La cuestión de por qué algunos artistas evolucionan y cambian dentro de límites bastante estrechos, mientras que otros pasan de una forma expresiva a otra es solo una de las muchas preguntas que plantea Kertess: los sustantivos se yuxtaponen de dos en dos y es necesario evaluarlos o reevaluarlos en el marco de la obra de Mitchell: orden y desorden, caos y claridad; colores oscuros en un lienzo rosado; paletas oscuras y estados de ánimo sombríos, el negro como un color alegre, el blanco como un color sombrío. Y otra pregunta que surge cuando se analiza la vida y obra de Mitchell: ¿por qué algunos artistas y escritores deben abandonar su tierra natal para pintar el paisaje de la infancia o escribir al respecto (Beckett, Joyce) mientras que otros no (William Carlos Williams, Charles Olson, Frank O’Hara, amigo cercano de Mitchell)? “Llevo mi paisaje conmigo” es una frase que Mitchell dijo más de una vez, aunque no, claro está, a modo de explicación.
Ni siquiera estoy segura de que Les Bluets (Los acianos) haya sido la pintura que vi ese día en particular, pero elijo afirmar que sí. Lo que vi en el estudio de Joan Mitchell hace más de cuarenta y cinco años fue un cuadro muy grande en blanco y azul, y es en esa obra que pienso ahora.
Para acercarme a la experiencia de contemplar la pintura, primero debo confirmar o revisar algunos de los recuerdos que guardo de las visitas a su casa de Vétheuil, de su personalidad fuerte (fui testigo de algunos de los “ataques preventivos” que menciona Kertess, pero también de su generosidad y su calidez), de mi vida en París. De pronto, recuerdo más, más de lo que necesito, sobre dónde vivía yo entonces y cuánto me dedicaba a la escritura: me esforzaba sin descanso para escribir más y mejor, y aunque experimentaba algunos momentos de placer, por lo general me perseguía la carga de la obligación, el miedo de que si no trabajaba hasta más no poder, algo me atraparía, tal vez la idea de que no tenía la necesidad de hacerlo.
Solía tomar el tren a las afueras de la ciudad, con sus espacios cerrados, su oscuridad, hasta el pueblo de Vétheuil, ubicado sesenta y nueve kilómetros al norte. Un portón azul al nivel de la calle se abría de par en par y había que subir a pie a la casa, hasta el terraplén donde estaba la puerta de entrada. La vista desde lo alto de la colina, si me daba la vuelta antes de entrar, revelaba un paisaje sistemático y ordenado: una alameda junto al sinuoso río y un pueblo en la ribera opuesta. Los jardines, las habitaciones de la casa y las comidas también eran muy ordenadas, aunque en ese entonces yo no me detenía a pensar en el valor del orden. Monet había vivido allí, aunque al pie de la colina, en lo que se había convertido en la casa de servicio del cocinero y el jardinero. Su primera esposa, Camille, fue enterrada en un cementerio que estaba pasando el jardín. (Entre las primeras influencias de Mitchell, se contaban Matisse y Van Gogh, pero no, según afirmaba ella, Monet).
En una de las visitas, fui hasta el estudio de Joan Mitchell con ganas de ver una de las pinturas. No sé si era la primera vez que entraba en su estudio. Me gustó muchísimo, con toda mi ingenuidad, y creí que la estaba contemplando como correspondía. Era lo que era: formas y colores, blanco y azul. Después, no recuerdo si Joan o alguien más, me dijo que retrataba el paisaje de Vétheuil, específicamente los acianos. No importa cuánto supiera yo sobre pintura hasta ese instante, esa explicación me tomó por sorpresa, diría que incluso me conmocionó. Al aparecer, antes desconocía que una pintura abstracta podía contener referencias a un tema concreto, objetivo e identificable. Ocurrieron dos cosas en simultáneo: de repente, la pintura trascendió sus propios contornos, abandonó el aislamiento, entabló una relación con los campos y las flores; y pasó de algo que creía entender a algo que de pronto dejé de entender, se transformó en un misterio, en un problema.
Más tarde, quizás intentara descifrarlo: tenía que haber indicios visuales en la imagen. ¿Todos los elementos de la obra eran indicios, o solo algunos? Si las áreas de azul más claras, dispersas o discontinuas representaban los acianos, ¿qué representaban entonces los bloques de azul más oscuro y el blanco opulento? (Kertess argumenta que, en la carrera de Mitchell, ese color operó de diferentes maneras en diferentes etapas: de “interactivo” a atmosférico, nutritivo, “peligroso”, “mortal”, “asfixiante” y, por último, “inquietante”). ¿O eran todos los elementos indicios, pero algunos de ellos, de temas privados e indescifrables? ¿Sería aquella una representación de la respuesta emocional a los acianos o al recuerdo de los acianos?
Me gusta entender las cosas y tiendo a hacerme preguntas o hacérselas a otro hasta que no queda nada por comprender. En aquel entonces, cuando yo me estaba formando día y noche en otro tipo de representación, y veía con más y más claridad el funcionamiento más sutil de mi propio lenguaje, me vi enfrentada a esa experiencia de opacidad.
Había tenido otras experiencias de tremenda incomprensión, de opacidad, la más extensa durante las primeras semanas que pasé, a los siete años, en un aula austriaca escuchando el idioma alemán antes de empezar a entenderlo. Años más tarde, al traducir a Maurice Blanchot al inglés, luché tanto por dar con el sentido de ciertas oraciones complejas que estoy segura de haber sentido la lucha fisiológica en mi cerebro: las pequeñas corrientes de electricidad chispeaban, viajaban, arremetían contra el problema, rebotaban, arremetían desde otro ángulo y fracasaban. Pero la experiencia de incomprensión frente a la pintura de Joan Mitchell me tomó desprevenida por su novedad: no había palabras, sino tres paneles de azul y blanco.
Con el paso del tiempo, fui encontrando respuestas a mis preguntas, pero no develaban todo, y al final ya no sentí la necesidad de develarlo todo, porque entendí que el poder de la pintura residía, en parte, en su capacidad de eludir la explicación. Poco a poco, logré aceptar los misterios que presentaban ciertos aspectos de la pintura y también lidiar con otros problemas sin solución, y fueron esa nueva tolerancia ante lo inexplicable e irresoluble y la satisfacción que me causaban las que marcaron un cambio en mi interior.
Incluso ahora, grabada en mi memoria por alguna misteriosa razón, la pintura formula una pregunta que, nuevamente, se resiste a ser contestada, aunque lo he intentado: no es ¿cómo funciona la pintura?, sino ¿cómo funciona el recuerdo de la pintura?
1996, 1997, 2017
LA TRADUCCIÓN DE JOHN ASHBERY DE LAS ILUMINACIONES DE RIMBAUD
Algunas asociaciones con el apellido Rimbaud resultan familiares: la fotografía del poeta francés a los diecisiete años, de marcado corte romántico y tomada unos meses después de que se instalara en París, ya como un artista decididamente bohemio, con los ojos claros, la mirada distante, el pelo revuelto y la ropa arrugada; la declaración sorprendente e interpretada hasta el cansancio Je est un autre (“Yo es otro” o “Yo es otra persona”); que produjo una obra magistral, innovadora e influyente cuando todavía era un adolescente; que abandonó la escritura alrededor de los veintiuno y nunca la retomó; que a partir de entonces llevó adelante diversas, y a veces misteriosas, empresas comerciales y místicas en sitios remotos, incluidos un período dedicado al tráfico de armas en África y, algo quizás aún más extraño, un intento de alistarse en la armada de Estados Unidos. Murió de cáncer en un