Sobre tu tumba, sir John, quedó grabado, para que las gaviotas que la galerna nos envía sobre la tierra lleven lejos, muy lejos, el testimonio de la verdad.
El niño que juega con la tierra del jardín de San Carlos lee el gallego de tu tumba, sir John, sin saber lo más grave, lo más misterioso de esa vida que Soult, el del «Vive l’Empereur!», te quitó al tiempo mismo de limarse la espada contra tu cráneo, sir John, que se abrió como una granada para salvarnos.
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Hoy los hombres quieren que nadie mueva una flor del jardín, que nadie se lleve en la suela del zapato una arena del jardín, que nadie huela demasiado el aroma de tu jardín, sir John, que huele a mar salobre y a tierna madreselva, que es del color de la ola y del nácar del tímido jacinto, más terso todavía que el nácar de la vieira y de la caracola.
Y tú, sir John, que desde el Cielo sonríes a todas las humanas fatigas y desazones, porque sabes cómo todo ha de terminar, dejas vagar la «meiga» de tu recuerdo por las puertas que, del jardín al mar, cruzó Carlos I cuando quiso venir a Compostela para oír hablar el viejo castellano casi recién nacido, entonces, del más viejo y siempre dulcísimo gallego que sirvió para grabar tu epitafio, la última carta que te dirigieron y la más bella, John Moore, joven general inglés.
¡Cuán lonxe, cánto, d’as escuras niebras,
D’os verdes pinos, d’as ferventes olas
Qu’ó nacer viron!
¡Qué lejos y con cuánta tristeza, ahora que solo nos acordamos de ti, John, cuando de repente descubrimos, ay, que es hermoso tu cementerio!
Dicen que nunca es tarde si la dicha es buena.
Dicen también que más vale tarde que nunca.
Tú, John, sabrás perdonarnos. ¡Hemos estado tan ocupados!…
REDESCUBRIMIENTO DE BARCELONA
Mi amigo don César —golondrina de ala delicadísima de la literatura, celoso lince de la amistad— me emplaza, desde mi casa misma (desde la casa de los dos, César, y de todos los amigos nuestros también), a que cuente, a viva voz, o cante —como un pájaro herido, pienso— mi último viaje de estrella fugaz que tiembla en la compañía de las gentes de bien; o roba jerséis y ceniceros donde los encuentra, tiernísimos y olvidados como un beso en el extranjero; o pierde pijamas y ese tiempo, ya sabéis, que se enquista en el alma cuando se gana —quizás con trampa— al ocio bendito: hablo de Barcelona, donde un día, ya lejano, viví, y donde otro día, tan lejano, usé del catalán de mis cinco años, tan perfecto como mis tres lenguas nativas.
Me entristece ver mis fotografías de rey niño de entonces, componiendo una breve figurita, en traje de marinero, para la posteridad. Y un terciopelo morado con puño de encaje, comiendo con mis padres en el Tibidabo, paseando de la mano de miss Ketty por las Ramblas. Dos ángeles me velaban y una niña, Montse, que me llevaba un año en la edad y medio palmo en la estatura, me pegó una paliza soberana, un varapalo desconsiderado. Fue, bien me acuerdo, la primera vez, no la más fuerte, que me pegó una mujer. Un loro aprendió mi nombre y el mono de un capitán de cargo noruego se enamoró rendidamente de mi prima Marisa, que entonces era ya casi una señorita. Mi mejor amigo de entonces, don Tomás Mañá, que ya murió, muy viejecito, me enseñaba las banderas de los barcos desde su terraza; tenía la barba blanca y los ojos azules; tenía tres hijas mayores —catorce, dieciséis y dieciocho años— que me besaban riendo a carcajadas; tenía una azotea de palomas y un gato siamés, una perrita caniche, un flautín y todas las banderas de la mar. Don Tomás hablaba conmigo de la andadura de las estrellas y del misterioso crecimiento de las flores; juntos tomábamos chocolate y juntos recitábamos —mi tímida voz de tiple, fiel contrapunto— a Verdaguer y a fray Luis. Don Tomás, ¡cuánto se lo agradecí!, fue el único hombre que me tomó, alguna vez, en serio. ¡Dios, Dios, qué tristeza me cuesta pensar!
