Mi actitud frente al «Alfonso XIII histórico» es una estricta muestra de independencia de criterio, porque he llegado a ella tras largo peregrinar entre juicios e interpretaciones contrapuestos, pero no, en modo alguno, partiendo de un prejuicio propio. El estudio detenido de los hechos y la contrastación de pareceres me ha llevado a convicciones muy firmes, que me limitaré a exponer con la máxima claridad y sinceridad al lector, a sabiendas de que ello me acarreara una segura fama de «reaccionario». Lo cual, dicho sea de paso, me es desde luego indiferente; porque siempre me ha preocupado más que la opinión adversa o favorable de los demás, la paz de mi propia conciencia —de mi propia conciencia de historiador—. En este sentido me enorgullezco de tenerme por «reaccionario»: he reaccionado siempre —le decía yo en cierta ocasión a un amigo... progresista— contra lo que considero injusto y arbitrario, ya venga la injusticia y la arbitrariedad de la izquierda o de la derecha; he reaccionado siempre contra todo aquello que pretenda encasillarme, privándome de criterio, sustituyendo el raciocinio libre por la forzada consigna; y después de esto, seria demasiado pedir que me mirasen sin desconfianza —sin hostilidad, al menos— las irreconciliables parcialidades de nuestro incómodo presente, herederas directas de aquellas otras en que naufragó la España de Alfonso XIII. Estoy, pues, desde ese punto de vista, muy bien avenido con el papel de polarizador de fuegos cruzados.
Quizá por eso mismo me ha sido más fácil «comprender» el caso de Alfonso XIII. Representaba él una razón, un concepto de España que rehuía la limitación a un simple programa de partido o de clase. Ese concepto ¿tenía un valor permanente, definitivo? En todo caso, don Alfonso se esforzó por adecuarlo a las realidades, sociales e ideológicas, que en la segunda fase de la Restauración fueron aflorando en el plano vital del país, a partir del profundo revulsivo de 1898. Durante veintinueve años luchó el rey para evitar que una quiebra irreparable disociase al país en planos contrapuestos; fue el suyo un esfuerzo continuado, abrumador, para salvar una línea evolutiva rehuyendo la revolución, pero también la guerra civil. Y cuando creyó que en este empeño podía ser necesario su propio sacrificio, no vaciló en sacrificarse. A mis ojos, esto es suficiente para enaltecer ante la Historia grande —no ante la historia de estos o de aquellos— la memoria de Alfonso XIII: pienso que solo las pasiones que les arrojaron para siempre en el triunfalismo o en el revanchismo han podido oscurecer el juicio de cuantos padecieron en su carne el desgarramiento de la lucha fratricida.
Primitivamente, este libro no fue otra cosa que un esbozo de artículo, convertido luego en conferencia —para el ciclo de “Problemas contemporáneos”, desarrollado en la Universidad de Santander durante el mes de agosto de 1968—. La excelente acogida que esa conferencia halló en el público concentrado en La Magdalena me decidió a desarrollar el tema con mayor amplitud.
Asomado al delicioso mirador sobre el mar que azota la península rocosa, en torno al palacio santanderino, la contemplación del océano, indiferente a las pasiones e injusticias de los hombres, estimuló mi deseo de completar este trabajo poniendo orden y claridad en la confusa pugna de versiones acerca de la persona y de la actuación del rey Alfonso XIII; un intento que solo es posible proyectándolo sobre las coordenadas del momento español que le tocó vivir: el de la segunda fase de la Restauración canovista. Porque otro mal lamentable y muy generalizado en la bibliografía alfonsina es la pretensión de «salvar» la memoria del monarca recortándolo y diferenciándolo cuidadosamente del cuadro histórico en que se desenvolvió. En todo caso, para estos transfiguradores a ultranza, el rey fue víctima de una situación heredada y contra la que hubo de luchar. Pero olvidan que a esta lucha le lanzaba una esencial fidelidad a su tiempo; que en todo caso, no se trataba de una simple «reacción en retroceso». Alguna vez he escrito —y habré de volver sobre ello a lo largo de estas páginas— que Alfonso XIII era, medularmente, un «noventaiochista»; y no puede ignorarse que el 98 es el gran fermento del reinado.
