Caso Bombas. Tania Tamayo Grez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Tania Tamayo Grez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789560013255
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Peña quiere el Caso Bombas, que se encargue también del paquistaní”, fue la premisa, prediciendo los gritos que Peña daría cuando el fiscal jefe de Puente Alto y miembro de su equipo, Pablo Sabaj, reparó en la situación: “Viene lo del paquistaní también en las cajas”, dijo al constatar que les estaban mandando más de lo que le habían pedido. Mientras, Peña vociferaba: “¡Por la cresta! Nadie ha sido capaz de hacerse cargo de esto, menos ahora que el tipo ya está con las cautelares, pero nos tiran el cacho a nosotros”.

      Aun así no había cómo evadir la responsabilidad y, por lo demás, no ensombrecía en absoluto lo beneficioso que era para el fiscal Peña llevar el llamado Caso Bombas. Más que nunca iba a tener a todos los medios de comunicación encima y no podía contradecir al Gobierno que tanto empeño había puesto en apresar a Saif Ur Rehman, aun cuando todo el Ministerio Público, en todas sus jurisdicciones, incluyendo la Oriente, sabía que era un exceso aplicarle la figura de Asociación Ilícita Terrorista al extranjero por “trazas” de explosivos. En ambas fiscalías (Sur y Oriente) reconocieron, para este libro, recurrentes llamados de impaciencia y cólera de parte del Ministerio cada vez que los fiscales no procedían en la dirección solicitada por el Gobierno en aquella causa.

      ***

      Es sábado 14 de agosto del 2010 en la mañana. Móviles de todos los canales de la televisión abierta se instalaron con cuidado cerca de dos casas okupa del centro de Santiago, en la 33ª Comisaría de Ñuñoa, ubicada en Guillermo Mann, y en las afueras del cuartel de la Brigada de Investigaciones Policiales Especiales (BIPE) de calle Rosas. Mientras que a diecisiete casas, entre ellas particulares y okupa de las regiones Metropolitana y de Valparaíso, llegaban en silencio las unidades especiales de las policías: el Departamento de Investigación de Organizaciones Criminales (OS 9), el Departamento de Operaciones Policiales Especiales (GOPE), el Departamento de Criminalística (Labocar) y el Equipo de Reacción Táctico Antinarcóticos (ERTA) de la Policía de Investigaciones (PDI). También las que se habían encargado de los seguimientos y la investigación desde hacía cuatro años, la Dirección de Inteligencia de Carabineros de Chile (Dipolcar) y la ya citada BIPE, de la PDI.

      Eran las siete de la mañana y dos helicópteros despegaban para sobrevolar las casas allanadas. En uno de ellos viajaba el fiscal Peña junto a un camarógrafo de TVN, que registraba cada expresión del abogado. Un despliegue de recursos importante, con la prensa y la Fiscalía Sur actuando en conjunto.

      En la casa okupa La Crota buscaban a una de sus habitantes, Mónica Caballero, que ese sábado debutaría en un campeonato como boxeadora de la escuela de boxeo de Martín Vargas, el mismo deportista que le ofreció luego declarar como su testigo y testificar que era una “muchacha normal”.

      El GOPE entró a La Crota y sus funcionarios leyeron los cargos a Mónica: Colocación de Artefactos explosivos y Organización Ilícita Terrorista. En un momento, Caballero quedó sola con un policía que le dijo: “Te haremos una pericia de explosivos en la mano”. Ella se negó, pero le pusieron un revólver en la cabeza. Luego, y aunque solo traían orden de allanamiento y descerrajamiento, le pasaron un papel por la mano para introducirlo en la Mobile Tracer, la máquina de Carabineros que detecta la existencia de rastros de TNT.

      Cabe destacar que Vinicio Aguilera y Diego Morales –también habitantes de la casa, para quienes no había ni una orden judicial– de la misma manera fueron sometidos a este procedimiento. Los arrodillaron, los esposaron, les tomaron las pruebas corporales, pero como aparecieron con “trazas” en su cuerpo, los llevaron detenidos. Vinicio Aguilera, sin orden de detención ese 14 de agosto, pasaría ocho meses en la Cárcel de Alta Seguridad (CAS). Dos fiscales, Francisco Rojas y Víctor Núñez, serían querellados por tratar de ocultar este hecho en el juicio, en una muestra de la poca prolijidad que se advertiría en varios episodios de la investigación.

