La madre se quedaba bebiendo en su cuarto. El abuelo se quedaba bebiendo en su cuarto. La niña alcanzaba a oírlos tomar de la botella por separado, desde el porche donde dormía. Los hechos forman parte de una historia, pero quizás también de la realidad: o tal vez la historia sea una exageración de la realidad, presenciada con tanto discernimiento y tan entretenida como ficción que, a pesar del dolor que evoca, también nos causa placer, paradójicamente, por la forma en que está contada. Y, en última instancia, el placer supera el dolor.
Lucia Berlin basó muchos de sus cuentos en los sucesos de su propia vida. Uno de sus hijos dijo, cuando ya había muerto: “Mamá escribía historias verdaderas: no necesariamente autobiográficas, pero casi”.
Aunque hoy en día en los círculos literarios se habla, como si fuera algo nuevo, de lo que en Francia se conoce como “autoficción”, la narración de la propia vida, tomada de la realidad prácticamente sin cambio alguno, seleccionada y narrada con criterio e ingenio, en mi opinión es lo que Lucia Berlin ha hecho, o una versión de eso, desde sus comienzos en la década de 1960. Su hijo también señaló: “Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido remodelando, decorando y editando poco a poco a tal punto que no siempre estoy seguro de lo que pasó en realidad. Lucia decía que no importaba: la cosa es la historia”.
En busca del equilibrio, o del color, cambiaba lo que fuera necesario al componer sus cuentos: los pormenores de los hechos y de las descripciones, la cronología. Reconocía su tendencia a exagerar. Una de sus narradoras dice: “Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero nunca miento”.
Y por supuesto que inventaba. Alastair Johnston, por ejemplo, que publicó uno de sus primeros libros en una editorial independiente, relata la siguiente conversación. Le dijo a Lucia: “Me encanta la descripción de tu tía en el aeropuerto, eso de que te hundiste en su cuerpote como en un sofá”. La respuesta de ella fue: “La verdad es que… no vino nadie. Se me ocurrió esa imagen el otro día y la metí en la historia que estaba escribiendo”. De hecho, algunos de sus cuentos eran pura ficción, como explica en una entrevista. Quien lea sus relatos no puede pensar que por ese motivo la conoce.
Llevó una vida intensa y azarosa, y de sus experiencias extrajo materiales pintorescos, dramáticos y variados que usó en los cuentos. Los lugares donde vivió con su familia durante la infancia y la juventud dependían de su padre: de los empleos que tuvo cuando Lucia era muy pequeña, de la movilización durante la Segunda Guerra Mundial y de su empleo al volver del frente. Por eso, Lucia nació en Alaska y se crio en las comunidades mineras del oeste de Estados Unidos; después se fue a vivir a El Paso con la familia de su madre, mientras su padre estaba en la guerra; y más adelante, cuando emigraron a Chile, Lucia llevó un estilo de vida muy diferente al que acostumbraba, lleno de riqueza y privilegios, retratado en sus cuentos sobre una adolescente en Santiago, sobre la educación católica chilena, sobre las turbulencias políticas, los clubes náuticos, las modistas, los barrios bajos, la revolución. Ya de adulta continuó con la misma vida agitada, llena de desplazamientos geográficos: vivió en México, Arizona, Nuevo México, Nueva York: uno de sus hijos recuerda que de niño se mudaban más o menos cada nueve meses. Años después comenzó a dar clases en Boulder, Colorado, y un tiempo antes de morir se instaló más cerca de sus hijos, en Los Ángeles.
Escribe sobre sus hijos (tuvo cuatro) y los distintos trabajos que tomó para poder mantenerlos, por lo general sin ayuda. O quizás sea más atinado decir que escribe sobre mujeres con cuatro hijos, con ocupaciones similares a las de ella: empleada de limpieza, enfermera en Urgencias, recepcionista de hospital, operadora en la centralita de un hospital, profesora.
Vivió en tantos lugares diferentes y fueron tantas sus experiencias que alcanzarían para colmar varias vidas. La mayoría de nosotros hemos atravesado lo mismo que ella, al menos en parte: los problemas de la infancia, algún romance apasionado; el abuso sexual en la juventud, la lucha contra una adicción, alguna enfermedad grave o discapacidad, un vínculo inesperado con un hermano; o también, quizás, un trabajo aburrido, los compañeros de trabajo complicados, un jefe exigente, e incluso un amigo falso, por no hablar de la fascinación en presencia de la naturaleza: las vacas Hereford hundidas hasta las rodillas en las flores de Castilleja, una pradera de lupinos, una juliana color rosa que crece en el callejón detrás de un hospital. Porque atravesamos lo mismo que ella en parte, o cosas similares, la seguimos sin dudar adonde nos lleve.