El mejor espíritu de dos generaciones preclaras —la del 98 y la del 14— se funde en la personalidad de don Alfonso: el afán de autenticidad, de una parte; el europeísmo, el empeño de renovación y de apertura, de otra. El primero le llevaría a chocar con el convencionalismo del sistema político de la Restauración —el sistema que los mismos noventaiochistas llamarían «farsa»—. El segundo le acarrearía los recelos de cuantos, desde tiempos de Felipe II, vienen manteniendo, de una forma u otra, el «slogan-escudo» España es diferente, y que no vacilarían en acusar a Alfonso XIII de «contubernios con la revolución» a través de vínculos masónicos (…) simplemente porque el rey quería mantener abiertos los contactos a izquierda y a derecha, tanto de cara a España como de cara a Europa. Procediendo en buena lógica, tanto los denostadores de la «farsa» como los cosmopolitas de 1914 debieron comprender y apoyar cuanto quiso ser para el país Alfonso XIII. Ilógicamente, le condenaron por su fidelidad al mismo espíritu en que ellos comulgaban.
1.
La Restauración, entre dos ciclos revolucionarios
ANVERSO Y REVERSO DE LA OBRA DE CÁNOVAS
La Restauración canovista supone —como cualquier coyuntura histórica—, un anverso y un reverso, perfectamente análogos a los que ofrecen otras situaciones nacionales en la Europa finisecular. A Cánovas le correspondió cerrar, en ponderado equilibrio, un ciclo revolucionario, el de la revolución liberal; pero su obra política coincidió con el desarrollo de un ciclo nuevo, marginado por ella: el de la revolución socialista.
El reinado de Alfonso XII y los primeros años de la Regencia contemplaron el remanso del romanticismo político: las viejas tensiones y pronunciamientos de la época isabelina quedaron desplazados por la colaboración constructiva, sobre una plataforma de básico acuerdo —la lealtad a la nueva monarquía, entendida como «posibilismo» y «apertura»—, entre los dos partidos del turno pacífico: heredero el uno del moderantismo centro-izquierda, que encarnara la Unión Liberal, y el otro del progresismo democrático triunfante en las Constituyentes de 1869. Cánovas había logrado superar la guerra civil con una fórmula de convivencia, y los obstáculos tradicionales con un supremo arbitraje en el disfrute del poder por los «partidos dinásticos».
Sino que esta revolución liberal que ahora se remansaba en el triunfo había sido una revolución de minorías: su nervio sustentador, el elemento burgués, no constituía más que una leve película —reforzada por una mesocracia de funcionarios y hombres de «profesiones liberales»— en los estratos sociales de la España decimonónica; y si en algún momento pudo tomar apariencias de «revolución popular» o revolución de masas, ello se debió a dos razones: de una parte, la apelación demagógica del progresismo; de otra, el hecho de que ese progresismo solo se pusiera a prueba —y de modo precario— en el paréntesis de dos años que siguió a la vicalvarada, durante el cuarto de siglo de reinado personal de Isabel II.
No deja de ser curioso que, precisamente cuando se hacía más sincera la apertura del progresismo burgués hacia el «cuarto estado», es decir, cuando aquel apelaba a una fórmula democrática para dar cuerpo al nuevo régimen político propugnado en la revolución de 1868, se produjese la ruptura definitiva entre la masa proletaria —hasta entonces embarcada en unas naves que no la conducían a «su» puerto—, y los defensores del sufragio universal y de todos los derechos individuales. En este sentido, dos cosas fueron decisivas: el arraigo, en suelo español —y favorecida, precisamente, por la plenitud de derechos reconocidos en las Constituyentes—, de la propaganda bakuninista; y el choque entre la realidad social y la organización del orden político. Con escasa prudencia, los demócratas habían prometido demasiadas cosas —algo, sobre todo, esencial