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Integridad y coherencia
Por Pilar Gómez-Acebo
Las personas fueron creadas para ser amadas, mientras que las cosas fueron creadas para ser usadas. La razón por la que el mundo está en caos es porque las cosas son amadas y las personas son usadas.
Ludivine Paternostre
Esta afirmación sintetiza perfectamente el trasfondo social que estamos viviendo, en uno de los momentos históricos de mayor índice de corrupción y falta de ética en todos los órdenes de la vida.
Desde los distintos capítulos de este decálogo, vamos a intentar dar algunas iniciativas y posibles respuestas, que permitan poner el foco y nuestras prioridades en aquello que permanece, aunque todo cambie.
Es cierto que la corrupción ha acompañado al ser humano a lo largo de la historia, pero en etapas como la actual, en las que se dispara la proporción de inmoralidad y falta de honestidad en múltiples situaciones de la vida cotidiana, se corresponde con momentos de crisis económicas y sociales en las que es muy fácil entrar, pero cuesta mucho salir.
Solemos decir y escuchar con frecuencia que faltan valores, como causa de nuestros males y en descarga, más por omisión que por actuación, de nuestra posible culpa en gran parte de los casos.
Efectivamente, la maldad triunfa gracias al silencio de las buenas personas, como solían decir personajes de referencia moral como Gandhi o Luther King, para intentar explicar que, en los momentos difíciles de falta de integridad, es cuestión de absolutamente todos sin excepción, intervenir para cambiar las cosas. Mientras la mayoría permanezca callada, los corruptos cabalgan a sus anchas, erigiéndose en modelos de éxito, ocupando y repartiendo las posiciones de poder.
Los valores, siendo virtudes innegables, no son la causa sino la consecuencia de una postura interna que responde a una línea de coherencia entre lo que se siente, se piensa, se dice y se hace en nuestro día a día.
La continuidad de esta delgada línea, permite saber el índice de integridad de la persona, y los quiebros en la misma nos indican las carencias emocionales en las que la persona se va a fallar a sí misma y, por tanto, existen muchas posibilidades de fallar a los demás.
Si profundizamos en este ámbito, podemos identificar las rupturas de coherencia que se producen en los otros y, por tanto, predecir sus respuestas.
En términos de comportamiento, la persona que dice, pero no hace, suele huir de sí misma y evitar el contacto cercano con aquellos que conocen o pueden percibir ese quiebro en su actuación. Por el contrario, quien piensa antes de decir y hacer, denota una mayor coherencia en sus actuaciones y evoluciona hacia el sentimiento como paso previo, generando un pensamiento integrador que valora a los demás, sea cual sea su condición.
En el ámbito personal, este estilo de actuación, que parte del sentimiento, nos permite ganar solidez interna y resulta mucho más satisfactorio, ayudándonos a evitar saltarnos nuestras propias reglas.
Buyng-Chul Han, filósofo coreano afincado en Alemania, procedente del mundo de la siderurgia, ha sido uno de los pioneros en afirmar que, en el ser humano, el sentimiento va antes que el pensamiento. En este enfoque, coinciden cada vez más autores, expertos y científicos, conocedores de la esencia de nuestra naturaleza.
Aquí radica una de las claves de esa falta de valores como consecuencia de la poca capacidad y falta de desarrollo del sentimiento, que no sentimentalismo, y de la sensibilidad, que no sensiblería, como se explicará con más detalle más adelante, y que lleva a la justificación de posturas e intereses de carácter personalista, basándose exclusivamente en la razón, que beneficia principalmente a quien la ejercita.
Se razona la realidad, pero ni se piensa, ni se siente, que es donde está la esencia, sabiendo que desde la razón, es fácil enfrentar posturas siempre que interese.
En su Discurso del método1, Descartes afirma en una célebre frase que no hay nada repartido de modo más equitativo que la razón: todo el mundo está convencido de tener suficiente. Efectivamente, gran parte de los conflictos tienen su origen en posturas enfrentadas, en las que cada cual defiende su posición desde la razón, para justificar lo que quiere o le interesa hacer.
Si, como parece confirmarse, el peso del coeficiente emocional-relacional es de un 90% del total de nuestras actuaciones y decisiones, constituyendo además la causa de las mismas, la razón es el 10% restante y consecuencia, no causa, del estado emocional subyacente.
Hitler cometió las mayores atrocidades, argumentando y razonando perfectamente sus actuaciones, las que nadie se atrevía a cuestionar, y llegando a ganar unas elecciones democráticas. La causa era la manipulación emocional y la gestión del miedo de la gente, sabiendo que, si manejas ese 90 %, en consecuencia, cualquier discurso racional funciona.
Sin duda, es fácil razonar de manera lineal los propios intereses, callando muchos otros ángulos que pudieran cuestionar esa misma realidad. Por regla general, los que se omiten, son precisamente los que no son tan beneficiosos para el interesado como los que se citan.
Ante los hechos, no valen los argumentos, repetía Pedro Gil, filósofo y religioso, cuando alguien quebraba la línea de coherencia entre lo que decía y hacía, en relación a sus propios planteamientos, como fórmula para provocar la reflexión y ayudar a modificar comportamientos.
Si fuéramos capaces de identificar estas rupturas en la línea de comportamiento, se cometerían menos engaños, habría menos errores y se podrían corregir a tiempo muchos sufrimientos innecesarios, debidos al bajo coeficiente emocional-relacional, que incapacita a prevenir muchos de los errores que cometemos en nuestro devenir cotidiano.
Una de las explicaciones consiste en que la razón se explicita con facilidad y rapidez, mientras que la emoción, requiere mucho más tiempo de pausa y reflexión para identificarla. Por eso hemos caído en la trampa de aceptar el razonamiento como válido a priori y, el hecho de creerlo sin cuestionarlo, ha permitido utilizar a gran parte de la población por aquellos que detentan el poder o la capacidad de engaño.
Identificamos el analfabetismo de no saber leer o escribir en pleno siglo XXI, pero no nos extraña el analfabetismo emocional intencionado, que se traslada a un sinfín de actos diarios de gente incapaz de asomarse a los demás, incapaces de dar los buenos días, de mantener la mirada, ni relacionarse mínimamente con los que tienen que convivir, llegando a evitarles físicamente.
El antiguo proverbio árabe que afirma que quien no comprende una mirada, tampoco comprenderá una larga explicación, confirma el ínfimo nivel de coeficiente emocional, que, a diferencia del coeficiente intelectual, donde el componente genético es mayor, en el emocional/relacional, todos sin excepción pueden crecer sin límites. Curiosamente, son los de más bajo coeficiente intelectual, despreciados socialmente, los que casi siempre, nos superan en coeficiente emocional. Ese que, no por casualidad, sino por causalidad, no cotiza en nuestra sociedad.
Tampoco es casualidad que tecnológicamente hayamos avanzado tanto, pero que, a nivel humano, sigamos como en el pleistoceno, incapaces de superar y enriquecernos con las diferencias de cualquier tipo, desde el ámbito más cotidiano, al máximo nivel de guerras y conflictos.
Conviene que nos hagamos la pregunta de por qué existe este diferencial de desarrollo tecnológico respecto al humano. ¿A quién beneficia?
Para iniciar el proceso de reflexión, conviene distinguir algunos aspectos comportamentales que están detrás de muchas de las realidades que vivimos en nuestro día a día, y que nos sitúan en determinadas cualidades que se traducen en un comportamiento ético.
Sentimiento, no es sentimentalismo
El corazón