En sus relatos, suceden cosas: a alguien le sacan todos los dientes de la boca de un tirón; expulsan a una niña del colegio por pegarle a una monja; un viejo muere en una cabaña en la cima de una montaña, y también mueren sus cabras y su perro acostados en la cama junto a él; despiden por comunista a la profesora de Historia que lleva ropa con olor a humedad. “[N]o hizo falta más. Tres palabras a mi padre. La despidieron ese mismo fin de semana y nunca volvimos a verla”.
¿Será por eso que resulta prácticamente imposible dejar de leer una historia de Lucia Berlin una vez que se empieza? ¿Será porque no dejan de ocurrir cosas? ¿Será también por la voz que narra, tan cautivante, tan amigable? ¿Además del poder de síntesis, el ritmo, las imágenes, la lucidez? Son historias que te hacen olvidar lo que estabas haciendo, dónde estás y hasta quién eres.
“Esperen –así comienza uno de los relatos–. Déjenme explicar…”. Es una voz cercana a la de la propia Lucia, aunque jamás idéntica. Su ingenio y su ironía corren a lo largo de las páginas de sus cuentos y se desbordan en sus cartas: “Está tomando la medicación –me escribió una vez, en 2002, sobre una amiga–, ¡y el cambio es increíble! ¿Qué hacía la gente antes del Prozac? Supongo que azotar caballos”.
Azotar caballos. ¿De dónde sacaba esas cosas? Quizás el pasado seguía tan vivo en su mente como otras culturas, otras lenguas, o la política y las debilidades humanas; sus referencias son tan amplias y diversas, e incluso exóticas, que las operadoras de la centralita se acercan a los clavijeros como lecheras al ordeñar sus vacas; o que una amiga abre la puerta con “su pelo negro […] recogido con rulos metálicos, como un tocado de kabuki”.
Ahora que menciono el pasado: leí este pasaje de “Hasta la vista” varias veces, con deleite, con asombro, antes de darme cuenta de lo que Lucia había hecho.
Una noche hacía un frío espantoso, Ben y Keith estaban durmiendo conmigo, con los monos de la nieve puestos. Los postigos batían con el viento, postigos tan viejos como Herman Melville. Era domingo, así que no había coches. Abajo en las calles pasaba el fabricante de velas, con un carro tirado por un caballo. Clop, clop. La gélida aguanieve siseaba contra las ventanas, y Max llamó. Hola, dijo. Estoy abajo en la esquina, en una cabina de teléfono.
Llegó con rosas, una botella de brandy y cuatro billetes para Acapulco. Desperté a los chicos y nos fuimos.
En ese entonces, la familia estaba instalada en la parte baja de Manhattan y, en esa época, se apagaba la calefacción al final de la jornada laboral si vivías en un desván. Quizás los postigos de verdad fueran tan viejos como Herman Melville, porque en algunas zonas de Manhattan había edificios de 1860 y eran muchos más entonces que ahora, aunque siguen existiendo todavía. También puede que esté exagerando de nuevo: una hermosa exageración, si así fuera, un hermoso ornamento. A continuación se lee: “Era domingo, así que no había coches”. Como sonaba realista, me tragué lo del fabricante de velas y el carro tirado por un caballo. Sí, lo creí y lo acepté, y recién después de releerlo se me ocurrió que Lucia había viajado una vez más a los tiempos de Melville. Y el “clop, clop” también es propio de su estilo: nada de desperdiciar palabras, mejor agregar un detalle sintético. Y de pronto, el sonido del aguanieve me transportó allí, al interior de esas cuatro paredes, y luego la acción se aceleró y ya estábamos camino a Acapulco.
Es una escritura vertiginosa.
Otro cuento empieza con una de sus típicas frases informativas, bien directas, que enseguida me parecen sacadas de la propia vida de Berlin: “Llevo años trabajando en hospitales, y si algo he aprendido es que cuanto más enfermo está un paciente,