La orgánica neorranchera se divide claramente en dos partes, tratadas en tonos y con ritmos muy diferentes, casi como si fuesen dos películas distintas: la primera referente a las fechorías irresponsables de Cami hasta quedarse dormida durante la boda de rancho, en tono provocador y con ritmo chispeante de comedia ligera, libre y aérea, llena de travesuras y deliciosas incorrecciones hawksianas (La adorable revoltosa / La fiera de mi niña, 1938), sofisticada e innovadora, indomable y desafiante, descriptiva de nuevas costumbres y mentalidades juveniles, e inventivo a partir de mínimos elementos y pocas situaciones bien aprovechadas, como el frenético regreso del shopping bestia, la descompuesta regañiza impotente de mamá, la avasallante borrachera colosal, el erizado enfrentamiento con las mujeres policías, o el ridículo inclemente en las redes sociales, y una segunda parte referente a la reeducación de Camila a partir de su despertar abandonada en el rancho, en tono didáctico y a ritmo pastoso de comedia forzada e insufrible, llena de torpezas, tropiezos sangrones, culminantes aplausos a la cenicienta capitalina que ya sabe preparar un guiso regional (“Los hombres son como bebés”), y gags ineficaces no tanto por previsibles sino por su prefabricada ejecución chabacana, como la inutilización del celular, o la caída al fango, o los quasi atropellamientos al intentar escapar en la camioneta rural y así.
La orgánica neorranchera dicta una moralina amansadora y edificante que logra imponerse a trompicones, al tiempo que sabotea la efervescencia temprana del relato y asfixia tanto el gracejo como los arrebatos vitalistas extremos de esa inasible Cami / Danae Reynaud que de esa manera deja por desgracia y por completo de ser la última heredera de Katherine Hepburn o Jean Arthur o Barbara Stanwick, la excéntrica en estado de gracia que se agitaba entre la mofa y la ternurita, la heroína habitada por una “dulce locura” (según la afortunada expresión perenne de los historiadores fílmicos Maurice Bardèche y Robert Brasillach), la brillante reencarnación de una vitalidad anárquica entre la alegría y el atropello que instintivamente destruía a su paso toda lógica o solemne seriedad en una imparable vorágine endemoniada, para convertirse en una humilde corderita sometida y enamorada y bienhechora, más cerca de la altiva Tigresa de María Félix (aunque le triplicara la edad a Danae) en Canasta de cuentos mexicanos (B. Traven visto por Julio Bracho, 1955) que de la heroína arquetípica de William Shakespeare, adiós a la efímera Cami inconsciente y etérea, ahora sólo existirá cuando mucho una apagada Cami que abomina del desechable vestido rosado pastel colgante en el tendedero para la inminente celebración de Beatriz y lo sustituye por uno inconsútil y descotado sexy que le provocará a la rancherita celestial un irreprimible pudor tembloroso.
La orgánica neorranchera se magnifica al magnificar la verba petulante y tribucitadina (“¡O sea...!”) de esa irresistible Cami chocantísima (“El vaquerito no va a tocar las bubis de las vacas”) de repetitivo léxico lo que sigue de limitado (“Equis, ¡ya! Equis”) o que campechanea en cada desternillante frase espontánea y por alícuotas partes iguales el español mamila con el inglés rebuscadazo (“Hoy es top one: shots mil” / / “La manteca es megatóxica, superunhealthy” / / “Voy a ser tu matchmaker”), siempre formidablemente sostenida y valorada por un exquisito diseño de producción de la excuequera Lorenza Manrique, una refinada fotografía superdinámica de Alejandro Pérez Gavilán, una edición precisa aunque sea con base en cortes inmisericordes de Óscar Figueroa Jara, un insinuante diseño sonoro atmosférico de Miguel Ángel Molina Gutiérrez y last but not least la música esquizofrénica de los jovencísimos Diego Benlliure Conover, Héctor Ruiz, Juan Andrés Vergara y Carlos Vértiz Pani, que mezcla sin piedad auditiva cualquier folclor con toda especie de alucine posroquero-pospunk.
La orgánica neorranchera se descubre finalmente como una nueva estrategia y un novedoso rodeo para redefinir al rancho en sí como un espacio idílico neofeudal-neoencomendero-neoporfiriano donde los habitantes viejos viven extrañando la amistad de sus patrones (¿un solo patrón nos falta y todos los ranchos están despoblados?) y los rudos nuevos rancheros aprovechan cualquier oportunidad para imponer su derecho a ser infelices (“Se va a quedar en la cabaña imperial”) y hacerse de un programa social que los civilice y reeducar a cualquier malcriada muchacha citadina para que los rescate de una ignominiosa desaparición y les resucite la sabiduría fabricante de su atávico mezcal bendito (con piña machacada y demás, añorando la nostalgia del ya imposible triángulo amoroso con el caporal apuesto