      No obstante las críticas y cuestionamientos que surgieron después hacia la máquina Mobile Tracer, los efectivos policiales la ocuparon ese día en casi todos los procedimientos, aun cuando pasaran vergüenzas. Por ejemplo, en el dúplex de Omar Hermosilla, ubicado en la Villa Olímpica, el aparato dejó de funcionar y un carabinero le dijo a otro: “Mejor sube al segundo piso y sácala por la ventana, que de repente hay que ‘airearla’”. Aún “aireándola”, Omar dio negativo.

      En una parcela de Batuco, propiedad de la mamá de Bárbara Vergara Uribe, los policías entraron aparentemente buscando bombas. Un perro que olfateaba nervioso y varios funcionarios del GOPE con metralletas en sus manos sorprendieron a Bárbara, quien tenía ocho meses de embarazo. Pese a ello, debió ponerse en el suelo boca abajo junto a Manuel, su pareja, y observar cómo allanaban la habitación de su hija de doce años. De allí se llevaron esquelas, cartas y fotos de la niña que también fueron consideradas como evidencias. Bárbara no fue detenida, pero luego del allanamiento le costó dar un tranquilo término a su embarazo. Recuerda un accionar desmedido, sobre todo venido de dos carabineras a cargo. “La teniente Subiabre fue la más dura, no mostró ninguna, pero ninguna, sensibilidad con mi estado”, asevera.

      En Peñalolén, en tanto, Andrea Urzúa despertaba con un ruido estremecedor. Pensó que era un terremoto. Tomó a su guagua de ocho meses en brazos para protegerse del sismo, porque estaba medio dormida. No veía nada, estaba sin lentes y los funcionarios habían cortado la luz. Solo cayó en sí cuando vio la mira roja de una metralleta en la cabeza de su pequeña: “Si te mueves, la mato”, dijo uno de los funcionarios que entraba a la casa de sus suegros. Por ello, le pareció muy paradójico después el consejo de uno de los policías cuando se iba detenida a la comisaría: “Si querís, llévate una mantita pal frío”, le decían luego de esa fuerte amenaza a la vida de su hija.

      El operativo proseguía. Ni Carlos Riveros, ni Camilo Pérez, ni Pablo Morales opusieron resistencia en cada una de sus casas. Tampoco el antropólogo Francisco Solar en el antiguo inmueble que arrendaba en Valparaíso. Sí se molestaron sus compañeros de vivienda –uno de ellos arquitecto– a quien la Dipolcar le estropeó todas las maquetas que tenía en el lugar.

      La Operación Salamandra había sido más que anunciada. Desde la Fiscalía se les estaba enviando un mensaje de texto a las radios y prensa escrita: “En este momento se están realizando los allanamientos”. Pero en la semana ya se les había dicho a los periodistas de confianza “en pocos días nos vamos a dejar caer”, como lo contó para este libro un reportero de la sección “nacional” de un matutino del Consorcio Periodístico de Chile S.A. (Copesa).

      También lo sabían varios de los detenidos: se sentían identificados en decenas de artículos publicados principalmente en los diarios La Tercera, La Segunda y El Mercurio, que prácticamente describían a los sospechosos y que, en su mayoría, comenzaron a aparecer luego de que Alejandro Peña se adjudicara el Caso. Era la política Peña, ir dando señales de que había avances: “Revelan el violento perfil de las 10 mujeres sospechosas de atentados explosivos”, titulaba un artículo publicado el domingo 20 de junio en La Tercera.2 Y varios otros muy específicos en donde había descripciones como: “Parte de los recursos fueron enviados y depositados en Chile, en una cuenta bancaria perteneciente a un ex lautarista que estuvo preso en la Cárcel de Alta Seguridad”; “Otro de los sospechosos integra una banda de rock que da recitales en las llamadas ‘tertulias’ anarquistas”;3 o “La lista la integran también tres jóvenes que fueron detenidos en diciembre pasado”.4 Solo faltaban los nombres. En el ambiente de los persecutores, los sospechosos y la prensa, la Operación Salamandra era inminente.

      En la casa okupa Sacco y Vanzetti, ubicada en calle Santo Domingo, en pleno Barrio Yungay, se encontraba Jorge Santander con su hijo de un año, una pareja de amigos y el estudiante de Historia Felipe Guerra, quien dormía en su habitación del tercer piso y que despertó con el sonido de los autos de la policía que, usando una cadena, descerrajaban la ventana. La puerta hacía meses había sido reforzada porque en el allanamiento anterior les habían destruido gran parte del inmobiliario, y la policía se había llevado computadores, bicicletas, radios y libros que nunca fueron devueltos. Guerra gritó desde la arriba: “¡Hay una guagua en la casa!”, ante lo cual le dispararon un balín en la cabeza que lo dejó inconsciente por unos minutos. Los detectives del ERTA, equipo