—Hola, Libero. ¿Cómo estás? —le preguntó de corazón al primo que no veía desde hacía tanto.
—Bien, pequeña —respondió Libero.
Entre tanto, llegó Giulia, y fue la única con la que Libero se comportó como un caballero, besándole las mejillas apresuradamente.
—¿Cómo estuvo el viaje? —le preguntó Giulia premurosa.
—Bien, la vaca de acero es muy cómoda y veloz para viajar y la ciudad está llena de cosas curiosas. ¡Estoy contento de estar aquí!
—Siéntate, debes estar cansado. ¿Puedo ofrecerte un helado? —ofreció Giulia.
—Sí, gracias, tía, me encanta el helado —aceptó Libero de buen grado—, pero ¿y Elio dónde está?
—Elio está en su habitación, ahora viene —dijo Carlo enfadado con el hijo, que no se dignaba a venir a saludar al primo que había hecho ese viaje solo para venir a buscarlo, y fue a su cuarto.
—No, no, tío. —Libero lo detuvo—. Voy yo, quiero darle una sorpresa. Dime cuál es su habitación.
Apenas Carlo se la indicó, Libero se lanzó hacia la habitación, desde donde se sintieron sus gritos de felicidad mientras lo saludaba. Ni siquiera Elio, no obstante su frialdad, logró escapar al abrazo envolvente.
Gaia miró a la madre con sorpresa y le susurró:
—¡No lo recordaba tan tonto!
—No digas eso —le recriminó Giulia—. Es un buen muchacho, y muy correcto.
—Sí, pero… ¿están seguros de que podrá llevarnos a destino? —preguntó Gaia perpleja.
—¡Claro que sí! —la tranquilizó Carlo—. No lo subestimes. Lleva adelante la granja junto a la madre. Es fuerte y competente.
Llegó la hora de la cena, que, con todos los colores que Libero había traído del campo, fue muy alegre, naturalmente para todos salvo para Elio.
—No veo la hora de mostrarles todo —concluyó Libero dirigiéndose a los primos al final de la descripción de la granja.
—¿Estás seguro de que no quieres quedarte un par de días antes de viajar? —preguntó Giulia.
—No puedo dejar a mamá sola en este época, hay mucho trabajo.
—Tienes razón, Libero. Eres un muy buen muchacho —lo elogió Carlo palmeándole con afecto el hombro.
—¿Sabes, tío? En el auto me preguntaba una cosa. Antes de venir a la ciudad pensaba que la bocina servía solo en caso de peligro.
—Claro —respondió Carlo—. ¿Por qué?
—Porque parece que aquí la usan para festejar. ¡No dejan de tocarla!
Todos, menos Elio, rompieron a reír preguntándose en silencio si Libero estaba bromeando o si hablaba en serio…
Capítulo 3
Dándose cuenta de su terror, comenzó a reír
A la mañana siguiente, Libero hizo saltar de la cama a Giulia, cuando se tropezó con la alfombra del corredor. Y así, él y su tía se encontraron preparando el desayuno antes que los demás se despertaran. Cuando el aroma del café inundó su habitación, Carlo también se sumó y, junto a su esposa, empezó a contar lo que le estaba sucediendo a Elio.
—No tengan miedo —los tranquilizó el muchacho—. Esta experiencia fuera de casa o ayudará ¡y además mamá ya preparó un plan de ataque!
En la estación, Giulia no hacía más que dar recomendaciones a los hijos, para que se portaran bien en la casa de la tía.
Gaia no podía más de la emoción y la curiosidad mientras, como de costumbre, se veía a la legua que Elio había sido arrastrado a esa historia. Arrastraba la pesada valija de Gaia porque Libero lo había obligado. «Las señoritas no levantan peso!». Ese primo ya lo había cansado.
Libero, en jeans y camiseta, tenía puesto también un gorro amarillo ocre de defensa civil, que a los primos les parecía fuera de lugar, y cargaba el resto del equipaje como si fueran valijas vacías.
El tren dejó la estación con perfecta puntualidad. En el compartimento estaban ellos tres solos. Libero acomodó las valijas en el portaequipaje y propuso:
—Ven, Gaia, vamos al vagón restaurante a comer un segundo desayuno. Llegaremos tarde a la granja y deberán tener fuerzas. Elio cuidará las valijas, vas a ver que nadie se va a acercar a nuestras cosas. ¡Cualquier cosa, gruñe! —dijo dirigiéndole una sonrisa al primo—. Y si no tienes cara larga, te traeremos algo de comer también a ti…
Los dos primos se fueron para alivio de Elio, que estaba deseoso de quedarse solo.
Miraba fijo el paisaje siempre igual. Habían apenas salido de la zona industrial y finalmente se veían las primeras tierras de cultivo, y después campo y más campo y colinas y más colinas y más campo.
De pronto, reflejado en el vidrio de la ventanilla, vio a un señor sentado en el asiento de la fila al lado de la suya, del otro lado del corredor.
¿Cuándo había entrado en el compartimento? No había oído la puerta abrirse.
El sujeto estaba vestido de negro y usaba unos extraños anteojos. Estaba leyendo un libro encuadernado en cuero negro y con las páginas de papel cebolla, que parecía tener cientos de años. Usaba un sombrero de ala ancha que le cubría el rostro y, es necesario decir, causaba inquietud.
Elio no se volteó, siguió vigilando el reflejo sobre el vidrio. Le daba miedo estar ahí solo con ese hombre. Ahora le habría gustado que el primo, grande y fuerte, volviera rápido, pero no había señales ni de él ni de Gaia.
En tanto, el sujeto continuaba leyendo. Se interrumpía solo de tanto en tanto para mirar un viejo reloj que sacaba del bolsillo del chaleco que tenía debajo del traje con una elegancia de otros tiempos.
Esto hacía que Elio se pusiera más nervioso y se preguntara qué estaba esperando. Seguramente era algo importante porque seguía mirando el reloj todo el tiempo.
Entonces, de golpe, el hombre, luego de haber mirado el reloj por enésima vez, cerró el libro y se agachó para tomar algo de una bolsa negra que tenía apoyada en el suelo y sostenida entre las piernas. Los pantalones levemente alzados mostraban los tobillos negros de las extrañas medias que parecían de cuero.
Elio no lograba contener su inquietud y comenzó a temblar. Entonces, el sujeto, como dándose cuenta de su terror, empezó a reír mientras seguía rebuscando en la bolsa. Era una risa profunda y lúgubre que resonaba en sus oídos. Para no oírla más, se tapó las orejas con las manos. Cerró los ojos para no ver en el vidrio el reflejo de aquel hombre y en su interior rogó: «Que regrese Libero, que regrese Libero».
La puerta del compartimiento se abrió con un golpe seco.
—¿Qué haces, Elio? ¿No te habrás traído una otitis, verdad? ¡A ver si nos matas a todos, pobres campesinos, con esos virus para gente de la ciudad!
Elio se sobresaltó y, luego, al reconocer la voz bromista del primo, se volteó y vio que un sonriente Libero estaba en la puerta con una bolsa y una bebida en la mano. Detrás de él, Gaia hincaba los dientes en un enorme croissant.
Del sujeto, ningún rastro. Desapareció tal como había aparecido. Desaparecidos él, su libro, su reloj y su bolsa.
Libero se sentó al lado de él, le pasó un croissant y se dio cuenta de que temblaba.
—¿Pasó algo? —le preguntó.
—Creo que estoy un poco mareado por el tren —mintió Elio.
Gaia entendió que su hermano estaba sufriendo una de sus crisis y se propuso hablar con Libero en secreto.