–Si tú lo dices… si me necesitas, estaré en mi cuarto.
–Gracias –Beatrice sonrió con expresión ausente. Ya tenía la mente puesta en la persona que estaba al otro lado de la puerta.
Con el corazón acelerado, abrió. Dante ocupaba todo el umbral, bloqueando la vista del pasillo común.
Se apartó de la pared lo suficiente para que Beatrice pudiera ver mejor el traje oscuro que llevaba puesto. No iba tan pulcro como de costumbre. La tela estaba arrugada y tenía la blanca camisa abierta en el cuello, dejando al descubierto una sección de piel bronceada. Pero apenas se fijó en aquellos detalles. Lo único que veía, o mejor dicho, lo único que sentía, eran las poderosas y crudas emociones que emanaban de él.
–Te has mudado –Dante había mantenido sus emociones a raya, pero al verla allí de pie sintió que perdía el control–. Nadie me lo había dicho.
El viaje hasta allí ya había llevado su autocontrol al límite. Dante estaba en medio del Atlántico cuando recibió el mensaje, una frase que iba a cambiar literalmente su vida de una manera que todavía le costaba trabajo imaginar.
La visión de aquellos grandes ojos azules que lo miraban cansados y rojos por haber llorado no hizo que se sintiera menos furioso. Solo añadió una capa más a las emociones que trataban de abrirse paso en su pecho.
–La semana pasada. Esto es más grande –igual que ella sería más grande dentro de poco. Una idea que seguía pareciéndole profundamente extraña y no del todo real.
Sin embargo, Dante era muy real. Y estaba muy enfadado.
–La gente que vive allí ahora parece… mi equipo de seguridad tuvo que convencerlos de que no soy peligroso –mientras él invertía algunos minutos tratando de encontrar la dirección correcta para dársela al chófer.
–¿Qué estás haciendo aquí? –aquellas palabras acusatorias flotaron entre ellos y provocaron un gemido gutural y feroz en la garganta de Dante.
–¿Estás de broma?
–No era realmente necesario que vinieras en persona. Habría bastado con avisar que habías recibido la noticia.
–Bueno, pues aquí estoy.
–Seguro que todo el edificio es consciente de ello ya. Vuelve mañana.
–Eso no va a pasar y ambos lo sabemos. ¿Vas a dejarme entrar o quieres que tengamos esta discusión aquí? –Dante miró con desprecio a su alrededor antes de clavar en ella una mirada gélida–. Lo siento, no me he traído el megáfono, pero puedo llamar a algunos paparazis que conozco. ¿Eso es lo que quieres? Claro, compartamos la noticia… Ah, se me olvidaba que ya lo has hecho. Sería interesante saber a cuánta gente se lo has contado antes que a mí. Total, yo solo soy el padre.
Beatrice apretó los labios ante tanto sarcasmo.
–Baja la voz y no seas tan poco razonable.
–¡Supongo que debo sentirme afortunado de que no me hayas enviado la noticia por mensaje!
Aunque pensándolo bien, al recordar lo que había sentido al escuchar a su asistente diciéndole que iba a ser padre, tal vez hubiera sido mejor un mensaje.
Beatrice corrió el pestillo de la puerta y se echó hacia atrás para dejarle pasar.
–Intenté contactar contigo –aseguró ella cruzándose de brazos.
–No lo intentaste demasiado.
Ella apretó los labios.
–Supongo que eso depende de tu definición de «demasiado». El número que tenía tuyo ya no existe. Aunque no sé para qué te cuento esto, porque seguramente fuiste tú quien le dijo a tu robótica asistente que no te pasara mis llamadas.
–Es una asistente muy eficaz –protestó Dante.
–Oh, no me cabe la menor duda de que solo repetía lo que le habían mandado. Supongo que fuiste tú quien le dijo que cualquier comunicación conmigo debía hacerse a partir de ahora a través de nuestros abogados.
–Eso fue idea tuya –le recordó él.
–Debería haber imaginado que la culpa era mía –sin previo aviso, se le agotaron las ganas de luchar y se quedó temblorosa, débil y con ganas de llorar.
–¿Te encuentras bien?
Beatrice logró reunir el suficiente coraje para lanzarle un gruñido.
–Estoy embarazada, no enferma.
–Entonces, ¿es verdad?
–Obviamente, no. Me lo inventé.
–Lo siento, ha sido una pregunta estúpida –murmuró poniéndole la mano en el codo–. Deberías sentarte.
–Debería irme a la cama. Estaba en la cama –consciente de que le temblaban las rodillas y de que agradecía el apoyo de su mano, Beatrice señaló con la cabeza la puerta que tenía él detrás–. El salón está ahí. Ten cuidado. Hay cajas que todavía no hemos desembalado.
Dante la ayudó a esquivar las cajas hasta que ella se sentó en uno de los sofás.
–¿Has ido ya al médico? –preguntó agachándose a su lado.
Escudriñó sus facciones y sintió una punzada de culpabilidad. Parecía que llevaba una semana llorando. Tal vez fuera así. Parecía tan frágil que temía que se rompiera si la abrazaba.
Beatrice asintió.
–Así que no hay error –bajo la oleada de culpabilidad surgió algo nuevo. Una sensación de protección–. ¿Y te has hecho una ecografía?
Ella sacudió la cabeza.
–Todavía no… ¿qué haces?
Dante se apartó el móvil de la oreja.
–Unas gestiones.
–Son las tres de la mañana. Ya sé que en tu mundo puedes pedir cualquier cosa en cualquier momento del día y la gente salta, pero en mi mundo pedimos cita de día y nos colocan en la lista de espera.
–¿Lista de espera?
–Si quieres hacer algo por mí, prepárame un té. Jengibre. Me calma las náuseas. La cocina está por allí –le señaló con la cabeza.
Beatrice cerró los ojos, estaba demasiado cansada para comprobar si Dante había reaccionado, y desde luego, demasiado cansada para discutir. No los abrió hasta que sintió su mano en el brazo.
–Bebe –le dijo él observándola.
Beatrice obedeció soplando en la superficie del líquido para enfriarlo un poco. Dante se sentó en el sofá de enfrente. Parecía sumido en sus propios pensamientos. Ella sentía como si estuviera sentada en el ojo de la tormenta, consciente de que en cualquier momento se desencadenaría de nuevo el infierno. Bebió un poco más y sintió que se le asentaba el estómago.
Dejó la taza en la mesita auxiliar y sintió un nudo de tensión cuando Dante se puso de pie.
–No he pensado en la hora que es –reconoció–. Estaba…
–En shock… lo sé.
–Me imagino que debes sentirte… sé que esto no es lo que querías, pero está pasando y tenemos que lidiar con ello.
–No tenemos que lidiar con nada –todavía se sentía como si la hubiera arrollado un camión, pero el té hacía que fuera un poco más coherente–. Ya me estoy ocupando yo –añadió, ansiosa por corregir cualquier impresión de lo contrario que pudiera haber dado–. Tengo hora para la primera ecografía en un par de semanas.
–Bien. La cancelaré y pediré cita para cuando volvamos –murmuró como para sí mismo.
–¿Volver? –preguntó Beatrice sintiendo