Elio miraba a la hermana y al primo y se preguntaba cómo habían hecho esos dos para sintonizarse tan rápidamente en el mismo canal. Pero estaba feliz de no viajar solo; todos esos sucesos extraños empezaban a preocuparlo. ¿Era víctima de un complot o debía empezar a dudar de su integridad mental?
Libero se agitó, era hora de preparase para bajar, había visto por la ventana la casa de la señora Gina, que había tomado como punto de referencia. El tren se detuvo, él cargó todas las valijas mientras Gaia abría la puerta del vagón y se lanzó. Estaba agitado como quienes, como él, viajaban muy poco.
Los habitantes del lugar le decían estación, pero era solo una parada. Las únicas comodidades era una marquesina con el techo agujereado y una máquina automática para comprar los billetes, siempre rota, que decía a toda persona que pasara: «Esté alerta: la estación no está vigilada, puede sufrir un robo».
Liber suspiró hondo y dijo:
—Ahora respiró hondo. Bienvenidos a Campoverde.
—Ya siento el perfume de los campos —notó Gaia—. ¿No, Elio?
Elio no advertía la diferencia con la ciudad y se encogió de hombros.
—Elio, tú toma la valija de Gaia; yo llevo el resto —ordenó Libero.
A Gaia esta actitud de caballero, que en otros casos la habría fastidiado, hecha con esa naturalidad, la divertía. Y se prestaba al juego. Tal vez, su evaluación inicial del primo había sido apresurada. No era tan tonto…
Gaia y Libero pasaron delante de la máquina habladora que por enésima vez repitió la misma frase y, sonriendo, se dirigieron al paso subterráneo.
Elio tuvo que aferrar con las dos manos la enorme valija de Gaia para descender las escaleras del paso subterráneo y, de nuevo, para volver a subir. Esto lo dejó agotado.
Al llegar a los últimos escalones, usó todas sus fuerzas, convencido de que la tía lo estaba esperando con el auto.
Fuera de la estación, lo esperaba el estacionamiento vacío. Libero, con la prima a su lado, se dirigió hacia la izquierda por una larga calle estrecha y asfaltada lo mejor posible. Dos canales de agua separaban la calzada de los campos de maíz, de un lado, y los de trigo, del otro.
Elio, desesperado, mientras recuperaba el aliento, les gritó que se detuvieran. La hermana se volteó extrañada. Hacía años que no oía a su hermano hablar en voz alta, mucho menos gritar.
—¿Dónde está el auto de la tía? —preguntó Elio.
—Ah, me olvidaba, me llamó antes, dijo que no podía venir a buscarnos porque Camilla, nuestra vaca, está por parir de un momento a otro y no puede alejarse.
—¿Camilla, parir? ¿Cómo hacemos? —preguntó Elio jadeando.
—Quédate tranquilo, son solo cuatro kilómetros y ya llegamos a la granja —agregó Libero en tono tranquilizador.
—¿Cuatro kilómetros? —fueron las últimas palabras de Elio.
—¡Vamos, arriba el ánimo! ¡La valija de tu hermana hasta tiene rueditas! —se burló Libero y, tras decir esto, retomó el camino.
A lo lejos se empezaban a vislumbrar las primeras casas del pueblo.
—¡Ahí está! Esta casa con el cerezo es nuestra granja.
Libero indicó una casa rústica de color rojo veneciano con postigos verdes. Tenía un jardín delantero bellísimo muy cuidado y, en la parte de atrás, estaba el establo y las sogas para tender la ropa. Más allá, se extendían los campos.
—¡Mamá, llegamos! —gritó Libero, que soltó las valijas en el caminito y fue corriendo al establo.
La tía Ida salió a la puerta de la casa.
—¡Mis sobrinitos! —gritó de alegría.
Gaia le tiró los brazos al cuello. Elio se acercó agitado y le dio, por educación, un beso en las mejillas.
Ida había superado hacía poco los cincuenta años, pero su belleza aún no se había marchitado aun cuando ella no hiciera nada para resaltarla. Era delgada y de altura, bien proporcionada, y sus brazos y piernas tenían músculos marcados y fuertes que serían la envida de cualquier atleta. La dura vida de la granja era su entrenamiento diario. Su cabello era rubio y lo tenía recogido en una cola de caballo. La piel del rostro era clara y sus bellísimos ojos eran verdes, como los del sobrino
Mientras, Libero volvía del establo gritando con alegría.
—¡Camila tuvo una hembra! ¡Más leche en el futuro!
La tía los invitó a entrar. La mesa estaba preparada y en el aire se sentía el buen aroma del almuerzo listo. Los chicos comieron con hambre. Gaia no paraba de contarle a la tía las emociones del viaje.
Después de almorzar, Gaia ayudó a la tía a ordenar la cocina, mientras Libero arrastró a Elio en un paseo por la granja pidiéndole, en realidad, ordenándole que lo ayudara en cada tarea.
Por la noche, la tía les explicó que iban a dormir en la sala, en el diván cama, hasta que arreglaran la buhardilla que sería su habitación por el verano.
Gaia se lanzó por las escaleras detrás de la tía para verla. Elio, en cambio, estaba trastornado por la enésima mala noticia.
Subieron hasta el primer piso, donde estaban las habitaciones de la tía, de Libero y de Ercole, el más chico, que estaba de campamento con los scouts. Ida le indicó la escalerita de madera que llevaba a la buhardilla. Ella no iba a subir, estaba cansada de subir y bajar; había ido varias veces en el día para abrir las ventanas y ventilar.
Mientras tanto, la tía se fue a su habitación para llamar por teléfono en secreto a su cuñada Giulia. Quería ponerla al tanto de la llegada de sus hijos.
Giulia no dejó que el teléfono sonara más de dos veces.
—Hola, querida, ¿cómo estás? —le preguntó Ida.
—Bien, pero cuéntame cómo fue todo.
—Logró llegar de la estación caminando desde la estación sin desmayarse. Pensaba que lo iba a estar esperando con el auto, como excusa Libero le dijo que la vaca Camila tenía parir —reía Ida.
—¡Me habría gustado verlo sudado!
—Después de almorzar… —comenzó a decir Ida, pero Giulia la interrumpió.
—¿Comió algo?
—Sí, liquidó el primer plato y la carne.
—¡Guau! En casa, apenas le da un mordisco a un sándwich.
—Es difícil, no habla —dijo Ida—. Pero vas a ver que vamos a lograr que se recupere un poquito.
En el fondo, se oía que Carlo preguntaba y reía.
—Hice desaparecer el televisor y los videojuegos. Si tiene que ser un tratamiento para caballos, así será.
Elio, despatarrado en el diván, no podía mover ni un músculo. Hacía años que nos e movía tanto.
En la escuela, con una excusa u otra, se las ingeniaba para saltar la hora de gimnasia.
—Elio, vamos, corre a llamar a tu hermana. Necesito ayuda para preparar la cena.
Elio no creía lo que oía. Levantarse le parecía imposible.
Pero la tía, con tono de general que no admitía negativas, intimó:
—Elio, ¿me oíste?
—Voy —respondió y con un agotamiento de funeral fue hacia las escaleras.
Se detuvo al pie y comenzó a llamarla para que bajara.
Gaia, no obstante los gritos del hermano, no respondía.
Aún