Recuerda, no creas rígidamente en tus modelos mentales ni en los de tu empresa; no vaya a ser que —como un mapa desactualizado— te jueguen una mala pasada.
La manía de postergar lo estructural
Después de escuchar los debates políticos durante las elecciones, no resulta sorprendente comprobar que uno de los pocos temas de consenso es la urgente necesidad de ejecutar una profunda reforma educativa, de cuyos beneficios potenciales para el país somos conscientes una considerable mayoría de ciudadanos. Tan convencidos estamos de su urgencia, que siempre estamos seguros de que el próximo gobierno dará a dicha reforma un carácter prioritario. Sin ánimo de reducir el optimismo, es importante recordar que la misma o mayor expectativa nos acompañó en las últimas cinco elecciones. Los ofrecimientos políticos de realizarla fueron similares o más intensos que los de esta contienda. Se sucedieron ministros competentes y conocedores del sector, e inclusive ejecutivos exitosos con una enorme convicción en la necesidad de una reforma. Y ¿qué pasó? Pues lo mismo que probablemente ocurrirá con el próximo gobierno: medidas tibias, arreglos cosméticos, acuerdos timoratos con el Sutep3, más colegios y la misma deprimente y degenerativa calidad educativa que condena al fracaso a millones de niños y jóvenes.
Seguramente me preguntará el lector por qué soy tan pesimista. La respuesta —que ahora comparto— es producto de haber investigado el sector durante mucho tiempo4. Una reforma demanda, entre otras, una transformación del currículo, un sistema de desarrollo de competencias, recursos y materiales vigentes y, desde luego, la formación, selección y capacitación de profesores idóneos y bien pagados. ¿Cuánto costaría todo esto y cómo se financiaría? En realidad, el presupuesto se puede financiar, pero la barrera infranqueable está limitada por la pregunta: ¿Cuánto tendría que esperar el gobierno que haga la reforma para ver resultados tangibles? Los especialistas dicen que como mínimo entre diez y 15 años. Es decir, un gobierno correría con todo el costo y otro gobierno posterior sería el que disfrutaría políticamente de los beneficios. ¿Entendemos ahora el dilema que impulsa a todos los gobiernos a tomar solo acciones superficiales y a renunciar conscientemente a lo estructural?
En el ámbito empresarial, los ejemplos del mismo dilema son abundantes. Por ejemplo, ¿por qué un gerente y su fuerza de ventas optarían por darle mayor énfasis a la venta de productos más técnicos y complejos, que recién su empresa está introduciendo, si tiene otros productos estrella que se venden como pan caliente? Se supone que para mejorar el margen, el portafolio, el posicionamiento. Razones estructurales, pero, como en el caso de la reforma, lo que importa es el beneficio a corto plazo, la comisión que reciben y la facilidad para obtenerla.
Veamos otro caso. Una industria que acaba de instalar una nueva máquina de producción importada y que tiene el dilema de solicitar el apoyo de un técnico extranjero para repararla si se malogra, o enviar a sus técnicos a capacitarse para ello, asumiendo la inversión, el tiempo y dinero. El gerente se pregunta: «Si la máquina es nueva y tiene garantía, ¿qué probabilidad tiene de malograrse a corto plazo?».
Un último ejemplo sería el de un pequeño restaurante saturado de clientes y el consecuente dilema del dueño entre invertir más dinero para ampliar el local o poner más sillas y usar mesas más pequeñas.
Todos estos ejemplos tienen un factor en común: el sistema presiona a los responsables por una solución rápida que atenúe los síntomas del problema. A pesar de saber que no es la solución más adecuada, optan por el camino más fácil y en el que se encontrará la menor resistencia. Hasta ahí puede ser legítima la decisión, porque el sistema privilegia el corto plazo, pero el problema es que todas estas decisiones traen efectos colaterales. En el ejemplo de la reforma educativa, el ministerio se consolida alrededor de los que defienden el statu quo, la brecha en calidad educativa aumenta, y los profesores e indicadores empeoran cada año. En el caso de las ventas, la empresa es cada día más dependiente de sus productos clásicos, y el industrial y el empresario de restaurante dependerán cada vez más de la paciencia de sus clientes.
Este arquetipo o patrón de comportamiento es universal, solo que en países como el nuestro se exacerba. Lo estructural está destinado para los idealistas y los desprendidos. ¿Qué hacer?
1. Para empezar, ser conscientes de que la solución adecuada es lo estructural, que cuesta y toma tiempo.
2. Usar la alternativa rápida solo para ganar tiempo y prepararse.
3. Estar atentos y administrar los efectos colaterales, evitando que afecten nuestra decisión de ejecutar la solución estructural.
4. No esperar demasiado. La lavada puede costar más que la camisa.
5. Presionar agresivamente a los responsables, para que opten por una solución estructural.
6. No dejar bombas de tiempo a nuestros sucesores.
La escalera de la inferencia
Imagina por un momento que eres parte de un pequeño grupo nómade en los albores de la humanidad, hace 40 000 años, y que, de pronto, cerca de un abrevadero y estando solo, te topas con un extraño a corta distancia. Por un instante, quedas paralizado ante la magnitud de la inmediata decisión que debes tomar y de la cual depende posiblemente tu vida. Es posible que tengas solo tres alternativas: huir, atacar o intentar un contacto amistoso. Hasta ahí el dilema no parece intrincado. El desafío importante, debido al tremendo riesgo que se asume, está asociado a qué tan rápido podrás decidir correctamente entre las alternativas (y cuando decimos rápido, estamos hablando de fracciones de segundo).
Comparada esa decisión con las complejas decisiones del mundo empresarial, parece no ser tan difícil. Un gerente moderno podría alegar que la velocidad de esa decisión se facilita, porque la información procesada es poca. Veamos, amigo lector, si ese supuesto es correcto.
Para empezar, hay que evaluar datos sobre el extraño como talla, peso y contextura, y compararlos con los propios. De igual forma, se tiene que evaluar su lenguaje corporal y atuendo para interpretar niveles de hostilidad y desarrollo. Además, observar si tiene armas, si está solo y, por si fuera poco, cómo atacarlo si así lo decidiéramos o la posible ruta de escape. Recuerda que este análisis, y la consecuente decisión, requieren ser ejecutados en forma casi instantánea, y con el único apoyo de un incremento dramático en el nivel de adrenalina para activar al máximo nuestro organismo y prepararlo para responder con un uso intenso de los sentidos y de la energía.
Este proceso repentino es posible gracias a la escalera de la inferencia, simbólica denominación del proceso que nos lleva desde los datos extraídos de la realidad, que se encuentran en el primer peldaño, a las acciones concretas situadas en el último peldaño, pasando por las interpretaciones, los juicios de valor u opiniones y las conclusiones y decisiones. Los parantes de soporte y la conexión entre los peldaños no son otra cosa que nuestros modelos mentales —filtros biológicos, culturales y personales—, que activan relampagueantes subidas por la escalera. Por ejemplo, en el caso de nuestro ancestral protagonista, la escalera sería: atuendo extraño – enemigo – más fuerte – posible muerte en pelea – rápida huida. No olvidemos que decenas de miles de años de evolución han diseñado nuestra escalera sobre la base de una mezcla casi instantánea de intuición y razón.
Regresemos ahora con nuestro amigo, el gerente moderno, y hagamos la siguiente pregunta: ¿Podrá él subordinar su intuición al imperio de la razón, cuando