Pero todo acabó. De la abierta Barcelona me llevaron al Londres hermético. Mis padres y mi amiga miss Ketty —la primera mujer con quien paseé a solas, cogidos de la mano—, mis ángeles y la niña Montserrat, el loro, el mono y don Tomás, su barba, sus palomas, su gato, su perrita, sus hijas, quedaron lejos. Y Barcelona también, y las Ramblas y las dos calles que yo conocía…
Amo el paisaje en que vivo como el gato a su almohadón eterno, aunque tenga —cosa que no es de lamentar— alma de globe-trotter; quizás toda mi sangre familiar haya rodado con exceso el Occidente, ese mundo que sentimos aún latir. A las violentas banderas del puerto de Barcelona —los colores del mundo en el paddock del Mediterráneo— vinieron a suceder las aburridas, opacas banderas de los docks. Mi ánimo estaba sobrecogido, como un mirlo atónito, un jilguero apresado, y mi memoria lloraba no horas felices —que todas, o quién sabe si ninguna, lo eran entonces— sino instantes luminosos igual a las miradas de la mujer que impunemente se fija en nuestra buena pinta porque sabe que el tren va a partir. Muchos hombres hemos dejado marchar, muchas veces, nuestras viejas maletas —el ombligo que nos unía al mundo— porque desde una fría estación perdida en el camino la cantinera o la hija del jefe nos sonrió: o la mujer del factor o la sobrina del cura, o la niñera de los hijos de un concejal.
En Londres lloré y me conformé. A los cinco años era un grave ejemplo de conformidad. Entonces ya sabía que una reina montaraz y valerosa, y con más madera de mandar, ¡ay!, que mis abuelos, me había usurpado una corona entre bucólica y culta, entre eclesiástica y pastoril, mitad verde del campo que visitaban los cristianos del mundo, mitad verde de la mar que navegaban los últimos paganos del Atlántico —casi cristianos ya— con un santo pirata normando a la cabeza, san Olaf, y las campanas de la ciudad sumergida sonándoles en los oídos, cuando andaban la derrota del Gran Sol.
Miré para el agua gris del Canal y pensé que no podía desertar. Mi abuelo el mariscal no me lo habría perdonado. Ni mis otros abuelos, los pares cornwalleses que armaban al corso. Ni aun los otros, los pisanos más viejos, hartos ya por entonces de contar capitanes y cardenales: los Bertorini, a quienes odiaba el pueblo, los Este y los Cicognani.
Es el Atlántico, pensé, mi mar. Y me aguanté. Nadie, en mi casa, ha puesto jamás un mal gesto. Mi tía María, reina de Escocia, murió como una señora. Pedro, el mariscal, conde de la Frouxeira y de Castrón d’Ouro, señor de once lugares, perdió el cuello rezando la salve en latín.
Y mis tres amigos —¿por qué el destino se complace, a veces, en no desarraigarnos del todo?—, de cara al mar de Barcelona, quizás ni pensaran en mi desdicha, en la negra sombra que, como un hado maligno, me llevaba hacia el norte.
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Pasaron los años golpeándome las carnes hasta que un día…
Fue como en los cuentos escandinavos. Un día llegué del brazo del buen tiempo; a la orilla del mar, una muchacha rubia me decía: ¿Adónde vas, caminante, tan deprisa, tan pensativo, que ni miras para mí?
Quiero que sepáis el día en que redescubrí Barcelona: fue el 23 de octubre de 1945, San Servando. La muchacha del cuento me llevó de la mano: Esta es mi casa, toda de cristal; cuando me desnudo, nadie pasa por la calle; tengo un caballo blanco que corre veloz como el viento, te lo voy a regalar.
La muchacha se marchó dejándome un ligero temblor en las yemas de los dedos…
Tardé en reponerme cuando regresé a Madrid. Barcelona fue esa amante enamorada que no nos deja, a fuerza de amor y amor —un beso, una reverencia, otro beso, otra reverencia—, tiempo para la ducha. Volé por las calles donde gozaba perdiéndome y me dejé llevar por los amigos —esa fruta que sabéis producir— del mar a la montaña, de Gaudí a Freyje —¿se acuerdan ustedes, don Juan Ramón [Masoliver], don Ángel [Zúñiga], don Álvaro [Ruibal]?—, del cafetín al gran restaurante.
No conocí el comedor del hotel donde viví —ustedes, don Augusto [Matons], don José [Janés], don Luys [Santamarina], don