Maria Grazia Gullo - Massimo Longo
Un cuarto de luna
Vigías de Campoverde
Traducido por Erika Cosenza
Copyright © 2018 M.G. Gullo – M. Longo
L'immagine di copertina e la grafica sono state realizzate e curate da Massimo Longo
Tutti i diritti riservati.
Prólogo
—Verás que saldrá todo bien, ya eres grande… Vuelve a jugar con los demás niños, ¡nos volveremos a ver, te lo prometo!
El niño miraba, con ojos velados de lágrimas, cómo lentamente desaparecía quien había sido su compañero de juegos desde que tenía memoria.
Corrió rápidamente hacia los carruseles del parque soleado, donde volvió a jugar con los niños del vecindario, mientras el recuerdo de su amigo imaginario se desvanecía.
Llegó, entre empujones, su turno en el tobogán. No espero ni un instante y se lanzó en bajada con todo el impulso posible. No tuvo siquiera tiempo de llegar al fin del descenso. Vio aparecer delante de sus pies a una niña rubia muy pequeña, que se había escapado del control de su mamá. No logró frenar y la golpeó con violencia.
La niña perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza contra el borde de cemento que rodeaba al tobogán. Trató de llegar hasta ella para asegurarse de que no se hubiera hecho mucho daño, pero la madre, que había llegado a socorrerla, lo empujó de mal modo. En lo que le pareció un instante, un enjambre de abuelos, abuelas y mamás se arremolinaron alrededor de la accidentada.
Solo llegó a oír una cosa mientras intentaba hacerse lugar en medio del bosque de piernas adultas:
—¡Se desvaneció! ¡Llamen a una ambulancia!
Esa voz le resonaba feroz en los oídos. El miedo lo apresó. Corrió hacia el bosquecito que había detrás del parque. De golpe, todo a su alrededor se oscureció. Un viento gélido llevaba extraños sonidos; junto con las palabras oídas hacía apenas unos minutos, comenzaron a resonar versos que no lograba entender, le llegaban desde atrás de un grupo de árboles donde aparecía una sombra larga. Luego, la voz se hizo cada vez más insistente, llegaba desde diferentes direcciones. Ahora estaba cerca, siempre cada vez cerca, hasta que le susurró al oído:
«Damnabilis ies iom, mirdo cavus mirdo, cessa verunt ies iom, mirdo oblivio ement, mors damnabils ies iom, ospes araneus ies iom…».
Se apretó fuerte la cabeza con las manos para no oír, pero era inútil. Cayó de rodillas. Sus ojos se apagaron…
«Damnabilis ies iom, mirdo cavus mirdo, cessa verunt ies iom, mirdo oblivio ement, mors damnabils ies iom, ospes araneus ies iom…».
Capítulo 1
Es tan huidizo cuando intento abrazarlo
—¡Elio, Elio, rápido! ¡Ayúdame con las bolsas de las compras antes de que llegue la tormenta!
Elio estaba inmóvil dentro de sus zapatos nuevos y miraba a su madre, haciendo cosas sin descanso.
—¡Elio! ¿Qué haces allí clavado al suelo? ¡Toma! —Lo sacudió y le cargó los brazos con una enorme bolsa de verduras.
Elio no tenía intención de hacer otra cosa, subió los escalones exteriores del edificio y, girándose de espaldas, empujó el portón. Se detuvo a mirar la maldita luz roja parpadeante del ascensor y, vencido, subió las escaleras hasta su casa. Tras apoyar la bolsa sobre la mesa de la cocina, se fue derecho a su habitación a escuchar música recostado en la cama.
A solo terminar de subir las escaleras, la madre cansada fue en su busca.
Se asomó a la puerta de su habitación gritando.
—¿Qué estás haciendo? Aún no hemos terminado. ¡Ven a ayudarme!
—Sí, sí… ya voy…—respondió Elio sin moverse, solo para librarse de ella.
