sin nunca aparecer. Por lo tanto, hizo una nueva citación, sabiendo que sería en vano, ya que el muchacho está habituado a esas convocatorias y a la familia no le importan.
Al otro día, mientras los docentes y los alumnos estaban en el pequeño patio del colegio, observaron un nuevo episodio de violencia. Juan estaba golpeando a un chico de cuarto año. La maestra intervino tomando del brazo al agresor, sacándolo del patio y llevándolo a la dirección, mientras el niño luchaba fuertemente por liberarse, lanzando golpes en todas direcciones, totalmente fuera de control. La maestra, una mujer de 35 años, trataba de no quebrarse, mientras sentía todas las miradas de alumnos y colegas sobre ella, pensando para su interior, “¿En qué me he convertido? ¿Soy una maestra o un policía? ¿Cómo se puede trabajar en estas condiciones? ¿Qué pasará con este chico en el futuro si ahora actúa como un delincuente? ¿Cómo se podrá ayudarlo?”
Estos episodios ocurrieron en una escuela de educación básica con ruralidad urbana de segundo grado, en un distrito del Gran Buenos Aires. El colegio cuenta con una infraestructura limitada, con falta de aulas para albergar a todos los cursos. Los grupos de segundo grado comparten un salón pensado como biblioteca, donde reúne cada mañana 72 niños, cuando debería tener como máximo 36 alumnos. El espacio es insuficiente (los chicos están hacinados) y generalmente está sucio, por el trabajo de los albañiles. Los niños provienen de una comunidad circundante, carenciada, de clase media-baja. La institución escolar provee guardapolvos, zapatillas, útiles escolares elementales y servicio de comedor diario (ver Barreiro, 2007, pp. 54-56).
Escenas como estas y aún peores ocurren continuamente en el escenario de la convivencia cotidiana,