Voces al margen: mujeres en la filosofía, la cultura y el arte. Diana Erika Ibarra Soto. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Diana Erika Ibarra Soto
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9786079897666
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Nada más alejado de eso que esta noción de justicia y utilidad. Dicho diálogo continúa y Sócrates le exige a Alcibíades que si realmente quiere ser un buen político debe, en primer lugar, obedecer al mandato délfico que decretaba: Conócete a ti mismo (124a). Al solicitarlo, Sócrates pretende que Alcibíades reflexione sobre lo que significa ser un hombre. Las tres posibilidades que se mencionan allí son: 1. Somos nuestro cuerpo, 2. Somos nuestra alma y 3. Somos el compuesto de cuerpo y alma (130a). La exigencia es que para ser un buen gobernante autoconocerse es indispensable. El buen político es el máximamente justo, pero para poder gobernar a los demás antes debe aprender a gobernarse a sí mismo, es decir, ser justo consigo mismo.

      El cuerpo

      Somos materia. Cuando vemos a alguien conocido lo reconocemos por su cuerpo. Es común pensar que sobre todo somos nuestro cuerpo. Ante la pregunta quién soy, con seguridad aparecen rasgos físicos en la propia descripción. ¿Qué significa afirmar que somos nuestro cuerpo? Primeramente, reconocer lo que es más evidente: soy lo que veo, escucho, huelo y palpo. Soy esta materia que habla, siente, se expresa y se mueve.

      Todo esto es cierto. Preguntémonos ahora por las implicaciones de afirmar que soy materia. Si soy mi cuerpo, sólo soy lo que percibo y siento, pero, ¿también soy lo que pienso? Mi cuerpo como materia es una entidad que es lo que es y sobre la que no tengo ningún tipo de gobierno. Me explico. Cuando estoy agitado por hacer ejercicio no puedo evitar sudar, mi cuerpo lo hace con o sin mi consentimiento. Cuando huelo algo podrido no puedo evitar sentir náuseas. Cuando ya terminé de crecer, no puedo crecer ningún centímetro más. Cuando no he comido no puedo evitar que me duela la cabeza. Cuando estoy deshidratado no puedo evitar la muerte.

      Al pensar que soy mi cuerpo reduzco mi existencia a una materia sobre la que no tengo ningún tipo de injerencia. Ni siquiera puedo enamorarme de quien yo quiera: las feromonas condicionan quién me va a gustar. Así que pensar que soy mi cuerpo es renunciar a la posibilidad de la libertad. Platón también pensaba esto. Reducir el hombre a la materia es hacerlo esclavo de sí mismo, es buscar ser sin jamás poder auténticamente ser. Muy similar a lo que le pasa a Polemarco en su definición sobre la justicia.

      Polemarco consideraba que ser justo es hacer bien al amigo y mal al enemigo. Esta es una concepción muy natural, casi empírica, como el cuerpo, de lo que es la justicia. Tanto que de aquí se desprende la tan manida definición que espeta: Darle a cada quien lo que le corresponde. Justo es, entonces, tratar bien al amigo y no tratar bien al enemigo. A cada uno le hemos dado lo que le corresponde. A quien nos trata bien, le hemos devuelto con una buena acción y a quien nos ha tratado mal, le devolvimos su mal. Natural, evidente, intuitiva, así es la definición de justicia aportada por Polemarco. Se parte de una doble equivalencia: el amigo hace el bien y el enemigo hace el mal. El cuerpo es lo que soy porque el cuerpo es lo que veo y lo que veo es lo que es.

      La definición de Polemarco queda de la siguiente manera: la justicia es hacer bien y hacer mal. Está violando un principio lógico fundamental, el de no contradicción, algo no puede ser y no ser al mismo tiempo y en las mismas circunstancias. La justicia no puede, en su definición, ser buena y mala, pues lo uno excluye a lo otro. Además, como colofón, si la justicia es una virtud y toda virtud es lo que sirve para la excelencia humana, no puede contener el mal que excluye la posibilidad de toda excelencia. De la misma manera sucede cuando se piensa que somos nuestro cuerpo.

      Al afirmar que somos nuestro cuerpo decimos que somos lo que no podemos ser, pues como se comentó líneas antes, no puedo solicitarle nada a mi cuerpo pues éste realiza todas sus tareas con independencia de lo que a mí me guste o no, quiera o no. Una de las características de la persona humana es su libertad, por lo que al sentenciar que somos nuestro cuerpo afirmamos que libremente somos lo que nos esclaviza, lo que no nos permite ser libres. Hemos violado el principio de no contradicción: soy lo que no me permite ser. Pensar la justicia como correspondencia equivale a reducir la reflexión antropológica al cuerpo. Las consecuencias de ambas creencias son devastadoras.