Giulia se alojó, esperando que esta vez fuese diferente. Estaba desesperada, ya no lograba sacudir a este hijo que se volvía cada vez más apático.
Desde la entrada, se oyeron los veloces pasos de la hermana, que lo llamaba con voz alegre.
—¡Elio! ¡Elio! Mueve el trasero de esa cama y ven tú también a ayudar a mamá, que te está esperando abajo —le gritó sabiendo que era inútil.
Elio no se movió y continuó mirando el techo indiferente, tras haber aumentado el volumen.
Giulia, agotada más por la lucha con el hijo que por el cansancio, terminó de descargar las compras junto a su hija, Gaia. No hacía más que pensar en Elio, mientras subía las escaleras de ese edificio de cinco pisos, blanco y naranja como todos los del vecindario popular de Gialingua, donde vivían, en el cual el ascensor funcionaba un día sí y un día no y, quién sabe por qué, nunca aquellos días en los que tenía que subir con las compras. Vivían veinte familias, en sendos apartamentos que se asomaban a lados opuestos.
—¡Esta es la última vez que haces eso! —le gritó desde la cocina— ¡Cuando llegue tu padre vamos a poner orden!
Elio ni siquiera la oía, inmerso en la música monótona que le entraba por las orejas sin involucrarlo emotivamente. Nada y nadie podría sacarle la sensación de aburrimiento y paranoia que lo invadía. Su mundo privado de intereses que lo cubría como si fuera la mantita de Linus. Él era así y era necesario que el mundo lo aceptase.
Gaia era muy diferente: tenía quince años, cabellos cortos y negros y ojos despiertos y curiosos. Las veinticuatro horas del día no le alcanzaban para atender todos sus intereses.
También Giulia era dinámica. A diferencia de la hija, su cabellera era rubia y rizada y tenía un ligero sobrepeso, pero era ágil y decidida; en resumen, la clásica mamá de cuarenta y dos años llena de compromisos, dividida entre trabajo y familia.
Ya era la hora de cenar, pero desde el cuarto de Elio no llegaban señales de ningún tipo. Silencio absoluto. En verdad, no había cambiado la posición asumida luego de haberse arrojado sobre la cama y haberse puesto los auriculares.
Se oyó el ruido de las llaves en la cerradura de la puerta de entrada; en ese preciso instante, sin dar tiempo a que la puerta se abriera, la voz alterada y quejumbrosa de Giulia, que se descargaba sobre el marido:
—¡No se puede seguir así!
—Dame tiempo de entrar, tesoro…
Giulia besó al marido e inmediatamente retomó las quejas.
—Otra vez Elio, ¿no? —preguntó el hombre con voz resignada.
—¡Sí, él! —respondió Giulia.
Todo esta conversación se desarrollaba mientras Carlo, luego de sacar el recipiente de comida que dejaría en la cocina, se dirigía a guardar en el armario el bolso en el que llevaba al trabajo una camisa de recambio por el calor sofocante que ya se hacía sentir, aunque recién estaban a fines de mayo.
De la misma edad que su esposa, era un hombre apacible. Sus cabellos, ya casi completamente grises, en una época habían sido azabaches como los de la hija. De rostro alargado y mejillas hundidas, sobre la nariz aguileña se apoyaba un par de anteojos redondos de metal.
—¿No me puedes contar después de cenar? —le preguntó con dulzura a la esposa, con la esperanza de calmarla.
—Tienes razón, tesoro —respondió ella, pero, sin darse cuenta, siguió quejándose hasta que empezaron a comer.
Por suerte, estaba Gaia, que no paraba de contar qué había hecho durante el día, transformando en modo irónico y divertido incluso los pequeños fracasos.
Había terminado de poner la mesa, cuando la madre le dijo:
—Ve a llamar a Elio.
—Es inútil —respondió—. Sabes que no se mueve si no va papá…
—Desde que lo traje de la escuela que no sale de su cuarto. Está empeorando —Giulia