¿Qué es la estructura de la tragedia raciniana? O ¿cómo Barthes nos presenta esa estructura? El apartado “La estructura” contiene una aguda pero también abstracta caracterización de los dramas de Racine, dividida así: “La cámara”; “Los tres espacios exteriores: la muerte, la huida, el acontecimiento”; “La horda”; “Los dos eros”; “La turbación”; “La ‘escena’ erótica”; “Lo tenebroso raciniano”; “La relación fundamental”, “Técnicas de agresión”; “Se”; “La división”; “El padre”; “El cambio brusco”; “La falta”; “El ‘dogmatismo’ del héroe raciniano”; “Esbozos de solución”; “El confidente”; “El miedo a los signos”, y “Logos y praxis”. La primera impresión, solo al leer los componentes de la estructura dramática, es simple: rompe con la convencional manera de describir la estructura de la obra literaria, obra que enriquece y modifica de modo innovador. La segunda impresión es que Barthes opera con gran sagacidad, no carente de un espíritu de aventura, que a veces roza con la carencia de escrúpulos; es decir, se aventura a abstracciones y generalizaciones audaces y no siempre con piso en la misma obra. La tercera es que el nivel de exigencia terminológica, sin llegar a la manía críptica de un Adorno, compite con ella. No cabe aquí aludir a cada una de las partes de este exigente capítulo, quizá de una manera modélica de esta forma de diseccionar la obra literaria, en la que el ingenio del intérprete asfixia la creación literaria y deja al margen de toda discusión de fondo al autor creativo.
El aparataje estructural podría ser válido para toda obra, en cualquier espacio y lugar, abusando de una a-historicidad ejemplar; dicho de otro modo, por pugnar contra el historicismo vacío de los estudios literarios, Barthes se lanza a un abismo especulativo, sintomático y a medias aceptable. Miremos, casi al azar, un pasaje de “La falta”:
Es pues necesario que el hombre obtenga su falta como un bien precioso. ¿Y qué medio más seguro para ser culpable que hacerse responsable de lo que está fuera de él, ante él? Dios, la Sangre, el Padre, la Ley, en síntesis, la Anterioridad se hace acusadora por esencia. Esta forma de culpabilidad absoluta no deja de recordar lo que en la política totalitaria se llama la culpabilidad objetiva: el mundo es un tribunal, si el acusado es inocente, el juez es culpable; así pues, el acusado carga con la falta del juez.4
¿Qué sobresale de esta o similares consideraciones? Simplemente que ellas se pueden y se deben aplicar a todas las obras con gran indistinción, que son válidas como un deber ser pre-, a- o anti-histórico, que son, en una palabra, estructuras intemporales de la obra literaria per se.
En el apartado “III. ¿Historia o literatura?”, Barthes explicita sus polémicas intenciones metodológicas, las extrema y pregunta con soberbia si es posible una historia literaria o si hay un modo de articular historia y literatura. La pregunta no la hace con desgano, sino con la intención de despejar equívocos tras equívocos en los estudios literarios. Tras esa arrogancia se esconden notas de gran interés metodológico, si no para llegar a un definitivo acuerdo de quién es histórica y sociológicamente Racine, al menos sí para saber qué no se acepta de los juicios ligeros de los historiadores de la literatura sobre el gran dramaturgo, quienes no son historiadores. A diferencia de Lacouture, que no se plantea problemas de esta índole tan intrincada, pues su labor de biógrafo se contrae a engrandecer lo grande e iluminar la luz, Barthes remueve las aguas estancadas de la comodidad disciplinar literaria. Se pregunta si es posible la relación entre historia y literatura, la cual respecto de Racine, en concreto, debe establecer con tres medios: Port Royal, la corte, el teatro.5 La pregunta es, pues, ¿qué era el público en la época de Racine?, ¿por qué la gente lloraba ante el drama Berenice? Barthes sugiere entonces tanto “una historia de las lágrimas” como una de “la enseñanza francesa”6 del siglo XVII o la de “la retórica clásica”, lo cual implica un cambio de enfoque metodológico: no que el autor genio esté en el centro de la historia, que así se hace a los objetos históricos nebulosos y lejanos, sino que lo esté la historia, con toda su riqueza y en torno de Racine. Todo ello conduce a la pregunta indiscreta que formula Barthes: “¿qué es la literatura?” o, mejor, “¿qué es la literatura […] para Racine y sus contemporáneos?”, que ya es una pregunta más bien sociológica. Sin embargo, la respuesta queda en promesa; el estudio de Racine, como biografía intelectual, en pañales.
Al margen de este artificio ingenioso de Barthes sobre la estructura de la tragedia raciniana, vale solo indicar que se encuentra una más luminosa explicación del resorte de la íntima interdependencia entre genio trágico y clasicismo normativo en el capítulo “Los ‘Trois discours’ de Corneille”, perteneciente al libro Lessing y Aristóteles. Investigaciones acerca de la teoría de la tragedia, del tempranamente desaparecido Max Kommerell. Allí aparece subsumida la aparente contradicción entre la voluntad de lenguaje sublime de Corneille, modelo de trágico francés y genuino heredero de la tradición de Sófocles y Séneca, y la exigencia de Richelieu de autoridad estatal, de buenas costumbres cortesanas y urbanidad amable, lo cual suplanta la idea de grandeza en favor de la verosimilitud convencional que pende de un hilo.7 Se aprende en Kommerell de la tragedia clásica francesa, en dos palabras, mucho más.
Postulados y praxis intelectuales
En la taxonomía minuciosa de biografías que estudia con puntualidad profesional Dosse (la hagiografía, la biografía heroica, la biografía existencial, la biografía colectiva, el biografema, etc.), cabe a la biografía intelectual un último capítulo por completo aparte. Ante el subgénero, la pregunta resalta casi como reproche: “Pero ¿qué puede retener el biógrafo de un filósofo o de un intelectual que no esté ya ahí, en su obra?”.8 El intelectual vive en sus obras y los pormenores anecdóticos aparecen como lo exterior o incluso insustancial. Esto lo resumía Heidegger, con tono sarcástico propio de sus irritaciones antiintelectualistas, al sostener que todo lo que cabe decir de la biografía de Aristóteles es que “nació, escribió y murió”.9 Parangonando sus palabras, podríamos asegurar, para colmar todas las expectativas investigativas, que este también es el caso de un estudiante suyo, Rafael Gutiérrez Girardot: nació en Sogamoso en 1928, escribió mucho sobre muchas cosas y murió en Bonn en 2005. En adelante, la tarea apropiada sería leer aquello que Gutiérrez Girardot escribió.
Con todo, desde hace décadas el mercado del libro ha visto emerger biografías sobre eminentes e indispensables hombres de pensamiento, como las de Chauviré sobre Wittgenstein, Young-Bruehl sobre Arendt, Azouvi sobre Descartes, Starobinski sobre Rousseau y Montaigne, Cohen-Solal sobre Sartre, Bertholet sobre Lévi-Strauss,10 Moulier-Boutang sobre Louis Althusser, etc. El mismo Dosse apela a su experiencia como biógrafo de Ricœur y De Certeau para delinear los retos historiográficos del biógrafo, bajo el presupuesto psicoanalítico de que una vida es inacabable y compleja, y de que cabe siempre en ella una nueva interpretación según el enfoque problemático, incluso con las mismas fuentes consabidas. Aquí también el lugar común emerge al declarar la empatía propulsora del proyecto y la intención