      El sexo y el género

      El análisis antropológico continúa. Tras haber descartado que no somos nuestro cuerpo vale la pena preguntarnos si somos algo de nuestro cuerpo. Tal vez además de colocar rasgos físicos en la respuesta a la pregunta quién soy también se haya agregado que soy hombre o mujer o transgénero u homosexual. Algo dicen de lo que cada uno de nosotros es. Definitivamente la combinación cromosomática configura ciertos rasgos con los que nos identificamos. La masa muscular, los ciclos biológicos, el acomodo de ciertos huesos, el grosor del cuerpo calloso, la voz, la vellosidad facial y otros desarrollos que son afectados por ese minúsculo accidente: X o Y.

      Nuevamente vale la pena preguntarse: ¿lo que soy se reduce a mi sexo o mi género, si fuera el caso? No, porque esto dice algo de lo que soy, pero no expresa en su totalidad lo más importante de lo que soy. Incluso es posible caer en trampas biológicas y estereotipos innecesarios. Porque es cierto que muscularmente el hombre es más fuerte que la mujer o que la mujer es la única que puede engendrar a un bebé o que los ciclos hormonales en unas y otros son distintos. Esto ha dirigido a algunos a pensar que con lo enunciado tenemos razones suficientes para afirmar que el hombre es superior y mejor a la mujer, que la función de la mujer es quedarse en casa cuidando bebés y administrando el hogar, o que el mal humor de una mujer responde a su ciclo hormonal.

      Estamos cayendo en la misma trampa de Trasímaco. Recordemos que al inicio de esta exposición mencioné que para Trasímaco la justicia era “lo que conviene al más fuerte”. Es la norma común. No sólo los antiguos griegos percibían así la justicia, hoy en nuestro país es fácil encontrarse con personas que sostienen lo mismo. Hasta tenemos una frase popular y simpática para decirlo: “Con dinero baila el perro”. La “ciega” justicia inclina su balanza hacia quien tiene más recursos. Es, como lo advierte Calicles en Gorgias, la ley del más fuerte. Así, la justicia queda reducida a un convencionalismo. Muy similar a esta peregrina idea que considera a hombres y mujeres como mejores y peores entre unos y otros. Aquí está uno de los errores de algunos de los grupos feministas: en lugar de equilibrar la balanza, la polarizaron hacia sus propios intereses, haciendo ahora del sexo femenino el “sexo fuerte”. Lo que es imperante comprender es que no existe un sexo fuerte y otro débil. El problema hunde sus raíces en pensar la justicia basada en convencionalismos, ya sean sociales, biológicos o políticos.

      Sin embargo, como lo vengo señalando, esta concepción de justicia está arraigada a nuestra cultura, mexicana y mundial, más de lo que quisiéramos y debiera. De ella se desprende la idea de que el tirano es más feliz porque “puede hacer lo que quiere”. Es decir, es más feliz que los demás porque tiene más poder que ningún otro hombre y es el depositario de todo lo justo. Su consideración es ley y su desconsideración también. Y una y otra están sujetas a la volatilidad de sus deseos. La ley es su deseo y su deseo, ley, y ésta, la justicia con que gobierna.

      Pero, ¿qué significa ser el más fuerte? Trasímaco tiene una respuesta:

      De este modo, pues, cada gobierno implanta las leyes en vista de lo que es conveniente para él: la democracia, leyes democráticas; la tiranía, leyes tiránicas, y así las demás. Una vez implantadas, manifiestan que lo que conviene a los gobiernos es justo para los gobernados, y al que se aparta de esto lo castigan por infringir las leyes y obrar injustamente. Esto, mi buen amigo, es lo que quiero decir; que en todos los Estados es justo lo mismo: lo que conviene al gobierno establecido, que es sin duda el que tiene la fuerza de modo tal que, para quien razone correctamente, es justo lo mismo en todos lados, lo que conviene al más fuerte (República, I, 338e1-339a4).

      Este positivismo jurídico del que participa la defensa de Trasímaco muestra lo alejado que se está de una concepción auténtica de la justicia. Peor aún, la distancia sobre un entendimiento de la naturaleza humana.

      La justicia está anclada al deseo y, como tal, a un vaivén de intereses incluso contrarios entre sí. Esta posición reduccionista de la naturaleza humana hace ver a la persona no desde su totalidad sino desde la inmediata necesidad de dominar al otro, como Nietzsche lo expresó al hablar de la “voluntad de poder” en Más allá del bien y del mal (I: 19). Mientras el filósofo alemán nos advertía sobre la decadencia humana provocada por ver al hombre sólo como un otro al que tengo que someter,